Oscar
Peña Granados (Imágenes)
Han pasado 50 años desde cuando el 28 de noviembre de 1968 nos
graduamos 29 jóvenes, en una bonita ceremonia en el teatro Zulima, en una
conjunción de anhelos, con la emoción de los padres, los amigos, los
profesores, en quienes se sembraba una huella de esperanza por nuestro
porvenir. Somos parte del recuerdo de Calasanz: cada uno, desde su espacio y su
tiempo, según su talento. Los más brillantes se lucieron; los menos, también,
con esfuerzo compensamos las deficiencias y superamos obstáculos. De manera que
nos sentimos orgullosos y ofrecemos al colegio una ofrenda de gratitud.
Juan Pabón Hernández
Promoción de bachilleres
del colegio Calasanz
28 de noviembre de 1968
BACHILLERES:
Jorge Arango Villegas, Campo Elías Borrero Gómez, José A. Carrillo Castillo, Ramón
Castrillón Tarazona, José Joaquín Celis Gutiérrez, William Faillace Escalante, Álvaro
García Ramírez, Mauricio García Silva, Eusebio Gómez Arvilla, Félix F. Martínez
Blanco, Víctor M. González Angarita, Fernando González Miranda, Rodolfo
Granados Díaz, Luis I. Lizcano Bueno, Luis F. Mantilla Briceño, Oscar Peña
Granados, Juan Pabón Hernández, Jairo E. Nieto Hernández, Sergio E. Mutis
Villamizar, Augusto Montagut Cote, Jaime R. Pérez Sanclemente, Eduardo A.
Pizarro Hoyos, Carlos Rodríguez Duarte, Eduardo Sabogal Sayago, José V. Suarez
Briceño, Ramón G. Urquijo Castro, Germán E. Villamizar García, Hernando
Villamizar Gómez, Sergio Yáñez Canal.
PROFESORES: P.
Leonardo Ordaz, P. Eugenio Cano, P. Manuel Guerra, P. José Delgado, Dr. Luis E.
Conde Girón, Dr. Luis Peña, Profesor Romero, Profesor David Silva, Profesor
Guillermo Mendoza, Profesor Abraham Lizcano.
Dice un tango muy famoso “Que veinte años no es nada” y
yo lo usaría para decir “Que cincuenta años no es nada”, cuando veo a mis
compañeros en los preparativos para celebrar medio siglo de nuestro grado de
Bachilleres.
Sin importar los caminos que hemos en este tiempo, todos:
arquitectos, agrónomos, ingenieros, educadores, prósperos comerciantes,
doctores en física y en medicina, volvemos a ser los mismos muchachos a pesar
de la artritis, las cardiopatías, la hipertensión, la temida hipertrofia
prostática, la antiestética calvicie y la lucha porque las tinieblas del olvido
no borren nuestros recuerdos.
Rápidamente surge el mismo relajito de otras épocas y se
escuchan los llamados a Caneco, El Chivo, Chiricuto, Nicotina, Caballito,
Garrapato, Paciencia y demás apodos que usábamos para nombrarnos en esos años
que compartimos en el Colegio Calasanz de Cúcuta.
Sin más parafernalia que el recuerdo comienzo mi viaje
por el tiempo situándome en esa mañana de febrero del año 59, cuando entré por
primera vez a las aulas del colegio.
Funcionaba en un edificio que tenía ya algunos años, el
cual había mutado su función original de una fábrica de cerveza para
convertirse en las instalaciones de un colegio. Los arquitectos me dirían que
era un edificio de estilo republicano, de dos pisos, pintado de color blanco
marfil, situado en pleno centro de Cúcuta, calle 13 entre avenidas 5a. y 6a.
Enquistado en la esquina de la avenida Sexta funcionaba un bar que nos daba un
adelanto de lo que podría encontrarse calle 13 arriba y el cual se encargaba de
dictarnos la cátedra de música de cantina con su rocola a todo volumen en las
tardes.
Los primeros años transcurrieron bajo la tutela del padre
Tomas Saiz, recién ordenado y de buen temperamento. Para segundo de primaria,
el primer año que cursé en el Calasanz, estábamos agrupados cuarenta y pico de
muchachos bastante chiflados en un amplio salón del primer piso. El padre sabía
encausar nuestra energía haciéndonos participar en reñidas batallas para lograr
los primeros puestos haciéndonos preguntas sobre la materia que correspondía.
Desde el primer momento se destacaron Sergio Yáñez, Joaquín
Celis, Hernando Villamizar entre otros, pero los recuerdo a ellos en especial
ya que fueron compañeros en el resto del viaje hacia nuestro grado de
Bachilleres.
Con mucha frecuencia quedaba en un puesto vecino al de
Augusto Montagú, quien poseía una gran imaginación y en los momentos de
descanso me escenificaba sobre el pupitre, con sus ágiles dedos, sangrientas batallas,
obras de teatro y demás historias que salían de su mente. Esos mismos ágiles
dedos le sirvieron para ejercer con suficiencia la Medicina en una de sus ramas
quirúrgicas.
El padre usaba las preguntas capciosas en algunas
ocasiones, recuerdo en especial esta pregunta a la víctima de turno: ¿De qué
tamaño son los huevos que pone el gorila? Como nuestro compañero no había
preparado bien el tema, los gorilas en esas épocas solo se veían en las
películas de Tarzán, y su vecino, un primo suyo en quien confiaba por lazos de
sangre le decía que, del tamaño de un balón, optó por esta respuesta provocando
la carcajada general y la tomadura de pelo por un buen tiempo pidiéndole todos
nosotros huevos de gorila fritos para el desayuno.
