La periodista cucuteña siempre quiso ser actriz porno. Hasta que por fin se
decidió, y SoHo la acompañó en la grabación de su primera escena.
¿Cómo vivió una mujer común y
corriente su debut en el mundo del cine rojo? Mejor, deje que ella se lo
cuente.
Estaba sentada comiendo tacos con unos amigos, cuando uno de ellos dijo:
“Deberías hacer porno”, y yo dije: “Sí, voy a hacer porno”. Así fue. Al día
siguiente, le conté a mamá.
A eso de los 18 años, cuando las crisis depresivas me hacían coquetear con
el suicidio, me hice lectora de Charles Bukowski. Sentía que había escrito
todos sus párrafos para mí. Y se lo agradecía, mientras lloraba y declamaba sus
poemas, ebria, sin ganas de vivir un día más.
Cuando me hice buena lectora, pensé: “Yo puedo escribir como él. ¿Qué tan
difícil puede ser contar mis desgracias separadas por varios puntos seguidos en
un párrafo?”. Y así fue como me aventuré a escribir. Lo mismo pasó con la
pornografía. Apenas comencé a consumirla, me dije: “Yo puedo hacer lo que hacen
esas chicas. ¿Qué tan difícil puede ser desnudarse ante una cámara y coger?”. Y
así fue como, hace unos años, decidí que algún día iba a grabar un video.
Sentada, comiendo tacos, me detuve a pensar qué me había impedido hacerlo
antes y por qué las otras tantas veces que me lo había planteado todo había
terminado en un “qué dirá la gente”. A eso se sumaba la opinión de mamá, pero
creo que ella ha estado condicionada por los juicios de los demás, escondidos
tras la Iglesia.
Llegué a casa y pensé en las razones que me motivaban a hacer mi primer
video porno, aunque solamente las ganas de hacerlo ya lo justificaban. Sabía
que quería sentirme sexy, retar mi experiencia sexual al compararla con la de
las expertas y vivir una vez más mi sexualidad libre.
También quería repetir el gozo que me produjo una anécdota con mamá: cuando
empezó la sucia campaña del no por el plebiscito por la paz, ella hablaba de no
apoyar el acuerdo porque detrás de él vendrían las glorias de la eutanasia, el
aborto, los derechos totales para las parejas LGTBI; ese fue un buen momento para
decirle que disfruto las vergas tanto como las vaginas.
Ella estuvo triste por un par de días, pero luego, a pesar de seguir con su
respaldo al no, dejó de criticar los supuestos derechos que el acuerdo les
daría a las personas LGTBI. Después de eso, solo hablaba de la eutanasia y el
aborto. Un homofóbico menos.
Cuando pensé en el video porno, creí que sería una oportunidad para que
mamá, que siempre respaldó la obligación de llegar virgen al matrimonio, mirara
hacia la libertad sexual de las mujeres, hacia su propia libertad sexual.
Estuvo triste una vez más a causa de mi libertad y de sus creencias, pero
nuestra relación continúa, como debe, repleta de amor.
Para completar, mi hermano, al enterarse, me ordenó quitarme el apellido,
porque no quería que supieran de nuestro vínculo, netamente sanguíneo, y ahí
encontré la excusa para ponerme un seudónimo: Amaranta Hank. Amaranta, el
nombre de uno de los personajes de Cien años de soledad; Hank, un apodo de
Bukowski.
Al contarles a ellos, solté el grillete que no me permitía salir del circo
que es la sociedad, donde el público ha aprobado y desaprobado mis “talentos”.
Y empecé a trabajar en la idea del video. Quería algo que me permitiera
atacar a la Iglesia, que era, en últimas, la que me había impedido ser libre.
Considerando que al menos el 52% de los consumidores de porno en el mundo son
cristianos, quería garantizar que fantasearan conmigo.
