Gerardo Raynaud (La
Opinión)
Con el cambio de gobierno después de las elecciones del año anterior y la
asunción del partido Conservador al poder, algunos cambios fueron radicales en
desarrollo de las ciudades, especialmente las de provincia, un tanto dadas a la
improvisación y al folclorismo propio del tropicalismo que nos es
característico.
El cambio de ideología era el ingrediente que más afectaba, tanto el
desarrollo de las instituciones, como el de la población en general. El
nombramiento de las autoridades regionales a la usanza de la época, era del
resorte del gobierno central, por lo tanto, se priorizaba la ideología de
partido, escogiendo a quienes se identificaban con quienes lideraban la política.
Por razones como ésta, desde la posesión del nuevo presidente y durante un
año aproximadamente, Cúcuta tuvo seis alcaldes y como era de esperarse, cada
uno establecía sus propias reglas buscando la manera de administrar de la mejor
forma la ciudad.
Recién posesionado de su cargo el doctor Jorge Hernández Marcucci y su
Secretario de Gobierno, Carlos Luis Dávila, se dieron a la tarea de “cumplir
una verdadera función social en beneficio de la ciudad, saneándola y
purificándola de tanto maleante mayor y menor de edad, tanto muchacho
pendenciero y mal educado y tantas otras lacras sociales que son una
verdadera rémora en nuestro ambiente social y de todo orden”, según comentarios
publicados en los medios.
Es así como entre septiembre y octubre de 1946, fueron expedidos una serie
de decretos cuya intención era “tratar de corregir una serie de pequeñas
vulgaridades y groserías y actos de mal comportamiento público, para no
referirnos a la parte sobre corrupción, que ha convertido a Cúcuta en una ciudad
inculta, repugnante para quienes nos visitan.”
El primer decreto, que lleva el número 360 de septiembre de 1946, no
envuelve una providencia cualquiera, como dijeran entonces, sino que representa
un paso trascendental en la vida social de Cúcuta, íntimamente
relacionado con la represión y castigo de la pequeña delincuencia, o sea la que
se refiere a los menores de edad.
Era mal visto en esos años de mitad de siglo, ver en los establecimientos o
cafés del centro, llenos de chicos jugando billar o en corrillos discutiendo en
forma escandalosa sobre “las cosas que ofenden la decencia” o “tener que
soportar el torrente de groserías de dos chicos que riñen a lengua o de
un borracho que se abre campo por entre las gentes como lo hiciera una fiera”.
En términos generales, el decreto facultaba a la Policía Municipal detener
y trasladar al Permanente Central, a todas aquellas personas que fueran
sorprendidas en actos de mal comportamiento, diciendo groserías, vulgaridades o
en actos de mal comportamiento, como jugar a la pelota en las calles, sin
importarles los transeúntes, insultarse con lenguaje de arrabal , poner
sobrenombres o irritar a los viejos o los inválidos y aplicarles las sanciones
que estaban estipuladas que por lo general, eran pecuniarias y que para quienes
no quisieran o no pudieran pagarlas se convertían en arresto.
Otro de los decretos que llamó la atención de la población, fue el llamado
‘Decreto de los sacos’. Aunque siempre se ha dicho que para distinguir la
actuación de un alcalde, de esos que ordenan o mandan, según su criterio, “eso
es una alcaldada”, exigir el uso del saco obligatorio a los funcionarios
masculinos de la alcaldía, para unos les pareció de un modo y a otros, de otro,
aún cuando se decía que la medida no tenía, por el aspecto social y ético nada
que objetarle, sí tenía el ‘pero’ de que no se fundamentaba en ninguna
disposición legal que dispusiera u ordenara, en forma explícita, el uso de esta
por cierto, elegante prenda.
Y lo que más mortificaba las empresas de entonces, era el decreto expedido
mediante el cual se prohibía el uso de las carteleras de los teatros en las
diferentes esquinas de la cuidad. Los empresarios en general, se fueron lanza
en ristre contra la determinación del alcalde, debido a que en una administración
anterior, se había comprado cierta cantidad de lujosas carteleras, que nunca
habían sido utilizadas y se encontraban arrumadas en un rincón de la alcaldía.
También esgrimieron el argumento de que el terrible lío se hubiera
solucionado exigiéndole a las empresas de cine, instalar sus modernas
carteleras en donde ellas también puedan hacer propaganda. A pesar de las
reiteradas solicitudes en el sentido de derogar el mencionado decreto, el
ejecutivo municipal se mantuvo firme en hacerlo cumplir, situación que se
mantuvo hasta que el alcalde siguiente, Gustavo Soto Franco lo derogara.
En otro sentido, pero con el apoyo de todas las autoridades territoriales,
las Rentas Departamentales, en cabeza de su recién nombrado jefe, don
Ramón Cárdenas Silva, le declaró guerra a muerte a la ilícita y
fraudulenta industria del ‘guarapo’. Para las autoridades sanitarias, las
acciones para extirpar de cuajo esta gangrena social que había convertido la
ciudad, por espacio de 16 años, en una enorme plaza de mercado, en donde se
expendía guarapo con el apoyo de la ciudadanía, como si se tratara de una
“bebida decente de venta libre permitida por la ley”.
La consigna impuesta por las Rentas Departamentales era “NO MAS GUARAPO EN
CÚCUTA”, y en este sentido el Resguardo de Rentas iba a tener que impartir
justicia por igual a liberales y conservadores, pues era bien sabido que
quienes detentaban el poder se hacían los de la vista gorda para castigar a sus
correligionarios.
Para lograr su objetivo, don Ramón Cárdenas analizaba, que dada la profunda
raigambre que tenía ese vicio social, consideraba que las medidas a tomar para
cancelar las guaraperías, debían tener como finalidad, no perseguir ni
violentar a nadie sino terminar de una vez por todas con esa vergonzosa industria,
haciendo que los expendedores o fabricantes se sometan a la ley y respeten los
mandamientos de la autoridad.
Se estableció que para que las medidas de represión fueran efectivas y se
castigara a los industriales del guarapo, era necesaria la colaboración de la
Policía Municipal, pues cuando detenían a quienes se emborrachaban con guarapo,
no se les preguntaba dónde lo habían consumido, con lo cual se dejaba una
válvula de escape y contagio que no permitía que se persiguiera implacablemente
el ilícito. Con el advenimiento y el incentivo de los fabricantes de cerveza,
el consumo de guarapo languideció paulatinamente hasta desaparecer
aparentemente.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario