lunes, 30 de julio de 2018

1346.- ´CURRO´ LARA, LOS RECUERDOS DE LA GLORIA



Luis Fernando Carrillo  (Imágenes)
(Escrito Junio, 1991)


I.-

En sus noches de pesadilla, Curro Lara. Apodado Antonio José Lara Yurgaki, vive aquel diciembre de 1958 en la plaza de Cañaveralejo de Cali, repleta hasta las banderas.

Venía de España, estrenando la alternativa que le había dado Fermín Murillo el 1 de noviembre en Barcelona, en un día de gloria, de buen torear y mucho vino. Quería triunfar definitivamente, entrar por la puerta grande, mostrarse como el mejor torero colombiano. Pero no era su día.

Después de una buena faena con el capote, en la que brillaron las chicuelinas, las verónicas, los faroles, falló con la muleta. Oyó los tres fatídicos avisos y el toro fue devuelto vivo a los corrales. Había pifiado una vez más con el estoque, punto débil, a pesar de pintar como figura indiscutible.

Los pitos de las 30 mil personas que colmaban el anfiteatro no se hicieron esperar y lastimaron tanto a Curro que, no obstante haberlo hecho mejor el domingo siguiente, 33 años después lo estremecen viendo ir hacia el corral a ese toro negro de peligroso estado que le había ganado la partida a él, que venía vestido de luces y esperanzas y encarnaba el torerío patrio por encima de
Joselito de Colombia y Pepe Cáceres.

II.-

Fue este uno de los pocos momentos amargos en la vida torera de Curro, compensados con días de gloria, de arena y de sol, como dice el pasodoble, desde aquel año de 1950, cuando la “fiebre” a cuarenta se presentó en las ferias y fiestas que se celebraban en Capacho, Venezuela, a sustituir un torero cómico, pero se lo impidieron El Guatecano y Metralla, dos novilleros que estuvieron a punto de truncar su carrera.

Pero no se dejó arredrar. Se hizo amigo de don Miguel Vásquez, el dueño de los toros, quien le echó el último de la corrida y, vestido de paisano, lo hizo tan bien que fue sacado en hombros, previa vuelta al ruedo acompañada de música.

Al domingo siguiente le permitieron que se pusiera de luces. Con el triunfo de esas tardes, con algunos pesos en el bolsillo, regresó a Cúcuta con el firme y definitivo propósito de hacerse torero. Eran las cinco de la tarde, como en el poema de García Lorca, de un mes y día de 1950.

Contaba con 18 años y un capital cifrado en sueños y esperanzas. Hermosos tiempos en que se requería valor, un poco de arte y deseos de triunfar, sin que importara el dinero, bastante o poco según el éxito, echado en la montera que en los palcos se hacía correr para recaudarlo.

III.-

El toreo le venía por la sangre. Su padre, Gustavo Lara, Chucho Lara, de aquí inicialmente tomará su nombre profesional, era un torero de pueblo, de mucho mérito. Por familia y viendo a diario estos menesteres le dio por esas muy a pesar de los consejos de su padre y de su madre, una hermosa ocañera de ascendencia sirio libanesa, Tulia Yugaki.


Entre 1947 y 48 ya funcionan en Cúcuta dos placitas de toros, La Morena, construida por el peruano Alejandro Campos, el famoso Campitos, de tan grato recuerdo, cuadras debajo de lo que hoy es el Palacio Nacional; La Andaluza, levantada por los hermanos César y Humberto
Castro Ordoñez, en las inmediaciones de la Casa de la Cultura, y Suspiros de España, también levantada por Campitos.

En esta última se adiestraba Lara, ya amigo de Antonio Lizarazo y Rodolfo Omaña, dos buenos matadores cucuteños; los asesora Marcos Escobar, El Norteñito.

Después de las corridas hacia las 5:00 a.m. del día siguiente, Lara y Lizarazo sacaban los toros y las vacas que no se habían lidiado y se entrenaban, hasta llegar los peseros, quienes les mentaban la madre por dejar las reses en la arena.

Así hicieron sus primeros pinos, oyeron ilusorios olés, música, las voces del presidente, el delirio de los aficionados y todo el repertorio que escucharían, tiempo después, en la realidad de la magia.

Viendo torear a Campitos, a Cayetano Ordoñez, Niño de la Palma, padre de Antonio Ordoñez, colocar banderillas a Marcos Escobar, comentar a Roque Mora, en aquellas placitas que arrasó el olvido, se forjó definitivamente el arte torero de Curro, de Rodolfo Omaña, residenciado en San Cristóbal y Antonio Lizarazo, próspero comerciante de Santa Marta. Después vendría lo de Capacho, momento definitivo de su vida.