Pensé en una monja que descubre su cuerpo en sus ratos libres, en la
habitación del convento, justo después de rezar el rosario. Una historia
cliché, sí, pero eso quería.
Me reuní con Leo Carreño (@Xikaria),
un fotógrafo amigo que admiro. Su estética es perfecta para un corto porno.
Nuestras ideas se ensamblaron muy bien y de una vez hablamos de composición, de
locación, de luces, de libreto, de lencería y de consoladores. Rodaríamos en
menos de un mes. Me sentía muy animada. En este equipo fui la voz sensata, pues
Xikaria me habría llevado a masturbarme con un crucifijo sumergida en una tina
con agua bendita alrededor de velas robadas de una iglesia.
Lo único de eso que hicimos fue un video de masturbación: la joven monja
encuentra en la literatura la excusa perfecta para acudir a un baúl cerca de su
cama, donde esconde sus deseos, sus tacones, sus licores, sus penes de
plástico.
Y todos esos elementos fueron bien pensados. Los libros que me inspirarían
antes de masturbarme serían El último donjuán, de Andrés Mauricio Muñoz; El
diablo es dios, de Daniel Emilio Mendoza Leal, y La puta de Babilonia, de
Fernando Vallejo. El consolador, un regalo que había pretendido garantizar mi
fidelidad durante una relación a distancia. El rosario, mandado a bendecir en
Tierra Santa. El hábito, uno real con suficientes misas y sacramentos. La
locación, el apartamento donde vivo con un amigo que ruega que no nos echen
cuando se enteren de que grabamos ahí. La cama, mía, donde he buscado tantos
orgasmos.
Diez días antes, pensé en cuidar mi cuerpo. Quizá me ayudaron a adelgazar
la ansiedad y un masaje reductor. Tenía celulitis en el abdomen, pero lo
recordé solo tres días antes de grabar, y ya era tarde.
La visita al sexshop fue algo frustrante. Allá compraría la lencería que la
monja llevaría debajo del hábito. Quería algo que le permitiera verse atrevida,
pero con lo que no pudiera ser juzgada como una puta, porque quizá a ella le
importaba un poco eso, porque era una de sus primeras masturbaciones
explícitas. Ese personaje y yo estábamos haciendo juntas una de nuestras
primeras veces.
Me probé muchas cosas. Nada muy bonito. Muchas lentejuelas y colores
fucsia. Elegí unas medias veladas de malla y un liguero. Ambos negros. Lo
frustrante es que casi nunca encuentro mi talla de brasier. Por eso, tendría
que asumir que mis areolas —grandes, de 5,1 centímetros de diámetro, que
abarcan buena parte de mis tetas— se verían en plano detalle, y en ese momento
no estaba muy segura de que fueran bellas.
A la hora de grabar, sin embargo, se vieron jugosas. Y mi nariz, elegante,
aunque en el colegio me decían que parecía la de Michael Jackson. Mis ojos
lucieron expresivos, no grandes ni feos, como me repetían en secundaria. Mi
lengua, sexy, mientras humedecía el consolador antes de pasarlo por mis
pezones; en la universidad se burlaban de mi gran lengua, pero luego comprendí
que es uno de los elementos que permiten que mis mamadas sean de primera
categoría. Descubrí que mi belleza existe y que está en muchas partes de mi
cuerpo que antes había repudiado.
Pero no nos adelantemos. La cita para la grabación era a las 10:00 a.m.
Eran las 11:05 y aún no me llegaba dinero —que recibiría por la edición de un
texto— para pagar las luces que usaríamos.
Igual, todo estaba preparado: habíamos convertido la sala del apartamento
en la habitación de una monja, con un crucifijo sobre la cama. Xikaria esperaba
al lado de su asistente, una flaca de labios jugosos que también se llama
Alejandra. Yo seguía ahí, preocupada, sin bañarme, sin dinero para la máquina
de afeitar con la que me quitaría los pelos de las piernas. Ansiosa. Y solo con
dos horas de sueño encima, porque había preferido pasar la noche fuera de casa,
sin pastillas para dormir, al lado de alguien que ronca.
