Gerardo Raynaud
(La Opinión)
Salvo algunos casos excepcionales, como fueron los ocurridos durante el
Sitio de Cúcuta, en la Guerra de los Mil Días y el sucedido en abril de 1948,
cuando el asesinato de Gaitán, no ocurrieron en la ciudad hechos colectivos de
terrorismo frecuente como en otras ciudades del país.
Eran tiempos de luchas intestinas políticas, por la supremacía partidista. Los argumentos utilizados eran las armas y la
violencia se imponía a la razón. En la ciudad, el manejo político dado
por los líderes era relativamente tranquilo a comparación de lo que sucedía en
los campos, en las zonas rurales, donde el control de las autoridades era
escaso y deficiente.
Sin embargo, durante el mes de mayo de 1938, se originó la que puede
considerarse la más grave de las manifestaciones violentas en la ciudad. No fue
la que más víctimas mortales ocasionó pero sí la que más injusticias sociales
evidentes exhibió. No fue la violencia
física, tal vez, la generadora, sino el respaldo oficial de las autoridades y
el gobierno lo que motivó el desacuerdo y la disconformidad de la
población por las arbitrariedades en el desempeño de sus funciones públicas que
eran empleadas más para sus beneficios personales que para el interés
colectivo.
La manifestación fue programada para el 10 de mayo pero los desórdenes se
prolongaron hasta el día 13, fecha en la cual no cabía uno más en las cárceles
y lugares de detención. Fue allí en esos sitios donde más ignominias se
presentaron.
Decían las crónicas de la época que
éstas fueron maquinadas por el inspector de tráfico, como llamaban entonces al
secretario de movilidad de hoy, y bajo la inspiración del gobernador, funcionario público que había
declarado en su momento que era “socorrano de nacimiento y abogado de
profesión”.
Las retaliaciones por los excesos de la manifestación no se hicieron
esperar y en forma criminal y tenebrosa, las fuerzas del orden al mando de los
conocidos chulavitas, “asaltaron hogares y establecimientos de trabajo,
flagelando a presos inermes y rendidos, torturando por sed en celdas personales
y con candado, de una cárcel fueron puestas en práctica en los mismos momentos
en que se reunía en la gobernación una ‘junta de notables’ entre los cuales se
encontraban nuestros ilustres abogados que ya habían cabalgado sobre las
espaldas de este pueblo para llegar a las entidades de derecho público”, podía
leerse con estupor en uno de los editoriales de los periódicos.
Fueron varios los ejemplos y los casos reseñados que sirvieron para mostrar
el horror y la sevicia con que fueron tratados los pobladores de esta comarca,
por el solo hecho de manifestarse y expresar su desacuerdo con las políticas y
las actitudes de los gobernantes.
Algunas de estas narraciones que llenan de indignación al más estoico de los
humanos, pasaré a contarles.
María Uribe, una hija del pueblo, según el narrador, iba por la calle con
un niño de diez en sus brazos, y seguida de sus otros tres hijos de 2, 3 y 4
años de edad; una de la criaturitas encuentra un pedazo de vidrio de color ,
quizás el fragmento de un florero, y en un momento en que con su inocencia de
niños lo contempla con sus hermanitos pasa la horda de jenízaros y llevan a la
pobre mujer al permanente de donde la pasan a la Modelo, como cómplice de
asalto al hogar del ingeniero Emilio Gaitán Martín.
Sigue narrando el cronista, que María Uribe y sus inocentes hijitos son
sometidos con sadismo que todavía hace hervir la sangre, a las torturas del
hambre y cuando a altas horas de la noche aquellas inocentes víctimas de la
barbarie, lloraban y en tono lastimero pedían comida a su madre, esa mujer
también lloraba y con sus cuatro hijos en el regazo, sólo podía consolar al más
pequeño, llevando a su boquita inocente, un pecho exhausto.
Otra víctima digna de mencionar fue Arístides Rosas Alarcón. Su caso
demuestra la sórdida manipulación de la administración que por esa época se
presentaba, sin asomo de vergüenza, entre los funcionarios públicos.
A este señor le decomisaron su
cédula que había sido expedida por el Jurado de San Cayetano, sin que le explicaran los motivos
o razones señalados en las leyes y sin que fuera sancionado por la comisión de
una falta, delito o contravención.
El hecho es que cuando este ciudadano solicita la expedición de una nueva
identificación, le dicen que su cédula, la 582.336, fue cancelada por la
pérdida de sus derechos políticos, constancia que aparecía en el libro del
Censo Electoral. Lo curioso es que no hubo juicio y al momento de la solicitud,
el proceso ya había prescrito por la venalidad, el prevaricato y la
irresponsabilidad de los poderes públicos.
Y un último caso, el de Carlos Luis Chacón, a quien llevaron a la Modelo,
incomunicado y tratado como ‘criminal peligroso’, dizque por haber destruido la
bomba (surtidor de combustible) del alcalde.
El cuento es el siguiente, el inmueble que ocupaba la Farmacia Cuberos, fue
dividido en dos locales; el primero era la barbería del señor Chacón y el
segundo, la bomba de gasolina de Joaquín Ramírez, alcalde de la ciudad.
Después de varios días de vejámenes en la cárcel, se le lleva ante el
investigador para que rinda indagatoria de su ‘crimen’; Chacón niega hacer
hecho daño alguno y pide que se constaten los daños y se le compruebe la
acusación.
El hombre que cumplía la comisión de
perseguir, a regañadientes, manda los jenízaros a constatar los daños, y éstos por tratarse de un bien del
señor alcalde, no pueden aprovechar las sombras de la noche para dañar el
artefacto y perjudicar más a Chacón, y tienen que confesar que la bomba del
alcalde está intacta.
No tuvo más remedio el investigador que poner en libertad al acusado. Como
enseñanza de los actos como el mencionado, se le advirtió que debía quedar
contento porque la justicia ya no es ciega y que no se puede disponer de la
vida, la libertad y el honor de un ciudadano impunemente para amparar pillajes
como el sucedido.
Afortunadamente, situaciones como las sucedidas fueron diluyéndose con el tiempo
y aunque algunas se presentaban esporádicamente, la presencia de los defensores
impedían su repetición.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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