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El fin de la guerra y la formación de la república significaron un nuevo
aire para el comercio, en especial para la villa de San José, la mejor situada
geográficamente para servir de puerto seco. El fin del monopolio español
permitió la participación abierta de otras naciones como Inglaterra y Francia
en el intercambio comercial y esto trajo nuevas oportunidades. Se establecieron
más colonias extranjeras y nuevos productos se empezaron a transportar para abastecer
los mercados internacionales.
En el libro El Terremoto de Cúcuta Luis Febres Cordero habla de una ciudad
llena de “Importantes casas comerciales europeas que efectuaban relaciones
comerciales con Inglaterra, Alemania, Italia y Francia. A esos países se
exportaban los famosos sombreros jipijapa que se confeccionaban en el estado
soberano de Santander; el cacao que se producía en las vecindades de Cúcuta; el
café que era el principal producto de exportación, la panela, el fique y otros
productos regionales”
Si bien los ya citados productos siguieron siendo importantes, se agregaron
a estos la panela, el tabaco, y la quina, entre otros. El aumento en la
actividad comercial llevó a un mayor desarrollo de la villa de San José, que
empezó a predominar sobre los demás asentamientos del valle. El pueblo de San
Luis terminó siendo absorbido por San José y la villa del Rosario se estancó en
su crecimiento.
Hacia 1850 se creó la Provincia de Santander y San José de Cúcuta se
designó como su capital. Fue un reconocimiento a su desarrollo. Luego, en 1859
fue la capital del Departamento de Cúcuta, perteneciente al Estado Soberano de
Santander. Estos cambios significaron su independencia de Pamplona, que hasta
ese entonces había sido la ciudad dominante de la región. En términos
demográficos, hacia mediados de la década de 1860, Cúcuta superó a Pamplona en
número de habitantes. Mientras la antigua capital de provincia se estancaba,
Cúcuta florecía.
En 1850 Manuel Ancízar habla de “Una ciudad próspera donde los de la villa
han tenido el juicio de conservar en las plazuelas y patios frondosos, cujíes y
mamones gigantescos cuyo benéfico ramaje resguarda las casas del ímpetu de los
vientos, mitiga los ardores del sol e impide la reverberación del suelo”. A
pesar de que Ancízar hace énfasis en la costumbre que tenían los cucuteños de
sembrar árboles dentro de sus casas son muchos los cronistas que se quejan de
que las calles de la ciudad no estaban arborizadas.
Según lo que podemos leer en las crónicas que nos quedaron la ciudad de
antes del terremoto vivía sin duda un período de esplendor. Don Julio Pérez
Ferrero en su libro sobre la ciudad destacaba la forma en que se ejercía la
actividad comercial. “El comercio se extendía hasta Bogotá cuando la navegación
del Magdalena, que se hacía en Champañes, era difícil y dilatada. Don Domingo
Pérez, nuestro padre, llevó en varias ocasiones mercaderías de Cúcuta a Tunja y
a Bogotá. ¡Qué grado de honradez caracterizaba al comercio de Cúcuta! No se
firmaban documentos. ¡La palabra empeñada era inviolable! Parecía pueblo
Aragonés”.
A pesar del entusiasmo que pueda sentir por estos años Pérez Ferrero se
nota desde el origen mismo de la ciudad la génesis de nuestra propia desgracia:
el apego que sentía Cúcuta hacía la actividad comercial acercaría a sus
habitantes a la actividad parasitaria de vender lo que ya está hecho, a
depender de los caprichos de la economía venezolana y lo más grave a no pensar
en que la creación de empresas es lo único que puede posicionar a una región en
el panorama nacional.
Sin embargo se exportaban productos como el café primero que nadie en este
país. Ese esplendor económico se reflejaba en lo que nos cuenta Jorge Augusto
Gamboa en su artículo sobre el terremoto publicado en la ”Revista Credencial”.
Desde 1854 aparecieron los primeros periódicos como La Prensa, luego hubo
otros como La Dulcinea y El Comercio. El primero que funcionó diariamente lo
hizo desde 1871 y fue el “Diario del Comercio”, dirigido por don Francisco de
Paula Andrade. Desde 1874 se estableció el telégrafo.
