Albertina López
Ese fue el título otorgado por la prensa local a un episodio sucedido el 16 de marzo de 1946 en la capilla de Nuestra Señora del Carmen, anexa al hospital San Juan de Dios, en la época en la que el capellán era el conocido sacerdote costeño, padre Obeso quien después fuera protagonista de una odisea narrada ampliamente por el escritor cucuteño Beto Rodríguez.
Para la época en mención es necesario indicar que las narraciones, especialmente las judiciales que publicaban los periódicos de entonces, eran ricas en detalles, los cuales mostraban casi con exageración los pormenores de lo sucedido. Hoy se ha evolucionado en ese sentido y las crónicas tratan de ser menos impactantes, tratando de minimizar los efectos sensibles de la condición humana.
Sin embargo, y tal vez pecando de exagerado, voy a apegarme a los relatos publicados, pidiendo a mis lectores mis excusas anticipadas en caso de herir susceptibilidades, especialmente en la descripción de los hechos, los cuales trataré de describir tan fielmente como lo fueron en su momento.
Posiblemente la causa del alboroto generado por este crimen, que tiene todas las connotaciones que encierra un homicidio pasional, más por el hecho mismo y las circunstancias que lo produjeron, está el sitio en el cual se protagonizó que fue como ya se dijo, la capilla anexa al hospital.
Un testigo, que, aunque no alcanzó a ver el desarrollo de los hechos, estuvo presente en el momento en que terminaba el asunto, resultó ser un periodista del entonces diario Sagitario que venía de visitar un amigo enfermo y al ver la algarabía y el gentío que se agolpaba en una de las puertas laterales de la capilla, decidió investigar por su cuenta.
Como pudo se asomó entre la muchedumbre y al llegar contempló uno de los más horrendos espectáculos, una joven mujer, que según sus cálculos tendría algo más de veinte años aproximadamente, yacía tendida en medio de un charco de sangre, ya sin señales de vida, parcialmente cubierta con un saco de hombre, de paño y unos metros más allá, un hombre, herido en los brazos, de los cuales manaba sangre en cantidad.
Un grupo de Hermanitas de la caridad, de las que atienden las labores de la capilla y colaboran en las tareas del hospital, gritaban y gemían angustiadas y adoloridas y en la más cruel de la desesperación, recorrían el interior de la iglesia de un lado para el otro y cerca del altar una señora, de las asiduas asistentes, con los brazos en cruz gritaba, “aplaca Señor tu ira, tu justicia y tu rigor”, mientras que un viejo que se encontraba sentado a la moda masculina, contemplaba, con la cara entre las manos y con voz de bombardino exclamaba, “misericordia Señor”.
En esas, de la calle entró, demudado y trémulo, desencajado y lívido, el padre Obeso, capellán de la iglesia, acompañado de un policía al que había llamado para que atendiera el caso. ¿Qué vamos a hacer ahora con esta iglesia en entredicho? ¡Fuego del cielo nos consuma! Decía a viva voz y una que otra le respondía, Amén. No había nadie que le informara lo sucedido, pues todo era confusión y llanto.
Más tarde, ya pasadas las nefastas consecuencias de la horrenda situación, se pudo reconstruir lo acontecido. Los protagonistas de la insólita tragedia que tanta gravedad revistió, especialmente por el sitio donde ocurrió, fueron Albertina López Medina quien murió en los hechos y su candidato a pareja sentimental, Carlos Julio Barajas.
Albertina era hija de Pascual López y Nubia Medina, tenía 23 años. Había trabajado como empleada en la panadería del Capitán Patrocinio Jaimes en el barrio El Callejón y últimamente laboraba como barnizadora de tapón en la ebanistería donde trabajaba Barajas.
En los resultados de medicina legal, los legistas consignaron en su informe, que, según los exámenes, la mujer estaba “tan pura, limpia e íntegra como cuando vino al mundo.” Los investigadores encontraron una carta de quien fuera su asesino y por la cual, se concluye que estaba o más bien, que estuvo enamorada de él, pues su contenido “es melifluo, fervoroso y lleno de ternuras”, pero al parecer, en los últimos días lo rechazaba, tal vez arrepentida de sus primeros arrebatos, al saber que tenía hijos y otras mujeres.
Por su parte, Carlos Julio Barajas, natural de Pamplona, carpintero de profesión, padre de tres pequeños con una muchacha llamada Teresa Jáuregui, era, según las crónicas, un hombre de 1.73 m. de facciones toscas, sin ningún atractivo físico pero afortunado en amores, pues algunas hazañas al respecto eran de conocimiento público por parte de sus amistades.
El crimen pasional cometido por este último, al parecer sugestionado por la belleza y hermosura de Albertina y por la honestidad y la promesa de ventura y felicidad que ella ofrecía y por la cual ardía en deseos de casarse con ella.
No se sabe cómo la convenció para que se encontraran en la capilla del Carmen, el hecho fue que llegaron allí juntos; las Hermanitas los oyeron discutir y vieron cuando el hombre salió a la calle por la calle trece a quemar unos papeles, entre ellos su cédula.
Luego regresó al templo, en las bancas del centro donde se hallaba Albertina, de pie y le echó el brazo izquierdo sobre sus hombros, mientras que en la mano derecha empuñaba un formón (herramienta usada para tallar madera) con el cual la ultimó. La muchacha opuso resistencia y luchó hasta el final.
Los pocos asistentes sintieron los ruidos de la lucha y vieron cuando esquivaba los golpes de la herramienta, sin embargo, ya en el suelo, desvalida y sin defensa, su asesino le propinó diez heridas, todas letales y que le producirían la muerte.
El criminal fue aprehendido y llevado a juicio tres años más tarde. El Juzgado Primero Superior lo halló culpable y sentenciado a purgar su condena en la cárcel Modelo de la ciudad de Cúcuta.
Nota adicional.-
“El cortante instrumento de trabajo perforó la joven carne y los principales órganos quedaron despedazados, incluido el corazón. La mujer dejó el mundo de los vivos de manera casi instantánea, en medio de un enorme charco de sangre que manchó casi todo el piso de la Capilla”, contó La Opinión en una de sus ediciones.
En aquel entonces, algunas de las mujeres que allí se encontraban, alcanzaron a ver el crimen y salieron corriendo para alertar sobre el sangriento hecho, que en tan solo unos minutos atrajo a una cantidad de curiosos.
El hombre fue capturado por la Policía y a los días rindió indagatoria. Más adelante, fue llevado a la cárcel Modelo y solo hasta enero de 1953 fue juzgado y recibió su condena.
Aquel día del crimen, algunas familias se reunieron en el barrio Sevilla para velar el cadáver y esperar a que fuera trasladado al cementerio para que se le practicara la necropsia.
Después del asesinato, la capilla cerró las puertas por un mes y el obispo de Pamplona, quien ese momento era Monseñor Rafael Afanador y Cadena, permitió la apertura luego de un acto religioso.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.