Gerardo Raynaud
Aunque no lo crean, desde su reconstrucción, Cúcuta fue una plaza con
grandes aficiones taurinas. Basta releer algunas crónicas pasadas en las que se
narran historias como la primera plaza de toros de la ciudad o el último
proyecto presentado para construir la última, que a fin de cuentas, nunca se
realizó o la cuadrilla de toreros bufones, famosos en esos años, llamados Los
Bombeiros Toreiros.
Pero en esta narración trataré de mostrar la afición en el momento cumbre
de la tauromaquia local, que tuvo su mejor momento a finales del decenio de los
cuarenta.
Por entonces se tenía una placita que había sido construida con las
características de la época y para la afición ídem. Se la había bautizado con
el muy apropiado nombre de Suspiros de España y tenía una programación bastante
frecuente, con asistencia de mataores, novilleros, muleteros y banderilleros,
algunos de gran renombre en la madre patria y otros tantos, criollos
americanos, que aspiraban a serlo.
Los empresarios eran Vargas y Campos, quienes precedieron a la
posteriormente famosa empresa promotora de propiedad de Campitos, que durante
muchos años fue el patrón de las corridas en las principales ciudades y pueblos
de Colombia.
La ganadería, por lo menos, la que suministraba los astados que se lidiaban
en nuestra plaza, pertenecía a los señores Apolinar y Fernández, cuyos
encierros feroces y bravíos levantaban el ánimo enfortecido de la afición.
Amenizaba los tendidos la Banda de Departamento, que dicho sea de
paso y lo comentaban los aficionados, había comenzado siendo una “banda
chirriona” pero a medida que la temporada avanzaba se había afinado, sin
embargo, en las malas tardes ya por culpa del ganado, bien por los diestros o
por cualquier otra circunstancia, la orquesta presentaba aún más aburrido el
ambiente.
Numerosos fueron los “mano a manos” dominicales protagonizados por los
representantes del arte de Cúchares en la colonial Cúcuta de mediados del siglo
XX y muy comentadas en todos los medios, por ser de las pocas distracciones que
se tenía entonces.
Terminando la primera mitad del siglo, las corridas fueron la mayor fuente
de entretenimiento y por esa razón, las corridas se programaban religiosamente
todos los domingos con llenos hasta las banderas, como suele decirse en el
argot taurino. Por esta razón, les comentaré detalles de algunas de ellas
ocurridas en la época de la referencia.
A mediados del 48 se programó una larga temporada, algo inusual pero que
por el interés que manifestaba la afición, se mantuvo en cartelera por espacio
de casi medio año y como se leía en las crónicas “con un lleno rebosante en el
cual abundaban bellas damas de nuestra sociedad.”
En esta ocasión tomaban parte los diestros Álvarez Pelayo y Rafael González
“Machaquito”. Fueron sus dos últimas corridas en la ciudad. Dicen que con este
encierro ambos españoles brindaron una de las mejores tardes y que difícilmente
los asistentes podrían presenciar otra corrida igual en mucho tiempo. Los
comentaristas aseguraron que los toros fueron bravos y con poder, sobresaliendo
el segundo de la tarde.
El granadino Álvarez Pelayo, que a fuerza de pundonor había conquistado al
público cucuteño y que el solo anuncio de su presencia en el ruedo era una
garantía, tanto para el público como para la empresa, ejecutó la faena más
valiente que hasta la fecha se había visto en esta plaza. Para los aficionados
era el torero que se acoplaba a las condiciones del animal, sean las
condiciones que fuere tuviera el toro y premio a ello era que seguía gozando
del estímulo del noble público que venía asistiendo, domingo tras domingo en
los últimos meses.
En su última fecha en la ciudad toreó espectacularmente con el capote y
cuando remató de media verónica, la multitud le aplaudió calurosamente,
terminando el tercio de banderillas, excelentemente ejecutados por Campitos y
Escobar, elementos de su cuadrilla.
En el último tercio llegó a unos terrenos inverosímiles con su muleta,
poniendo al público de pie que lo coreaba a rabiar. En la suerte final, mató de
un pinchazo en lo alto hasta la trensilla, que dobló al toro, por lo cual, le
fue concedida una oreja y vuelta al ruedo en medio de una atronadora ovación.
En su segundo, un ejemplar de genio descomunal y rápido le obligó a ejecutar
una faena de dominio, cosa que logró doblándose en seis o siete arrancadas en
las que parecía que el bruto iba a poder con él, pero con maestría y echando el
cuerpo hacia delante, logró tener a su merced al toro más enastado de cuantos
se hayan lidiado en esta plaza, sin embargo su esfuerzo no fue recompensado
pues la presidencia no le otorgó premio alguno.
El mano a mano del día fue con el debutante “Machaquito”. Salió al redondel
vestido de lila y plata y le correspondió un ejemplar con lámina y kilos, muy
bravo, lo que le permitió una muy lucida faena con el capote, pero fue su
consagración definitiva con la muleta que se pudo apreciar la clase y
sabor de este madrileño.
Fueron largos y armoniosos muletazos que el público ovacionó largamente y
aunque no tuvo suerte a la hora de matar, el público le galardonó obligándolo a
dar la vuelta al ruedo.
En el último de la tarde, Machaquito volvió a ser ovacionado con el capote
y con unos sobresalientes muletazos que los taurófilos de la época dieron por
nombrar “machaquinas”. Los banderilleros estuvieron todos muy acertados
colocándolas, pero fue sin lugar a dudas la actuación de “El Temerario” quién
más se destacó y por lo cual fue el más aplaudido.
Al finalizar la corrida, ambos fueron estruendosamente ovacionados, dieron
la vuelta al ruedo recogiendo las prendas que el público emocionado les
arrojaba. La temporada terminó con una última corrida protagonizada por estos
dos diestros al domingo siguiente antes de proseguir su camino hasta la capital,
donde los esperaba la afición de la Santamaría.
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