La Opinión
Laura Villalobos junto a uno de los
viejos linotipos de La Opinión.
Laura Villalobos creció en medio del trajín del periodismo cotidiano. Sus
padres, José Manuel Villalobos y Soledad Barrada fueron los fundadores de
Comentarios, publicación diaria y finalmente semanal, entre los años 40 y
80 del siglo XX.
Allí hizo sus primeros ejercicios de escritura con información de hechos
sociales y análisis de problemas regionales.
Años más tarde dirigió la revista Signos de la empresa Olivetti de
Colombia. Fue columnista de La Opinión y de otras publicaciones.
En 1957 ganó el premio de cuentos en los segundos Juegos Florales.
Entre los cargos desempeñados por Laura Villalobos figura la dirección de
la Corporación Nacional de Turismo de la seccional Norte Santander y Arauca
de 1977 a 1991.
También fue consulesa honoraria de México en Cúcuta de 1972 a 1982.
Así mismo, presidió el capítulo local del Colegio Nacional de Periodistas y
de la Unión de Ciudadanas de Colombia.
Hizo parte de la Asociación Colombiana de Periodistas de Turismo y de la
Academia de Historia de Norte Santander.
Recibió la condecoración Eduardo Cote Lamus y otros reconocimientos de
establecimientos de educación y organizaciones cívicas.
De su primer matrimonio con Hernando Correal Morales fue hijo Manuel
Hernando Correal Villalobos, ya fallecido. Son sus nietos, Juan Manuel, Laura y
Santiago Correal.
En segundas nupcias estuvo casada con el poeta Eligio Álvarez Niño.
En todas las actividades Laura Villalobos se distinguió por la elegancia
que les imprimía y su identidad norte santandereana. Su muerte sucedió en
Cúcuta el 9 de enero de 2016.
Para Juan Pabón, Laura era toda bonita:
Laura bonita
Laura tenía todo bonito y ella lo sabía. En alguno de sus últimos años de
consciencia me mostró una esplendorosa foto en blanco y negro de cuando tenía
dieciocho años: muy en ella, me dijo. “¿Yo era muy linda, verdad mijo?”. Le
contesté que no había cambiado y le pedí que me regalara la foto; con una
picardía maravillosa me prometió que algún día.
Y tenía una letra bonita, con cursos delineados por la elegancia y la
certeza de que lo que contenían era, también, bello. En las dedicatorias de los
libros que me dio observo aun, frecuentemente, la delicadeza de sus trazos.
Y tenía una voz bonita, como un arrullo suave que se desprendía de su
corazón hasta condensar en su garganta una música de notas, para hacer de sus
palabras una larga huella de ternura.
Y tenía un recuerdo bonito, de todo; gozaba de los impulsos que en su alma
reverberaban, para decirle a su pensamiento las bondades de lo que le tocó
vivir, o mejor disfrutar, incluso en las penurias: De los Villalobos. De
Comentarios. De Doña Solita.
Del poeta: yo nunca he escuchado versos más sentidamente declamados que los
de Eligio en su voz, en una consonancia absoluta con el amor, la admiración y
el profundo respeto que le tenía.
De sus amigos. De los honores (le gustaban). De su hijo y de sus nietos.
De toda su familia: Manuel Hernando la dejó en las buenas y nobles manos de
Betty, para que la cuidara hasta el final, con sus nietos Juan Manuel, Santiago
y Laura, siempre alertas a añorar las delicias de una nona bonita.
De Sala de Arte, un programa de radio que solía pasar en las vespertinas
cucuteñas, conversando con Eligio o comentando cosas de la cultura, tan
estrechamente ligada a su deleite.
Laura había atrasado su partida, manteniéndose en el silencio y la lentitud
mental, quizá preparando un mensaje bonito para cuando Eligio la recibiera.
Debo confesar que presintió mi fragilidad desde cuando era yo muy niño. A
los siete años fui a “temperar” a su casa de Bogotá, donde vivía con Eligio y
Manuel Hernando. Me siento honrado por un artículo que me dedicó años después,
hace treinta o cuarenta y que tituló “El niño que miraba las estrellas”.
Un recuerdo de Gustavo Gómez Ardila sobre Laurita:
Devota de la Virgen de La Macarena
Creyente y rezandero como soy, no me pierdo ninguna
ceremonia de Semana Santa, y alguien me dijo que la procesión con la Virgen, en
la Catedral de San José, el viernes anterior a la Semana Santa, era un
espectáculo maravilloso que congregaba a miles de fieles.
En efecto, se trataba de una procesión en honor de la
Virgen de la Macarena, de España, cuya organización corría por cuenta de
Laurita, que encabezaba el desfile con un estandarte de la Virgen.
Detrás del estandarte marchaba la orquesta
departamental tocando pasodobles.
Luego iba un grupo de toreros, con trajes de luces y
sus respectivas cuadrillas, y después, unas gitanas, de las que adivinan la
suerte en el parque de Santander, con falda ancha y rostro sonriente.
Le seguía el grupo de danzas de Rosalba Salcedo,
bailando en la calle, con donosura y elegancia, al son de los pasodobles de la
orquesta.
Todo a la usanza española. Después iba el cura y la
Virgen y los nazarenos. Los fieles se apostaban a lado y lado de la calle, para
presenciar el vistoso desfile.
La costumbre duró varios años hasta que llegó un nuevo
párroco a la catedral, que le prohibió a Laurita continuar con aquella
procesión.
Así como cada alcalde manda en su cuarto de hora, cada
párroco manda en su parroquia, por lo cual Laurita no tuvo más remedio que
recoger su fe y su alegría y abandonar la plaza.
Tal vez pensaba el cura que Laurita le estaba quitando
devotos a la Virgen, porque la gente acudía más por ver el espectáculo español
que por rezarle a la Macarena. Pero el cura no veía la sonrisa de la Virgen.
Y para Pablo Chacón Medina:
El perfume inextinguible de Laurita
A las lindas mujeres que han sabido cuidarse y darle a
su belleza una postura digna, donde el cuerpo recoja las bondades del alma,
solemos compararlas con estuches de oro de milenaria talla, que al abrirlos
contienen el perfume exquisito de su preciosa sabia, que nos hace sentir el
deseo infinito de exhalar su fragancia, para quedar por siempre olorosos a
eterno, esclavos de su cuerpo.
A mujeres así, divinas aún más allá de los ochenta
años, solo merece cortejarlas Dios, porque son infinitas, como la propia luz de
su belleza que no habrá de extinguirse.
En Laurita, todo irradiaba belleza. De su garganta de
cristal, se desprendían las palabras con una sonora tonalidad, que, a veces,
sus discursos en la Academia de Historia, parecían una serenata de ensueños,
invocando al inmortal Bolívar.
En las dos columnas que me dedicó, se observan los
trazos de una pluma sin sombras, siempre iluminada de una pureza gramatical y
un aire de poesía, que habitualmente solía derramar, como una cascada, sobre el
lienzo blanco.