Por aquel entonces la ciudad tenía unos 12 barrios, con 2 plazas, unas 3
iglesias, el consulado de comercio, 137 establecimientos comerciales, 72
industriales, un colegio, 2 teatros y otra serie de instituciones que dan una
idea de su desarrollo. La población ya llegaba a unas 8000 almas.”
El ya citado Manuel Ancízar da estas cifras sobre la ciudad poco antes de
que el sismo la devastara. “La población constaba de 11.846 habitantes habían 3
iglesias, 2 plazas, 18 almacenes, 23 tiendas de ropa, 24 bodegas, 70 pulperías,
4 planterías, 2 boticas, 4 sombrererías, 5 sastrerías, 2 herrerías, 7
zapaterías, 12 panaderías, 3 relojerías, 1 armería, 6 latonerías, 1 ebanistería,
3 talabarterías, 2 alfarerías, 7 fábricas de ladrillo, 2 tenerías, 1 fábrica de
vinagre, 1 encuadernación de libros, 2 café con billares, 3 fondos y 1 ingenio”.
En la primera de las fotos que se puede ver de la ciudad, foto que data de
1854 podemos ver un conjunto de casas desperdigadas en un valle seco,
maltratado por el sol. Desde esa panorámica una podría colegir que el calor
sería asfixiante, que había que salir a la calle para que el vapor no te
asfixiara dentro de las altas paredes que conformaban las casas. Según Julio
Pérez Ferrero en sus conversaciones familiares. “Era costumbre generalizada en
la ciudad sentarse en las aceras en las horas de la tarde, en las que un viento
suave y refrescante hace olvidar los fuertes calores del mediodía. Costumbre
grata y que revelaba sencillez en la vida social. Se veía la ciudad animada con
la presencia general de las familias en las aceras de sus habitaciones”.
Las calles que más agitada vida social tenían eran la calle del comercio,
donde solían sentarse en la puerta del almacén de Gallegos Hermanos,
organizando encarnizadas tertulias que duraban casi siempre hasta el anochecer
y por supuesto la calle de la cárcel que era administrativamente la más
importante porque allí funcionaba la penitenciaría y además la casa municipal.
El reputado geógrafo y cartógrafo francés Alfred Hettner da esta visión de
lo que era la ciudad antes del cataclismo. “las calles de Cúcuta eran estrechas
y las casas, de varios pisos, de una estructura y techos pesados; más en razón
a la lección recibida, la reconstrucción se realizó con calles amplias,
bordeadas de casas de un solo piso.
Las vías bien aseadas forman un contraste saludable comparándolas con las
de la mayoría de las ciudades colombianas, lo mismo que las casas simpáticas y
limpias, con palmeras cocoteras y otros árboles dispersos entre ellas, ofrecen
un aspecto urbano bastante agradable, el que desgraciadamente desaparece al
salir de la ciudad para entrar a la zona de los ranchos miserables.
Los almacenes nada tienen que envidiar a los de Bogotá, ni en presentación
ni en surtido, hasta el punto de encontrar aquí varios artículos que en la
capital había buscado en vano.
También la instalación de las casas de habitación y el modo de vivir de los
habitantes ostentan cierto estado de comodidad que antes no había encontrado en
otras partes del país, sin perjuicio de pretender los cucuteños no haber vuelto
a alcanzar todavía el nivel de bienestar perdido por el terremoto.
Factores que menoscaban en sumo grado el placer de la vida son el calor
sofocante que reina y el polvo que se levanta por el fuerte viento que sopla
desde el sur a las horas del mediodía, por lo menos durante los meses de junio
a septiembre. Pero con todo, el clima seco es saludable”.
Como vemos era una ciudad cosmopolita, donde el papel de la iglesia a
diferencia de otras ciudades de Colombia cumple un papel secundario. Ese
desapego fue tildado en algún momento como una causa para que se despertara la
ira divina aunque como veremos más adelante Dios no tuvo nada que ver en que se
edificara la ciudad en una zona con una amplia actividad telúrica.
