martes, 6 de noviembre de 2018

1398.- ¡GRACIAS, PADRE ATIENZA!



Juan Pabón Hernández
(25 aniversarios de su fallecimiento)

Padre Atienza
Pintura de Reinaldo Cáceres
Corella, Navarra (España) 27-02-1909, Cúcuta, Colombia, 14-05-1993

Cuando el padre Atienza se paraba frente a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, antes de la celebración de sus misas, con su sotana blanca, o negra, dependía, inspiraba un respeto indescriptible y fulguraban en él unos maravillosos destellos, combinados de espiritualidad y humanismo.

Entonces prendía un Astor rojo y se deleitaba, mientras esperaba la llegada de sus fieles, para conversar, contar historias o rememorar episodios de su legendaria vida, de sus estudios en el seminario de los carmelitas, o de los tiempos misioneros en el Urabá, en medio de una bellísima naturaleza.

Y comenzaba a enseñar la gracia de Dios, su fervorosa devoción a San José, los misterios que se escondían detrás de la teología, a desplegar ese mundo interior que lo hacía inmenso.

Cada palabra suya era una voz de esperanza a los que se acercaban, a los viejos, a los jóvenes, a los niños, a quienes enseñó a desearle la paz en el altar, a las “santas madres cristianas”.

Sabía realizar su misión: cuando oficiaba, su mensaje volaba raudo de ilusiones, entre la sencillez de las palabras y una extravagancia original y deliciosa: por ejemplo, cuando pasaba un avión y decía “con tal de que no nos traigan bombas…” o en los bautizos, en los que reclamaba a los desconcertados padres que habían llevado a un niño con nombre en inglés, con el regaño claro “podéis encontrar mil nombres castizos en el santoral…” o en los entierros, tocando fuerte la madera, como festejando con golpes sonoros al muerto de turno, para alegrar su encuentro con el señor, o en cada gesto que lo hacía plenamente idóneo.

Después iba a las calles del Colsag, o La Riviera, sus barrios, a llevar la comunión a los enfermos y una dulzura en las manos y en los actos, una diversión y un testimonio de fe y misericordia.

Por la tarde esperaba a sus amigos en el patio de la casa, a jugar póker, a fumar Astor: en la quietud de la noche agasajaba la amistad. Y, por la mañana, lo despertaban las gallinas del solar, para iniciar, así, una nueva empresa de amor cotidiana.

Cúcuta lo fue reconociendo, lo adoptó, como uno de sus hijos favoritos, hasta que se volvió un patrimonio de la ciudad y, casi, una memoria de santidad y honestidad sacerdotales.

Mi gratitud es inmensa, por haberme enseñado tanto. Y mi honor se desborda con la dedicatoria de su libro: “Para Don Juan Pabón, ingeniero que se ha construido una escalera hacia el amor y para el cielo. Con afecto de párroco y amigo”. (16 de noviembre de 1977).





Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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