Juan
Pabón Hernández (Imágenes)
(Conversación
con don Abraham en 2012)
En estos años de retiro, don Abraham Lizcano
Cañas vive de sus recuerdos; desde cuando nació, el 9 de agosto de 1929, son
tantas las circunstancias valiosas de su vida, que de ellas asume su propia
visión de las diferentes épocas en las cuales desarrolló su vocación de
maestro.
Algún día de 1930, la violencia política afectó la
estructura de la familia y su señora madre, viuda hacía pocos meses, hubo de
salir de Bochalema, con nueve hijos, entre quienes se hallaban un niño de tres
meses, Abraham, y ocho hermanos; el destino, Pamplona, y la incertidumbre de
forjar las condiciones para educar una familia numerosa, entre la carencia de
condiciones y la necesidad de optar por soluciones efectivas.
Esta madre valerosa trabajó incansablemente, cada día,
después de misa de cinco de la mañana, en su oficio de costurera, y en labores
complementarias de fabricación de alpargatas, pan para los seminaristas y
soldados, compra y venta de sal, en fin, en una intensa misión personal de
procurar la subsistencia a sus hijos.
Don Abraham narra con nostalgia la secuencia de
acontecimientos que le fueron ocurriendo, a partir de cuando inició su
aprendizaje en la escuela, con el ejercicio de actividades como la de ser
acólito, sus estudios de latín con los Redentoristas y su paso por Servitá,
cerca de Málaga. Luego, la ocasión de ir a Cartagena (1948), como seminarista,
con la ayuda del sacerdote Emilio Gómez Serrano, de Cucutilla, ciudad en la que
hizo Filosofía y un año de Teología, a la vez que sirvió de instructor de
catecismo en la zona marginal de Chambacú, apreciando de cerca la miseria, la
promiscuidad y la enorme brecha social que hace de la sociedad un enigma
injusto, y cruel, por el desequilibrio en las oportunidades.
Sin embargo, fue en esos tiempos en que se convenció de
que el sacerdocio no era su inspiración, y que debía buscar otras opciones:
vino a Cúcuta y, circunstancialmente, también, tuvo la oportunidad de empezar
como profesor en el Colegio de los Salesianos, el 12 de abril de 1951, y
adquirir la experiencia docente que lo habría de conducir por el resto de su
existencia.
Fue una labor ardua, combinada con el aprendizaje del
órgano para tocar en las misas, e incluso con la colaboración en las faenas de
limpieza de los pasillos y salones.
Transcurrieron cuatro años, y don Abraham hubo de ir a
Barranquilla a colaborar a su hermano sacerdote y trabajar en alguna que otra
empresa. La llegada de un telegrama de los salesianos lo regresó a la ciudad;
inició nuevamente su docencia en las asignaturas de Historia, Latín, Geografía
y Español, hasta que cuatro años después, el Colegio Calasanz requirió de sus
servicios, desempeñándose como profesor de bachillerato, entonces primero a
sexto, por trece años, entre 1960 y 1973.
Allí tuve la fortuna de conocerlo y apreciar su estupendo
don como formador de jóvenes, además de la reciedumbre de su estilo para
enseñar y una fuerza de carácter que convocaba a la disciplina. Era rudo don
Abraham, es cierto, pero, ahora, las generaciones de estudiantes que nos
educamos bajo su influjo, agradecemos la dedicación y constancia con las cuales
se propuso inculcarnos el amor por el español, a costa de tirones de orejas, haladas
de patillas y algún reglazo que caía en las manos por cualquier conjugación mal
empleada.
Con un orgullo absolutamente merecido me dice: “fui un
excelente profesor”.
Claro que sí, y de ello somos testimonio los miles de
alumnos que recibimos su instrucción. En el Calasanz fue prefecto de disciplina
y modelo de cumplimiento: “sólo me enfermaba en vacaciones”, expresa con la
certidumbre de haber cumplido su deber.
En 1973, siendo secretario de Educación Miguel Méndez
Camacho y jefe de División Carlos Orduz, sus antiguos discípulos, obtuvo el
nombramiento como profesor del colegio de Arboledas, ascendiendo inmediatamente
a Rector, cargo que ocupó durante 21 años, hasta 1994, fecha de su retiro, con
el beneplácito de una comunidad que valoró su profesionalismo y no dejó que las
variantes de la política lo cambiaran; desde el párroco de turno, los
dirigentes, y la propia ciudadanía, se generaban movimientos de respaldo ante alguna
señal de traslado.
Una pena dejó aquella parte de su vida, la muerte en accidente
de tránsito de su esposa, Blanca Aurora, madre de sus tres hijos. La recuerda
con emoción y gratitud, con una profunda conciencia de haber recibido de esa
mujer bondadosa el amor y la reciprocidad por tanto esfuerzo.
Ahora, lo hallé retirado, convaleciente de una cirugía,
pero con el mismo carácter fuerte, en una casa de San Luis, recordando la
tremenda experiencia de haber vivido íntegramente, de exigir siempre seriedad y
respeto, férrea disciplina y actitud de compromiso. (Solo una lágrima furtiva
me dejó observar la sensibilidad escondida en su alma y el anhelo de disfrutar de
su jubilación con un poco más de salud. Incluso, pensó ir al seminario a
ofrecer su servicio gratuito para impartir latín, pero su condición física no
se lo permitió).
Don Abraham es un ejemplo para el sistema educativo.
Quizá profesores como él, del estilo de antes, como se dice, sean
indispensables en la actualidad para superar la inconsistencia de los modelos
de enseñanza.
El ejercicio de escribir esta nota me causa zozobra. Tal
vez la apruebe, y no me vea yo levantado de mi asiento por las patillas, con la
voz grave diciendo: “Pabón, conjugue bien!”
Recopilado
por; Gastón Bermúdez V.
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