Tuvimos que aprendernos la parte del acólito en latín
como se usaba en la época, y por riguroso turno ayudar en la misa matutina. No
faltaba quien se equivocase y soltara un Kyriel
Eleison cuando no
correspondía o lo peor, tocar las campanillas a rebato por fuera del momento
intencionalmente o por equivocación, provocando la carcajada general de la
feligresía y el castigo al infractor.
En esos años de la primaria fue muy marcada la influencia
de lo español, estudiábamos todas las materias en una Enciclopedia que se traía
de España; el libro de lectura, especialmente una edición de El Quijote
adaptada como texto de estudio, venía de ultramar. El colegio nos proyectaba
películas de Joselito y Marisol y recibíamos anualmente al Padre Salvador,
mártir en los campos de concentración republicanos de la Guerra Civil Española.
El padre Tomás, aficionado a los toros escenificaba
corridas cuando nos veía aburridos de estudiar, con torero, banderillero,
picador y un pobre toro que sufrió una vez un accidente cuando el banderillero
se tomó muy en serio su labor.
La parte seglar de la primaria estuvo a cargo
principalmente de don Roque, grande en tamaño y humanidad, quien intentó
convertir en cracks de fútbol a troncos tan grandes como el suscrito y creó el
equipo Los Invencibles que otros llamaron los Invisibles porque en el campo de
juego no se nos veía una buena jugada.
Aceptando su fracaso me invitó a participar en una obra
teatral que presentamos para el acto final de quinto año, con la cual se cerró
nuestro paso por el edificio de la trece y pasamos a las nuevas instalaciones
en el entonces conocido como barrio Blanco.
La adolescencia fue aún más loca quizá por la carga de
testosterona que caracteriza esa edad; sufrieron con nosotros algunos profesores
a quienes espero no ofender con mis recuerdos.
El profesor de Ciencias Naturales a quien llamábamos
Crispín, cayó en desgracia con algunos compañeros cuando afirmó que tener un
limonar en la casa era como tener una farmacia. A partir de ese momento hubo un
sistemático saboteo durante los años que nos dio cátedra y jamás quiso volver a
compartir un salón de clases con nosotros.
Pablito Martínez tomó por su cuenta las lecturas en las
clases de Química, leía mal alguna frase o se inventaba algún término que no
correspondía solo para hacernos reír, a costa incluso de ser expulsado. Pero
como nuestro profesor tenía muchas ocupaciones por ser un destacado
profesional, a la clase siguiente Pablito volvía a leer con iguales o peores
resultados.
Monsieur Guillot, profesor de francés, batió record de
expulsiones de clase con nosotros pues mientras un grupo se dedicaba a
prolongar indefinidamente la terminación ainsisoit-il con que se finalizaba las
oraciones o a pronunciar mal el Me voici, el otro grupo pedía a grito herido la
expulsión fulminante por groseros de los infractores. Casi media clase se
perdía en el bochinche de las expulsiones y las protestas de los afectados.
El punto máximo sucedió cuando el sacerdote encargado de
dictar Física tuvo necesidad de viajar a su país por una temporada larga.
Decidieron no remplazarlo y darnos ese tiempo para estudio, pero nosotros lo
invertimos en hacer una parodia del programa “Diluvio de Estrellas” que
presentaba la en esa época rica televisión de nuestra querida Venezuela y donde
fácilmente dos o tres estrellas de fama mundial se presentaban en una noche.
Teníamos a Fernando Martínez haciendo las veces de
Gilbertico Correa como presentador y pasaron por nuestro escenario grandes
estrellas. Recuerdo en especial La Tongolele, exótica bailarina de origen
mexicano, porque fue imitada con gran perfección.
Ante tanta locura y fracasada la estricta fiscalización
que sobre nuestra pureza realizó el padre Juan Antonio, creyeron los buenos sacerdotes
que nos caería bien un retiro espiritual por fuera de nuestro terruño. Solo sirvió
para trasladar este grupo de chiflados a Bucaramanga, donde tuvieron un mal final
pues fueron castigados con sendos linternazos, propinados por el director de la
casa de retiro, por invertir las noches jugando cartas en vez de reflexionar
sobre sus pecados.
Afortunadamente para el Colegio y tristemente para
nosotros llegó un 28 de noviembre de 1968, día en que pusimos punto final a la
comunidad que se había forjado en tantos años de estar juntos, pero no a
nuestro compañerismo, y por eso estamos hoy contestando al llamado del recuerdo
y a honrar la memoria de quienes ya no están en esta dimensión.
Oigo el llamado a lista: Arango, Borrero, Carrillo,
Castrillón, Celis… y espero escuchar el ¡presente! de todos ¡¡¡ Un gran abrazo, compañeros !!!
ENTONCES
LOS CALASANCIOS
ENTONÁBAMOS
“LAS CAMPANAS…”
Las
campanas repican vibrantes,
Calasanz,
volteando en tu honor,
y
los cirios te ofrecen semblantes
en
tu altar su poema de amor;
así
quieren tus hijos queridos
sobre
el son de las torres cantar
y
con besos de amantes latidos
ser
los cirios que alumbren tu altar.
Gloria
y honor, gloria y amor a Calasanz.
Insigne
pedagogo
mentor
de juventudes,
espejo
de virtudes,
del
alma estudiantil;
alumbra
nuestras mentes,
inflama
nuestros pechos,
de
amores y ansias hechos y vida juvenil.
Las
campanas repican vibrantes.
Calasanz,
volteando en tu honor,
y
los cirios te ofrecen semblantes
en
tu altar su poema de amor;
así
quieren tus hijos queridos
sobre
el son de las torres cantar
y
con besos de amantes latidos
ser
los cirios que alumbren tu altar.
Gloria
y honor, gloria y amor a Calasanz.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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