Al rato me entró el pago: ya el dinero no era un impedimento. Debía ir a
recoger el hábito, pasar a la tienda por una máquina de afeitar y bañarme. Así
lo hice.
Salí con las mallas y el liguero para una prueba de luces. A Xikaria le
gustó como me veía. Yo sentía temor, pero si lograba intimidar a alguien,
seguro recobraría mi seguridad. Así fue. Un chico de SoHo que llegó para cubrir
en video mi primera escena porno se puso rojo y me evadió. Eso me hizo pensar
que me veía linda.
Alejandra sugirió que todos se quitaran los zapatos para evitar los
crujidos del viejo piso de madera. Xikaria pidió que apagaran los celulares y
guardaran silencio. Yo dije que debía tomar el rosario con guantes puestos,
pues el roce de mi piel con anillos, manillas, collares o rosarios me produce escozor.
Xikaria se acercó. Me pidió que repasáramos los movimientos y me sugirió
que nos arriesgáramos a grabar en una sola toma. Yo le respondí que sí, pero
que si teníamos que cortar en algún movimiento, no fuera mientras me
masturbaba, pues quería un orgasmo real.
Iniciamos…
Recé un Avemaría frente a la ventana de la habitación, con temor. Cogí el
rosario de la forma indicada. Por fin parecían útiles los años en que fui
catequista de mi parroquia. Solo me quité los guantes cuando dejé el rosario en
el marco de la ventana. Tomé mi taza favorita, simulando un sorbo de café, pero
adentro había ron. Miré por la ventana, fingiendo (actuando) aburrimiento.
¿Qué puede hacer una monja en una tarde libre después de haber rezado el
rosario dos veces?
Crucé la habitación y fui al baúl. Quité lo que había encima: una jarra con
agua, un vaso, un cuento de Poe. Saqué los tres libros que ya mencioné. Me
acosté en la cama y comencé a ojearlos. Mi respiración se agitó. Me concentré
en realizar el acto sin mirar a nadie, sin mirar a la cámara. Leí un par de
líneas. Comencé a tocarme la pelvis y las tetas por encima del hábito. Olvidé
que estaba acompañada. Mi respiración se agitó un poco más. Me concentré.
Xikaria cubría los principales planos, Alejandra se concentraba en los
detalles y el chico que se puso rojo, al que acababa de conocer, hacía tomas
detrás de ella.
Fui al baúl nuevamente, saqué una cartera que puse al lado de la almohada y
tomé unos tacones altos. Me los puse, estiré las piernas. Ya estaba un poco más
húmeda. Tomé una copa de vino y me paré sobre la alfombra. Intenté bailar. Me
contorneé. Empezó a hacer calor. Pensé que el maquillaje se correría si sudaba.
Pensé qué posición no me haría ver gorda. Luego le di una cachetada a mi
cerebro y vi mis pezones ponerse duros al roce con el hábito. Me toqué un par
de segundos y lo dejé caer. De lejos, percibí que los demás también sudaban.
Xikaria se levantaba en puntas de pies para tomarme desde arriba. Alejandra
olvidó que grababa y dejó ir la imagen al baúl por fijarse en lo que yo hacía.
Fui a la cama.
Tomé la cartera que había puesto cerca a la almohada. Saqué el consolador.
Lo sumergí en una copa y lo chupé para beber vino de él. Sentí aún más calor.
Humedecí mis pezones y bebí de ellos. Es un talento poder chuparte tus propias
tetas. Lubriqué los 18 centímetros de látex. Alterné mis dedos con el
consolador. Hacía mucho calor. Pensé en decirle a Xikaria que quitara las
cortinas que impedían la entrada de luz natural.
