Oscar Peña Granados
El llanto, los
gritos, la tos y los mocos que son frecuentes compañeros de los niños,
especialmente en climas fríos como el de nuestra capital, dificultan la
consulta cara a cara ya que podría ser un sitio perfecto para que nuestro
enemigo invisible, el coronavirus, nos tienda una emboscada. Así que, ante las
dificultades para iniciar otros tipos de atención, por ahora tengo licencia
para la vagancia lastimosamente no remunerada.
La búsqueda de
bibliografía sobre personajes y situaciones históricas de la época de nuestra
Independencia me trajo a la memoria una fecha especial, el 20 de Julio y la
forma como en la época prehistórica de mi adolescencia se celebraba en nuestra
querida Cúcuta.
En esa fecha
se conmemora, como todos sabemos, el grito de Independencia, aunque con el
tiempo he encontrado que acá y en Venezuela por ejemplo el objetivo no era la
total liberación de la metrópoli; se buscaba principalmente la posibilidad de
que el criollo tuviera la total libertad para emprender el negocio que
quisiera, importar y exportar cualquier producto que fuera comercialmente viable,
aliviar la carga agobiante de impuestos con que los gravaban de ultramar y
elegir sus propios gobernantes, todo esto sin perder la condición de colonia.
El deseo por
una Independencia absoluta fue apareciendo con el transcurrir del tiempo y los
rencores nacidos del derramamiento de sangre que implicó pretender estos
cambios ante una monarquía que luego de eliminar al invasor francés, se volvió cada
vez más absolutista y represiva.
Así que esta
era la fecha que con inmenso fervor patriótico celebrábamos en nuestra querida,
muy querida pero caliente, casi que ardiente ciudad.
Se realizaba
en esa ocasión un desfile por las calles de la ciudad, que terminaba en el
estadio General Santander con danzas, interpretaciones musicales y revista de
gimnasia a cargo de los diferentes colegios y del Ejército. Todo esto implicaba
permanecer bajo el rayo del sol durante tres o cuatro horas, sin posibilidad de
un descanso a la sombra o el alivio refrescante de un sorbo de agua.
Para llegar a
este momento supremo, debíamos entrenar durante una semana o más, sufriendo la
misma temperatura, intentando lograr una marcha acompasada que respondiera
perfectamente a la voz de mando: izquier, dos, tres, cuatro, que repetía
incansablemente el profesor de gimnasia, que disfrutaba ver a su grey
completamente a sus órdenes durante horas y horas de “riguroso “entrenamiento.
Y llegaba el
momento. El uniforme para estos desfiles era una camiseta (la del colegio era
de color morado con un lazo amarillo) relativamente fresca pero el pantalón, Ay
Dios, era en paño color crema, de ese paño que picaba en las piernas y producía
elevadas temperaturas en el segmento inferior de nuestro cuerpo.
Además, como
la camiseta solo se usaba una vez al año, el pingo lazo amarillo nunca aparecía
o los zapatos tenis necesitaban una capa urgente de Griffin que se esparcía con
una esponja en forma de cuadrado.
Las calles de
Cúcuta se veían inundadas de afanados estudiantes con la misma indumentaria,
variaba el color de la camiseta; los del Sagrado por ejemplo la tenían de color
azul claro, pero los pantalones creo recordar, eran de igual color y con el
mismo paño que yo creo fue recomendado a los colegios por algún practicante de
la penitencia con cilicio (dícese de faja con cerdas o púas que se lleva ceñida
al cuerpo como penitencia o mortificación).
Al llegar a
nuestra sede, nos disponíamos en estricta formación y arrancaba el desfile
intentando llegar al punto de encuentro con las demás instituciones educativas,
para llegar a nuestro punto final: el estadio.
Nuestros
profesores eran sacerdotes españoles, quienes aunque no lo reconocían, no
disfrutaban mucho de la fecha. Además, nunca tuvimos banda de guerra, así que
como mansas ovejitas debíamos ir a pedir cacao al colegio mas cercano que
tuviera su grupo de aires marciales.
Generalmente
era el Sagrado Corazón de Jesús o Corsaje como lo llaman sus alumnos, quienes
contaban con tremenda banda de guerra con toda clase de instrumentos musicales,
decenas de tambores y trompetas, marimba y bastoneros y un elegantísimo
uniforme que derretía a las damitas y quienes eran aplaudidos por todas las
calles donde pasaban. Y ahí detrás nosotros, agachaditos, como los parientes
pobres arrimados en casa ajena, sufriendo ocasionales burlas y frases hirientes
por “españoles”, intentando mantener el compás que nos marcaba el eterno
encargado de la Educación física del departamento, el profesor Bonifacio
Jaimes.
Otros años nos
daba su apoyo el Instituto Salesiano, al parecer interesado en disputar la
primacía de la mejor banda con el Sagrado. Contaba además de los tambores, con
marimba y los elementos de viento necesarios para interpretar algunos temas
musicales populares.
Y luego esperar,
formados en el centro del estadio, la llegada de los demás colegios y de las
autoridades departamentales y eclesiásticas, para iniciar la revista de gimnasia
en la cual tampoco brillaba nuestro establecimiento educativo.
Se daba la
vuelta alrededor del estadio, al compás del redoble de tambores, prestados en nuestro
caso, y mientras los demás colegios masculinos hacían pirámides y otros
arriesgados ejercicios, nosotros escasamente doblábamos el bracito sobre el
pecho y levantábamos la pierna al estilo de las hordas nazis o en nuestro caso
de los ejércitos nacionalistas españoles, cuando desfilaban luego de haber
aplastado la República.
No faltaban
los silbidos y la tomadura de pelo, tan de gusto para el cucuteño. Huevo de pizca
le dijeron a un compañero pecoso, cuatro pilas a los que teníamos gafas, camina
como un pato a quien sufría las secuelas de una displasia de caderas.
Así que humillados,
insolados y sedientos, salíamos del estadio cuando el astro rey se había ya
cansado de su tortura a suplicar a las señoras que salían a esa hora a regar
sus prados, nos regalaran un poco de agua y tratar de llegar a casa cuanto
antes a quitarnos el instrumento de tortura.
Pero como
existe la ley universal de la compensación, en mi último año escolar los
sacerdotes cansados de pasar por lo mismo todos los años lograron cambiar el
desfile por una revista musical, en colaboración con uno de los colegios femeninos.
De esa forma, mientras los demás se insolaban nosotros pasamos una tarde
bastante relajada en compañía de bellas niñas, situación que me amistó
nuevamente con la fecha patria.
No tengo
conocimiento de como se celebra en la actualidad esa celebración, pero espero
sea diferente y estimule el estudio crítico de nuestra historia.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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