Casas tan hermosas y lujosas como la de Don Ignacio Aranguren que con sus
dos esplendorosos pisos y su amplia azotea adornaban la activa calle del
comercio. Todo eso se vendría abajo en menos de un minuto el mediodía del 18 de
mayo de 1875.
Es común que antes de que sucedan desgracias empiecen a aparecer signos que
prefiguren la tragedia. El terremoto de Cúcuta no fue la excepción. El general
Domingo Díaz que había sido testigo y sobreviviente del terremoto de Cumaná
notó una semana antes del cataclismo que, “Las aves no se posaban en los
árboles”, esto suscitó en el general un temor que lo obligó a levantar una tolda
al fondo del patio de su casa donde obligó a su familia a dormir allí. Gracias
a esta precaución no tuvo que lamentar ningún deceso dentro de sus seres más
queridos.
Según el relato de Luis Febres Cordero días atrás, ”una mujercita, a la que
se juzgó loca, predecía un cataclismo, y es sabido con toda evidencia que vino
a Pamplona a consultar el caso que le ocurría con el venerable presbítero
doctor Antonio María Colmenares, quien por dos veces nos ratificó la exactitud
de esa versión”.
Dositeo López era un ciego muy famoso en la ciudad por haber sobrevivido al
terremoto de la Lobatera ocurrido en 1849, días antes de la destrucción de la
ciudad le decía a su familia que en el ambiente “Olía a Lobatera” y les ordenó
que se refugiaran en el cocal. Allí se salvaron.
Varios testigos afirmaron ver como dos espadas de fuego se cruzaban en el
cielo y muchos afirmaron escuchar el día antes de la tragedia como una madre se
paseaba por las empedradas calles de Cúcuta suplicando porque le devolvieran a
sus hijos.
El caso es que ninguno de estos anuncios preparó a la ciudad para la
catástrofe ni siquiera el hecho de que el domingo 16 de mayo se hubiera sentido
un temblor de considerable magnitud tal y como lo constata el doctor Hermes
García en sus memorias. “Acababa de pasar, inconscientemente para nosotros, el
primer temblor, el del 16 de mayo en la tarde. Nada más recordamos; ni si se
tomaron precauciones en la noche que sobrevino y en la cual nada perturbó
nuestro sueño inocente”.
Este hecho lo corrobora el otro cronista del terremoto, el entonces niño
Julio Pérez Ferrero. “El domingo 16, ante víspera del inolvidable cataclismo, se
sintió a las 5 de la tarde un fuerte temblor que agrietó las paredes en algunas
de las casas centrales”. El lunes también la tierra volvió a moverse casi a la
misma hora del cataclismo que devastaría definitivamente a la ciudad: las once
y media de la mañana.
A esa hora se acostumbraba almorzar así que la mayoría de los cucuteños se
guarnecían en sus casas del sol calcinante del mediodía, el ruido ronco como de
búfalos en estampida no hizo sospechar que la desgracia los estaba acechando.
Acá está el relato del joven Pérez Ferrero sobre el momento en que la
naturaleza decidió borrar del mapa a Cúcuta.
“A las 11 y cuarto de la mañana del día 18, a la hora en que la generalidad
de los habitantes almorzaba, sintióse un ruido subterráneo, ronco y prolongado,
cual si proviniese del desprendimiento de grandes moles del interior de la
tierra, y a él sucedió el primer sacudimiento de trepidación y en seguida otro
y otros muchos más, de trepidación unos y de oscilación otros, que destruyeron
totalmente la ciudad en cortísimo número de minutos.
Corrimos instintivamente hacia la calle y nos situamos en el centro de las
cuatro esquinas cercanas a nuestra casa, y desde ese punto vimos caer los
edificios de una calle, en la que quedaba en pie la botica Alemana, como caen
las cartas de naipe superpuestas y en sucesión continua, espantosa, pues unos
edificios caían hacia fuera cubriendo las calles, y otros hacia el interior,
formando todo montones enormes de escombros; produciéndose ruido horrible con
el derrumbe de las paredes junto con el crujir de las maderas y los gritos de
clamor y de espanto de millares de víctimas.
