jueves, 12 de noviembre de 2020

1781.- LOS DESFILES DEL 20 DE JULIO EN CUCUTA


Oscar Peña Granados

Banda de guerra colegio lasallista Sagrado Corazón

El llanto, los gritos, la tos y los mocos que son frecuentes compañeros de los niños, especialmente en climas fríos como el de nuestra capital, dificultan la consulta cara a cara ya que podría ser un sitio perfecto para que nuestro enemigo invisible, el coronavirus, nos tienda una emboscada. Así que, ante las dificultades para iniciar otros tipos de atención, por ahora tengo licencia para la vagancia lastimosamente no remunerada.

La búsqueda de bibliografía sobre personajes y situaciones históricas de la época de nuestra Independencia me trajo a la memoria una fecha especial, el 20 de Julio y la forma como en la época prehistórica de mi adolescencia se celebraba en nuestra querida Cúcuta.

En esa fecha se conmemora, como todos sabemos, el grito de Independencia, aunque con el tiempo he encontrado que acá y en Venezuela por ejemplo el objetivo no era la total liberación de la metrópoli; se buscaba principalmente la posibilidad de que el criollo tuviera la total libertad para emprender el negocio que quisiera, importar y exportar  cualquier  producto que fuera comercialmente viable, aliviar la carga agobiante de impuestos con que los gravaban de ultramar y elegir sus propios gobernantes, todo esto sin perder la condición de colonia.

El deseo por una Independencia absoluta fue apareciendo con el transcurrir del tiempo y los rencores nacidos del derramamiento de sangre que implicó pretender estos cambios ante una monarquía que luego de eliminar al invasor francés, se volvió cada vez más absolutista y represiva.

Así que esta era la fecha que con inmenso fervor patriótico celebrábamos en nuestra querida, muy querida pero caliente, casi que ardiente ciudad.

Se realizaba en esa ocasión un desfile por las calles de la ciudad, que terminaba en el estadio General Santander con danzas, interpretaciones musicales y revista de gimnasia a cargo de los diferentes colegios y del Ejército. Todo esto implicaba permanecer bajo el rayo del sol durante tres o cuatro horas, sin posibilidad de un descanso a la sombra o el alivio refrescante de un sorbo de agua.

Para llegar a este momento supremo, debíamos entrenar durante una semana o más, sufriendo la misma temperatura, intentando lograr una marcha acompasada que respondiera perfectamente a la voz de mando: izquier, dos, tres, cuatro, que repetía incansablemente el profesor de gimnasia, que disfrutaba ver a su grey completamente a sus órdenes durante horas y horas de “riguroso “entrenamiento.

Y llegaba el momento. El uniforme para estos desfiles era una camiseta (la del colegio era de color morado con un lazo amarillo) relativamente fresca pero el pantalón, Ay Dios, era en paño color crema, de ese paño que picaba en las piernas y producía elevadas temperaturas en el segmento inferior de nuestro cuerpo.

Además, como la camiseta solo se usaba una vez al año, el pingo lazo amarillo nunca aparecía o los zapatos tenis necesitaban una capa urgente de Griffin que se esparcía con una esponja en forma de cuadrado.

Las calles de Cúcuta se veían inundadas de afanados estudiantes con la misma indumentaria, variaba el color de la camiseta; los del Sagrado por ejemplo la tenían de color azul claro, pero los pantalones creo recordar, eran de igual color y con el mismo paño que yo creo fue recomendado a los colegios por algún practicante de la penitencia con cilicio (dícese de faja con cerdas o púas que se lleva ceñida al cuerpo como penitencia o mortificación).

Al llegar a nuestra sede, nos disponíamos en estricta formación y arrancaba el desfile intentando llegar al punto de encuentro con las demás instituciones educativas, para llegar a nuestro punto final: el estadio.

Nuestros profesores eran sacerdotes españoles, quienes aunque no lo reconocían, no disfrutaban mucho de la fecha. Además, nunca tuvimos banda de guerra, así que como mansas ovejitas debíamos ir a pedir cacao al colegio mas cercano que tuviera su grupo de aires marciales.

Generalmente era el Sagrado Corazón de Jesús o Corsaje como lo llaman sus alumnos, quienes contaban con tremenda banda de guerra con toda clase de instrumentos musicales, decenas de tambores y trompetas, marimba y bastoneros y un elegantísimo uniforme que derretía a las damitas y quienes eran aplaudidos por todas las calles donde pasaban. Y ahí detrás nosotros, agachaditos, como los parientes pobres arrimados en casa ajena, sufriendo ocasionales burlas y frases hirientes por “españoles”, intentando mantener el compás que nos marcaba el eterno encargado de la Educación física del departamento, el profesor Bonifacio Jaimes.

Otros años nos daba su apoyo el Instituto Salesiano, al parecer interesado en disputar la primacía de la mejor banda con el Sagrado. Contaba además de los tambores, con marimba y los elementos de viento necesarios para interpretar algunos temas musicales populares.

Y luego esperar, formados en el centro del estadio, la llegada de los demás colegios y de las autoridades departamentales y eclesiásticas, para iniciar la revista de gimnasia en la cual tampoco brillaba nuestro establecimiento educativo.

Se daba la vuelta alrededor del estadio, al compás del redoble de tambores, prestados en nuestro caso, y mientras los demás colegios masculinos hacían pirámides y otros arriesgados ejercicios, nosotros escasamente doblábamos el bracito sobre el pecho y levantábamos la pierna al estilo de las hordas nazis o en nuestro caso de los ejércitos nacionalistas españoles, cuando desfilaban luego de haber aplastado la República.

No faltaban los silbidos y la tomadura de pelo, tan de gusto para el cucuteño. Huevo de pizca le dijeron a un compañero pecoso, cuatro pilas a los que teníamos gafas, camina como un pato a quien sufría las secuelas de una displasia de caderas.

Así que humillados, insolados y sedientos, salíamos del estadio cuando el astro rey se había ya cansado de su tortura a suplicar a las señoras que salían a esa hora a regar sus prados, nos regalaran un poco de agua y tratar de llegar a casa cuanto antes a quitarnos el instrumento de tortura.

Pero como existe la ley universal de la compensación, en mi último año escolar los sacerdotes cansados de pasar por lo mismo todos los años lograron cambiar el desfile por una revista musical, en colaboración con uno de los colegios femeninos. De esa forma, mientras los demás se insolaban nosotros pasamos una tarde bastante relajada en compañía de bellas niñas, situación que me amistó nuevamente con la fecha patria.

No tengo conocimiento de como se celebra en la actualidad esa celebración, pero espero sea diferente y estimule el estudio crítico de nuestra historia.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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