martes, 19 de septiembre de 2017

1188.- LA SONRISA PULGOSA DEL 'MONO' FLOREZ



Juan Pabón Hernández




Recuerdo al Mono Flórez con una extraña sensación de sencillez y, sobre todo, por su manera de remitir las cosas a su ancestro en Silos, con estupendas anécdotas y remembranzas costumbristas.

Contaba de su padre o de la gente de por allá, como aquello del primer aguardiente que se tomaban en las fondas cuando llegaban a caballo, muy temprano, al que le decían “Las mañanitas”, o la vivencia de las querencias simples, desde donde debe apreciarse la vida.

“NO HAY COMO LA COMIDA DE EDELMIRA”

Educado en Francia y cultivado en espacios sociales elegantes, parecía ser siempre de Silos, o de Pamplona, a lo más: a mí me gustaba mejor así, con sus bromas y la sonrisa socarrona, pulgosa (según el monito, su hijo) y entrecortada, con la que terminaba cada mamadera de gallo.

Cuando jugaba golf, o billar, seguramente recordaba lo que ocurría por allá, o cuando disfrutaba las reuniones sociales con la élite (?) de Cúcuta, dejaba ver el cobre con cualquier salida sarcástica y una nueva risa. Al Mono no le gustaban las personas que pretendían ser lo que no eran.

Lo importante era proyectar una imagen sencilla; por eso, era el mismo con el capataz, el ricachón o el nuevo rico. Y comía en el Tenis como lo hacía en una tienda de Silos, o con unos frijoles preparados por Edelmira…es que “no hay como la comida de Edelmira” le confesó una vez a Álvaro Andrés en París, en un café de esos exquisitos, con el eco de la historia del mundo que se vive allí, un buen vino y un delicioso plato… “ya quiero mi pollito sancochado con arroz y fritas de maduro”. (Edelmira es parte de la familia; tod
a la vida ha estado en la casa de los Flórez).

UN POCO DE HISTORIA

Nació en Pamplona un 13 de junio; allí estudió, en el Provincial, pero en las vacaciones iba a Silos, recorría a caballo las tierras, nostálgicas ahora, donde su abuelo Pedro Flórez, cultivó las orgullosas raíces campesinas que le trasmitió.

La admiración por su padre, Jorge Flórez Castillo era notable; le encantaba contar su historia, de cómo se fue a París, de sus hermanas, quienes preparaban dulces para mantenerlo en Francia: Dice el Monito “Mi abuelo retribuyó ese esfuerzo de sus hermanas con generosidad y mi papá lo tuvo muy claro; por eso él fue también muy agradecido con las personas que lo ayudaron, como Manolo Lemus”.

En el Provincial de Pamplona uno de los profesores hablaba francés y lo empezó a interesar en el idioma. De hecho, aunque la idea era ir a España, donde su hermano Jorge estudiaba Optometría, terminó pronto en París.

Y regresó. “Llegó comunista” decía el abuelo Jorge, ante los comentarios del Mono. Vino en la década de 1960 dejando novia en París, una hija de empresarios de óptica suizos, a visitar la familia: su idea era devolverse a Suiza a casarse; pero ocurrieron dos cosas: una buena perspectiva del negocio de optometría y una novia cucuteña.

La suiza vino con el papá y el Mono les dijo: “yo después llego”. Pero todo cambió cuando otra bella cucuteña, Silvia Faillace, quien estudiaba en Bogotá, fue a ponerse lentes de contacto. A los 3 meses estaban casados.

La torre Eiffel inspira a Álvaro Andrés, Silvia, el Mono y Silvia Carolina.

Ya estaba construyendo él la casa de Los Caobos: tenía él 26 y ella 19. Comenzó la óptica en la Calle 9.ª entre 4.ª y 5.ª, sólo, con cortina de tela y sillas y mesas del comedor de la casa.

Fue creciendo con la bonanza de Venezuela y la ayuda del tío Manolo, hasta expandirse a Caracas y San Cristóbal como socio de una cadena de ópticas. Hoy es, además, una empresa emprendedora, ampliada a una Fundación de ayuda a los necesitados.

Los pacientes que llegan lo recuerdan con mucho cariño y las señoras mayores lloran cuando lo extrañan: murió de 68 años.

ADMIRACIÓN POR EL DR. JORGE FLÓREZ CASTILLO

Recuerdo el momento en que me entregó un artículo de su padre, el Dr. Jorge Flórez Castillo, “Carta a mis nietos”, porque se ajustaba a su verdadero perfil sentimental, ese que escondía y que sólo algunas veces se escapaba por la fluencia de un “brandicito” en el atardecer. Algo así como una transferencia de sueños ocurrida en tiempos coincidentes de luz: “Yo fui médico, habiendo ocurrido en mi vida dos circunstancias que lo determinaron…

En primer lugar, el no haber nacido en la opulencia, sino en un sencillo hogar de pueblo, en Silos, de cuyo origen siempre me sentí orgulloso, porque fue allí, en Silos, donde pasé los mejores años de mi infancia…Vienen a mi mente con nostalgia los agradables años pasados en mi pueblo natal, disfrutando de la plaza del pueblo y de los campos, en duro contraste con los tiempos que ahora se ven obligados a pasar los niños … Por mi origen silero hubiera podido ser como otras personas, un ciudadano de pueblo como el común de mis paisanos”.

LA DESPEDIDA

En Argentina, con Hugo Horacio Londero y Álvaro El Flecho Hernández.

Álvaro Andrés recuerda el 10 de Julio de 2014. “Yo me consideraba muy amigo de papá antes de su enfermedad, en todo sentido, pero con ella se volvió una relación profunda y maravillosa. Quizá fue lo único bueno: él se interiorizó”.

“Cuando confirmaron su cáncer, llorando me dijo “llámeme al padre Botello”; entonces entró en un proceso de acercamiento a Dios, de autoanálisis y profundidad de pensamiento.

Yo me quedé las dos últimas noches con él; la noche antes de morir, había llegado inconsciente a la clínica pero, ¡oh sorpresa!, al día siguiente cuando me desperté tenía los ojos abiertos y era él, el de siempre”: -qué más, dijo, estoy jodido-; llegó Raúl Colmenares, conversó con él, luego habló con mi mamá y fue gran alegría para todos.

Por la noche nos pusimos a ver una película en francés y como a las 9 o 10 me dijo “estoy cansado, quiero dormir”: no volvió a abrir los ojos, ya no era el mismo, otra vez estaba en sus finales.

Se despertó para despedirse de nosotros. Antes de morir, la noche anterior, llamó al Flecho: cuenta el monito que fue la última persona que mencionó en su lecho de muerte “…Flecho,
¡venga!…”

Siempre recordaba a sus amigos, tantos, a Beto Carvajal su compañero de muchos años, al Ñeco, quien partió antes, en fin…

EPÍLOGO

Un bonito recuerdo dejó el Mono en todos sus amigos, en sus pacientes y en la gente que compartió con él diversas circunstancias.

Para mí fue especialmente grato conversar con Álvaro Andrés, el Monito, acerca de su padre y advertir en él un gran amor filial.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

No hay comentarios:

Publicar un comentario