Por estas calendas el sacerdote Ángel Ramón Clavijo había sido nombrado párroco del barrio Sevilla, que no tenía iglesia. Para construirla se realizaron bazares y corridas. Donde hoy es Gremios Unidos se hizo la plaza con empresa del español Gabriel Alonso. Se montó una mano a mano entre Omaña y Lara. Le brindó un toro al empresario Cayetano Pastor. Al devolverle la montera había una tarjeta que decía: vale por una novillada en Caracas.

Fue allí y en la corrida de la prensa cortó dos orejas, se ganó el cariño de los venezolanos, a quienes Curro debe muchísimo, muchas corridas y el cambio de Chucho Lara por Curro Lara porque, según Cayetano, con el capote era tan maestro como Curro Puya, figura del toreo sevillano.


En esas andanzas por Venezuela lo vio torear en Maracay Mariano Moya. Quedó fascinado de su arte. Se hizo su apoderado y lo llevó a España por los años 54.

Ya era un novillero con carta de presentación para llegar a la tierra de Manolete, el insuperable. Debutó en Badajoz con toros de casta por primera vez. Ahora recuerda Lara entre risas que ese día los toros le dieron más palo que una estera. Pero no se dejó amilanar. Quería triunfar y sabía que podía.

Fue por muchos pueblos y ganaderías hasta llegar, en 1955, a Vista Alegre, la segunda plaza de Madrid, después de Las Ventas. En ésta torearía en septiembre del mismo año, alternando con Fermín Murillo y Manuel Segura. Se le dio vuelta al ruedo y petición de oreja, y la posibilidad de repetir al domingo siguiente en la última corrida de la temporada.

Estuvo siete años en España, contadas las tres veces que fue. Por cosas del destino cometió el error de venirse. Equivocación de la que hoy se arrepiente, pues en ese entonces era el mejor colombiano que había por allá. Sus siete presentaciones en Las Ventas su mejor palmarés.

Pero quizá como buen cucuteño se dejó ganar de la nostalgia, del provincialismo y engarzó su corazón al de Mariela Mejía, que le ha dado dos hijos y muchas satisfacciones que une con una gran pasión, la de los toros de lidia que en su mente se dibujan saliendo airosos, soberbios, dispuestos a enfrentar la inteligencia del hombre en esa iglesia donde los fanáticos en una tarde de sol viven el rito que los une a la muerte.

El toreo puede ser la estética de la muerte, pero es también el arte de lo perfecto, del valor y la belleza.

IV.-

Curro Lara se ha radicado definitivamente en Cúcuta, ciudad grata. Aún recuerda con emoción el recibimiento al regreso de España. Roque Mora, Álvaro Barreto y Carlos Ramírez París, con la chica para grandes cosas y la Voz del Norte, encabezaron el desfile que los trajo desde el aeropuerto a las principales calles de la ciudad, donde bellas mujeres adornaban el paso y pasodobles inmortales recordaban que desfilaba un gran torero, quien venía a cumplir la promesa de ser agradecido con su gente.


Tiempos hermosos y amables que contrastan ahora con personas que se han tomado el ambiente taurino y le han negado la posibilidad de torear en su tierra. Pero Curro no se resigna. Piensa volver a hacerlo, cortarse la coleta a lo grande en una gran corrida como aquella de 1955 en Las Ventas.

Entonces podrá retirarse tranquilo, pensando en capturar definitivamente la felicidad al lado de Mariela, recordando a Nito Ortega, inolvidable torero colombiano, evocando las mujeres de Madrid que tantas malas tardes le dieron, recordando su inolvidable estreno en la feria de Manizales, trayendo a su imaginación aquellas corridas en que muchas veces viera a Antonio Ordoñez, Luis Miguel Dominguín, Julio Aparicio y César Girón, monstruos de la torería, pensando que la rivalidad con Antonio Lizarazo, que dio origen a Boinas Rojas y la Peña Taurina, le hizo daño a ambos, evocando todas aquellas cosas que a los 59 años, y 42 en los toros, es poco tiempo en la eternidad de una fiesta plasmada en todas las manifestaciones del arte.

Para entonces piensa Curro que esa pesadilla de aquella tarde de Cali se habrá ido de su mente y volverá a ser totalmente feliz, como aquel día cualquiera de la vida en que su padre le enseñó a coger el capote, a manejarlo, mientras hacía de toro.





Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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