sábado, 8 de junio de 2019

1505.- DON ABRAHAM LIZCANO, “Pabón, conjugue bien!”



Juan Pabón Hernández  (Imágenes)
(Conversación con don Abraham en 2012)


En estos años de retiro, don Abraham Lizcano Cañas vive de sus recuerdos; desde cuando nació, el 9 de agosto de 1929, son tantas las circunstancias valiosas de su vida, que de ellas asume su propia visión de las diferentes épocas en las cuales desarrolló su vocación de maestro.

Algún día de 1930, la violencia política afectó la estructura de la familia y su señora madre, viuda hacía pocos meses, hubo de salir de Bochalema, con nueve hijos, entre quienes se hallaban un niño de tres meses, Abraham, y ocho hermanos; el destino, Pamplona, y la incertidumbre de forjar las condiciones para educar una familia numerosa, entre la carencia de condiciones y la necesidad de optar por soluciones efectivas.

Esta madre valerosa trabajó incansablemente, cada día, después de misa de cinco de la mañana, en su oficio de costurera, y en labores complementarias de fabricación de alpargatas, pan para los seminaristas y soldados, compra y venta de sal, en fin, en una intensa misión personal de procurar la subsistencia a sus hijos.

Don Abraham narra con nostalgia la secuencia de acontecimientos que le fueron ocurriendo, a partir de cuando inició su aprendizaje en la escuela, con el ejercicio de actividades como la de ser acólito, sus estudios de latín con los Redentoristas y su paso por Servitá, cerca de Málaga. Luego, la ocasión de ir a Cartagena (1948), como seminarista, con la ayuda del sacerdote Emilio Gómez Serrano, de Cucutilla, ciudad en la que hizo Filosofía y un año de Teología, a la vez que sirvió de instructor de catecismo en la zona marginal de Chambacú, apreciando de cerca la miseria, la promiscuidad y la enorme brecha social que hace de la sociedad un enigma injusto, y cruel, por el desequilibrio en las oportunidades.

Sin embargo, fue en esos tiempos en que se convenció de que el sacerdocio no era su inspiración, y que debía buscar otras opciones: vino a Cúcuta y, circunstancialmente, también, tuvo la oportunidad de empezar como profesor en el Colegio de los Salesianos, el 12 de abril de 1951, y adquirir la experiencia docente que lo habría de conducir por el resto de su existencia.

Fue una labor ardua, combinada con el aprendizaje del órgano para tocar en las misas, e incluso con la colaboración en las faenas de limpieza de los pasillos y salones.

Transcurrieron cuatro años, y don Abraham hubo de ir a Barranquilla a colaborar a su hermano sacerdote y trabajar en alguna que otra empresa. La llegada de un telegrama de los salesianos lo regresó a la ciudad; inició nuevamente su docencia en las asignaturas de Historia, Latín, Geografía y Español, hasta que cuatro años después, el Colegio Calasanz requirió de sus servicios, desempeñándose como profesor de bachillerato, entonces primero a sexto, por trece años, entre 1960 y 1973.

Allí tuve la fortuna de conocerlo y apreciar su estupendo don como formador de jóvenes, además de la reciedumbre de su estilo para enseñar y una fuerza de carácter que convocaba a la disciplina. Era rudo don Abraham, es cierto, pero, ahora, las generaciones de estudiantes que nos educamos bajo su influjo, agradecemos la dedicación y constancia con las cuales se propuso inculcarnos el amor por el español, a costa de tirones de orejas, haladas de patillas y algún reglazo que caía en las manos por cualquier conjugación mal empleada.

Con un orgullo absolutamente merecido me dice: “fui un excelente profesor”.

Claro que sí, y de ello somos testimonio los miles de alumnos que recibimos su instrucción. En el Calasanz fue prefecto de disciplina y modelo de cumplimiento: “sólo me enfermaba en vacaciones”, expresa con la certidumbre de haber cumplido su deber.

En 1973, siendo secretario de Educación Miguel Méndez Camacho y jefe de División Carlos Orduz, sus antiguos discípulos, obtuvo el nombramiento como profesor del colegio de Arboledas, ascendiendo inmediatamente a Rector, cargo que ocupó durante 21 años, hasta 1994, fecha de su retiro, con el beneplácito de una comunidad que valoró su profesionalismo y no dejó que las variantes de la política lo cambiaran; desde el párroco de turno, los dirigentes, y la propia ciudadanía, se generaban movimientos de respaldo ante alguna señal de traslado.


Una pena dejó aquella parte de su vida, la muerte en accidente de tránsito de su esposa, Blanca Aurora, madre de sus tres hijos. La recuerda con emoción y gratitud, con una profunda conciencia de haber recibido de esa mujer bondadosa el amor y la reciprocidad por tanto esfuerzo.

Ahora, lo hallé retirado, convaleciente de una cirugía, pero con el mismo carácter fuerte, en una casa de San Luis, recordando la tremenda experiencia de haber vivido íntegramente, de exigir siempre seriedad y respeto, férrea disciplina y actitud de compromiso. (Solo una lágrima furtiva me dejó observar la sensibilidad escondida en su alma y el anhelo de disfrutar de su jubilación con un poco más de salud. Incluso, pensó ir al seminario a ofrecer su servicio gratuito para impartir latín, pero su condición física no se lo permitió).

Don Abraham es un ejemplo para el sistema educativo. Quizá profesores como él, del estilo de antes, como se dice, sean indispensables en la actualidad para superar la inconsistencia de los modelos de enseñanza.

El ejercicio de escribir esta nota me causa zozobra. Tal vez la apruebe, y no me vea yo levantado de mi asiento por las patillas, con la voz grave diciendo: “Pabón, conjugue bien!”



Recopilado por; Gastón Bermúdez V.

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