Una nube espesísima de polvo envolvió a los sobrevivientes, entrándosenos
por la boca y narices hasta dificultar la respiración; y habríamos perecido
indefectiblemente por asfixia cuantos sobrevivíamos, si un viento impetuoso no
hubiera arrastrado aquella nube que pasó por sobre los caseríos que quedaban al
occidente de Cúcuta y que por el volumen pregonaba porvenir de un suceso
desconocido. Despejado el horizonte, pudimos darnos cuenta de la magnitud del
acontecimiento: !qué horror! ni un solo edificio, ni siquiera una pared en pie
se percibía en la extensión abarcada por la vista; a los oídos llegaban en
confuso clamor los aves de los heridos, los gritos de cuantos sobrevivían, !que
impetraban misericordia!
Un momento después, perdidas las nociones de distancia y tiempo, vimos
salir de entre ruinas a algunos de los que eran nuestros vecinos, sin poder
reconocernos recíprocamente, pues el polvo que nos cubría y la expresión de
terror nos desfiguraban; !nos creíamos mutuamente muertos que surgían de sus
tumbas! La idea de ver llegado al fin del mundo dominaba los espíritus, y a tal
idea contribuían el terrible cuadro que ofrecía la perspectiva y la manifestación
de la aterradora fuerza de la omnipotencia divina“.
El doctor Hermes García cuenta como fue ese minuto apocalíptico, íbamos por
un largo y amplio corredor, cuando oímos un ruido como de carretas en la calle,
como tropel de gentes que huyen de un toro bravío; caminábamos columpiándonos
por cierto movimiento particular que en lugar de asustarnos nos divertía… acababa
de pasar el primer temblor, el del 16 de Mayo en la tarde… en la mañana
siguiente, lunes, otro suceso como el de la tarde anterior nos hizo sacar del
dormitorio… El martes, después de almorzar, el mismo particular suceso de los
días anteriores, el mismo estremecimiento con su ruido de carretas en la calle,
con su tropel de gente.
Vimos, entre otras confusas cosas, que por los recodos de los corredores
cernía la tierra en gran abundancia, como si trabajadores estuviesen dando
barrazos en las paredes; una nube de espeso polvo que nos asfixiaba; y, cuando
comenzaba a disiparse, la corpulenta figura de un entrañable amigo de la casa
que se erguía sobre un hacinamiento de escombros, llamando a grandes gritos y
que desaparecía enseguida.
Luego se nos conducía por sobre montones de ruinas, sin darnos cuenta de
nada, oyendo gritos y alaridos, preces y llanto.
Habíamos salido del área de la villa destruida e íbamos por un camino
blanco y parejo. A medida que caminábamos veíamos que la tierra hacía ondas, se
abría en grietas y se volvía a cerrar… El aire libre, la vista del campo,
habían refrescado nuestro espíritu, y el aterrador espectáculo más bien nos
deleitaba. Íbamos como muchachos que lleva el maestro al baño, gozándonos en
saltar las grietas que se abrían y se cerraban. Ante una de ellas llamamos la
atención a nuestro padre y fue de una expresión tan triste y rara el gesto que
hizo, que nos produjo miedo y nos volvió taciturnos…
Luego recuerdo un campamento donde la gente se abría de brazos e imploraba
misericordia. La mañana siguiente nos sorprendió a todos apiñados, sintiendo
frío y hambre, alrededor de nuestra madre; uno de nosotros pidió pan, nuestro
padre nos miró con intensa pesadumbre y hundiendo la cara entre las manos
rompió a llorar…”.
Llama la atención que estos relatos no tengan la difusión en nuestros
centros educativos que se merecen ya que están tan bien escritos y son tan
descriptivos que podrían considerarse las primeras muestras de obras literarias
norte santandereanas. Gracias a la meticulosidad de los relatos podemos
hacernos una idea de la magnitud del sismo.
A estos relatos vale la pena mencionar la importancia que tienen la fotos
tomada s por Vicente Pacini, insigne fotógrafo italiano, antes y después de que
el terremoto devastara la ciudad. Las fotos sobrevivieron a la labor quijotesca
asumida por Efraín Vásquez de recopilarlas en el libro “Cúcuta a través de la
fotografía” editado por la Cámara de Comercio en el año 2000.
