Dr. Eduardo Gamboa Silva
Nació en Durania, se crió en Arboledas, hizo el
bachillerato en el Sagrado Corazón de Cúcuta y se largó a estudiar a Argentina,
de donde regresó con dos diplomas: el de médico y el de matrimonio, con hijo y
todo.
De ese regreso hace cincuenta años y hoy dirá
parodiando el viejo tango gardeliano que Cincuenta años no son nada.
Y no regresó con la frente marchita, sino con el alma
cargada de ilusiones, con una esposa que lo ha acompañado desde entonces, en las
verdes y en las maduras, y que ha sido su sostén en los momentos difíciles, y
su alegría en los triunfos, que no le han sido esquivos.
La historia del médico Eduardo Gamboa Silva (doctor
Gamboíta le dicen sus subalternos) es fascinante. De niño, y ante un cambio
intempestivo de domicilio de sus papás y para que no perdiera la escuela, lo
internaron en un convento de monjas de la Presentación.
El niño de las monjas aprendió allí normas de estricta
disciplina diaria y fortaleció su fe en Dios y en la Virgen (“María es la
verraquera”, dicen que dice en familia), y aunque se duerme y ronca cuando reza
el rosario con esposa, hijos y nietos, la verdad es que su fe en Dios es
inmensa, lo cual le ha allanado el camino de la vida.
Pero no es una fe teórica o superficial. Porque a
Eduardo Gamboa se le creció el corazón, que se le desborda a manos llenas para
ayudar al necesitado, para dar al que no tiene, para consolar al triste.
Amigos, compañeros de colegio o de andanzas, a quienes
la vida a veces golpea, siempre encuentran en el doctor Gamboíta una ayuda, una
sonrisa, una frase amable.
En el hogar, su esposa Tere (Teresita del Carmen es su
nombre) le da alientos, lo recibe con picos todos los días y lo acompaña en la
copa de vino que se toman de aperitivo o cuando se van de rumba, o cuando salen
a disfrutar de un sabroso churrasco argentino.
“Siguen siendo novios”, dice alguien que los conoce de
cerca, y ese “noviazgo” que tiene más de medio siglo, es un orgullo para los
dos esposos, que se jactan de vivir cada vez más unidos.
Tienen tres hijos y seis nietos (que se ponen la casa
de ruana, los nietos, cada vez que diciembre los junta). El hijo mayor es
médico radiólogo como el papá y vive en Estados Unidos; el el segundo, es
ingeniero químico, radicado en Cartagena, y la hija es fonoaudióloga, aunque
colgó los fonoaudífonos para ponerse a vender seguros, en lo que le va
requetebién.
La grandeza del corazón de Gamboíta es tan inmensa, que
volvió cucuteños a sus suegros. Cuando todo yerno lo que quiere es vivir bien
lejos de sus suegros, Eduardo, tan pronto pudo, se los trajo de
Argentina.
Les dio la mano y los enseñó a decir toche y a comer
mute los domingos y sancocho los sábados. Se amañaron y se quedaron.
Fue un acto de gratitud del doctor Gamboa con Héctor
Barrera y Elena Giovelina, padres de Teresita del Carmen, que en Argentina, en
las épocas difíciles de universitario, le dieron cariño, ayuda y una hija.
La gratitud de Eduardo es perenne. Habla con cariño del
Sagrado, su colegio; del Hospital de Pamplona, donde hizo su año rural; del
Hospital San Juan de Dios, de Cúcuta, donde trabajó los primeros años de
médico; de la universidad de Córdoba, Argentina, y de la Universidad del Valle,
en Cali, donde se especializó en Radiología.
Pero sobre todo, vive agradecido con Dios, con quien
habla todos los días, según les dice a los nietos, por haberle dado a Tere, su
esposa, y a sus hijos Pablo Alejandro, Eduardo y María Teresa, que lo
consideran un padre excepcional, generoso sin límites, incondicional con sus
amigos y siempre listo a ayudar.
En la tierra tiene tres grandes amores: su familia, la
Clínica Norte, de la que es socio fundador y su profesión de médico.
El Colegio Médico de esta ciudad lo condecoró por
cincuenta años de vestir la bata blanca. Y como cincuenta años no son nada,
esperamos que siga cumpliendo muchos más. La humanidad entera que entre dolores
gime, lo necesita.
COMENTARIO.-
Después de leer esta crónica el doctor Carlos L. Vera Cristo, un entrañable amigo, colega y condiscípulo de colegio Sagrado Corazón del Dr. Gamboa, manifestó lo siguiente:
COMENTARIO.-
Después de leer esta crónica el doctor Carlos L. Vera Cristo, un entrañable amigo, colega y condiscípulo de colegio Sagrado Corazón del Dr. Gamboa, manifestó lo siguiente:
Los amigos: Rafael Solano Cáceres, José Juvenal Granados Villamizar, Carlos Vera Cristo y Eduardo Gamboa Silva.
Pero es que además ellos y sus hijos y familias han ido constituyendo, con parentesco y amistad, un fogón que se complementó siempre con otros dos inolvidables compañeros y sus familias: El médico Juvenal Granados y el odontólogo Rafael Solano.
Inclusive llegaron a conseguir fincas y formar en conjunto un complejo rural, modesto modelo de eficiencia agro-pecuaria, en donde reinaba el buen aprovechamiento de la tierra y la justicia social con los campesinos. Sobra decir que desde hace años hubieron de abandonarlo por razones de violencia.
La reciente desaparición de Juvenal truncó parcialmente estos sueños. Parcialmente, porque lo hizo sólo en el aspecto físico. En el campo del corazón, perdurará siempre.
Qué grato encontrar en el e-mail de hoy, y escrito por la pluma
privilegiada de Gustavo Gómez Ardila, lo que uno siempre ha querido decirle a
Eduardo Gamboa Silva en estos sesenta y pico años de impagable amistad.
Es casi increíble que las cualidades que resalta Gustavo y otras que como
siempre se escapan en los recuentos, no sólo no se han mermado sino que se han
multiplicado. Desde luego esto se explica en parte por la maravillosa Teresa.
Pero es que además ellos y sus hijos y familias han ido constituyendo, con parentesco y amistad, un fogón que se complementó siempre con otros dos inolvidables compañeros y sus familias: El médico Juvenal Granados y el odontólogo Rafael Solano.
Inclusive llegaron a conseguir fincas y formar en conjunto un complejo rural, modesto modelo de eficiencia agro-pecuaria, en donde reinaba el buen aprovechamiento de la tierra y la justicia social con los campesinos. Sobra decir que desde hace años hubieron de abandonarlo por razones de violencia.
Ausente de Cúcuta desde el final de nuestro bachillerato, tuve siempre el
privilegio de reunirme con ellos en cada una de mis visitas a nuestra ciudad
durante los últimos sesenta años y comprobar que permanecía, profundo y
entrañable, el sentimiento de afecto y amistad.
Además, el de ver que sus hijos son fiel reflejo de las cualidades de
los padres. No podría explicar adecuadamente la gratitud que uno siente
por haber podido disfrutar, ciento por ciento durante el colegio y luego en el
espíritu, si bien en forma un poco más marginal en el espacio, de tales
amigos.
La reciente desaparición de Juvenal truncó parcialmente estos sueños. Parcialmente, porque lo hizo sólo en el aspecto físico. En el campo del corazón, perdurará siempre.
Bien por Gustavo Gómez, por ti, Gastón, que nos brindas este placer y muy
en especial por Eduardo, Juvenal, Rafael y sus queridísimas esposas y familias.
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