Necesitaba aire, pero lo olvidé cuando sentí la tensión de mi brazo derecho
cansado. Una vez más, le di una cachetada a mis distracciones y regresé a mis
dedos. Recordé que hace poco había descubierto que moverlos en diagonal sobre
el clítoris me estimula más que moverlos en círculos. Le di ritmo a mi mano
derecha. Vi mis pezones duros y el hermoso color de mi piel. Me sentí sexy.
Recurrí al narcisismo. Inmediatamente, sentí las contracciones del orgasmo. Usé
el consolador. Y grité.
Cuando la respiración volvió a su ritmo normal, fui consciente de todo el
cansancio y del sueño. Abrí los ojos. Todos estaban un poco incómodos, un poco
rojos, un poco acalorados.
Listo. Lo había hecho. Misión cumplida. Una actriz porno en la familia es
quizá la oportunidad para que hablemos de educación sexual.
Vendrán nuevas escenas, por lo menos hasta que cumpla frente a la cámara la
mayoría de mis fantasías sexuales. No sé cuánta plata pueda ganar, pero quizá
más de lo que recibo como periodista y editora. Al fin y al cabo, mi razón de
ser es acumular las experiencias que me dé la gana. Tener muchas primeras
veces. Ser libre.
QUIEN ES ALEJANDRA OMAÑA
Mi primer nombre es corroncho, por eso solo firmo como Alejandra Omaña.
Nací en Cúcuta hace 23 años. Soy signo virgo. Vivo en Bogotá.
Una presentación es un buen comienzo para un blog en el que básicamente
escribiré pendejadas sin filtro. Si otros lo hacen, también tengo derecho.
Escribo desde hace un tiempo. He publicado en algunos medios nacionales y
otros fuera del país, pero me recuerdan por un artículo que se llamó “el
cucuteño promedio”. También recuerdan que me desnudé en SoHo. De resto, no he
hecho algo más mediático que eso.
Termino comunicación social y comienzo sociología, aunque no creo en la
academia. He trabajado en editoriales nacionales y coordinando un importante
evento cultural. De resto, no mucho. Preparo una novela. Hubiera hecho cosas
importantes en mi vida si no me deprimiera tanto, pero a veces se me van los
días en la cama pensando en una forma de morir que no ocasione dolor físico.
No rumbeo mucho porque ya salí lo suficiente. La locura la quemé de los 13
a los 19 años. Ahora, soy juiciosa. O aburrida. Mejor leo, veo películas o
cocino.
Me gusta escribir ficción o vainas sobre mí. Porque empecé a escribir
precisamente por eso, porque necesitaba botar todo lo que tenía adentro. Había
visto, oído y vivido muchas cosas que no eran apropiadas para alguien de mi
edad, entonces tenía que contarlas, decirlas para que dejaran de atormentarme.
Cuando terminé de escribir todo eso, comencé con la ficción por no perder
la costumbre de escribir. Pero ahí dejé de ser constante. Sin embargo, escribo
cuentos. Y la novela que les conté. Solo que con eso soy muy exigente. Lo
edito, edito y edito y finalmente lo borro porque creo que la literatura merece
respeto y no puedo ir por ahí publicando errores.
Hay un par de talentos que considero valiosos: puedo arreglar chapas de
puertas, pintar casas, poner ladrillos, arreglar lámparas, coser, preparar
asados y sancochos, hacer manualidades, editar textos, escribir textos,
presentar eventos, organizar eventos, verme guapa, abrirme de piernas, recoger
gatos de la calle, alimentar gatos, consentir gatos, sembrar plantas, discutir
sobre política, discutir sobre religión, hacer peinados a mi primita, entre
otras cosas menos importantes.
Me molestan la autoayuda, las canciones de Silvestre Dangond, la música a
alto volumen, las personas que hablan mucho, los que creen que se las saben
todas, los malos periodistas, los libretos de los noticieros, el dulce de piña
en el perro caliente, entre otras tantas vainas.
Mi sexualidad está en veremos.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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