Cuenta Vásquez que parte de las fotos se las compró al barrendero de la
Academia de Historia que las había rescatado literalmente “Del canasto de la
basura”. La otra parte de las 26 fotos de Cúcuta antes del terremoto y de las
ruinas de la misma las consiguió en el laboratorio del desaparecido fotógrafo
José Atuesta quien guardó copias de las originales ya que “Mucha gente llevaba
las fotos y yo me quedaba con el negativo”.
Este descuido hacia la fuente primaria hace que la labor historiográfica se
convierta en una labor titánica ya que el historiador debe llenar los huecos
que irreparablemente se han formado.
La cifra de muertos de la catástrofe todavía es un dato impreciso. Algunos
han exagerado la cifra a cinco mil muertos lo que constituiría más del cuarenta
por ciento de los habitantes de la ciudad pero la cifra que más se acerca a la
realidad es la de 450.
Alfred Hettner llegó pocos días después del cataclismo y habló de más de
2000 muertos. He aquí sus impresiones. “Aquellas ruinas acabadas de pasar
constituyen los remanentes del fuerte terremoto que el 18 de mayo de 1875 a las
11 1/4 horas a. m. alcanzó a convertir en un par de segundos toda la próspera
ciudad en un mar de escombros, sin dejar en pie ni una sola casa. Muertos 2.000
de sus 15.000 habitantes, de los demás muchos resultaron heridos de mayor o
menor gravedad.
Así las cosas, un segundo temblor, al parecer más fuerte todavía, ocurrido
durante la noche siguiente, ya no encontró nada que destruir, aparte del nuevo
efecto horrorizante causado sobre la pobre gente ya tan afligida, que se había
acostado lo más alejada de todo muro con el propósito de descansar.
Como consecuencia inmediata del terremoto estallaron incendios en muchas
partes donde se había guardado pólvora, petróleo y otros artículos inflamables,
para devorar buena parte de las mercancías, entre otras en la Botica Alemana. A
la vez cuadrillas de rateros aparecieron por todas partes para abalanzarse
sobre los escombros, en tanto que las autoridades y las fuerzas militares
optaron por fugarse cobardemente, así que muchas cosas de valor se perdieron,
las que con oportunas medidas conducentes hubieran podido salvarse en bien de
sus propietarios”.
El cartógrafo francés además había hablado de que días antes del terremoto
se había sentido una gran sequía que solo fue apaciguada cuando sobre los
escombros “cayó un formidable aguacero. También de las sacudidas de menor
alcance se cuenta que suelen suceder al comienzo del invierno o inmediatamente
antes, fenómeno por lo demás a menudo comprobado en la América tropical.
Por cierto que el terremoto no se limitó a la mera ciudad de Cúcuta, toda
vez que la mayoría de las localidades ubicadas entre Cúcuta y San Cristóbal, lo
mismo que aquellas de la región entre Chinácota y Salazar quedaron destruidas,
en tanto que en Pamplona se derrumbó la catedral; por otra parte, la sacudida
se hizo sentir en regiones tan remotas, como Caracas, Maracaibo y Ocaña”.
La vecina San Cristóbal volvió a sentir los estragos de un movimiento
telúrico. El terremoto fue violento y si existiese una medición como la de
Richter podríamos hablar de 8.6 grados. Según la mayoría de testimonios de la
época y las fotos que sacó Vicente Pacini, la ciudad fue arrasada.
A la desgracia de la naturaleza se le suma la de la maldad humana. Como
aves de rapiña los bandidos de las poblaciones aledañas no dudaron en
aprestarse a saquear lo poco que podía servir. En su trabajo “Un terremoto sin
fronteras” Jaime Lafaille habla de estos hechos.
Ante la noticia del terremoto, grupos de saqueadores provenientes de sitios
diferentes, se dirigieron a Cúcuta y a otras poblaciones afectadas para
aprovechar el caos reinante, destruyendo lo poco que había quedado, incluyendo
la moral de los sobrevivientes. Tan grave fue esta situación que uno de los
primeros decretos del gobernador del Estado de Santander, Doctor Aquileo Parra,
dice lo siguiente:
“El Presidente del Estado Soberano de Santander, teniendo en cuenta las
noticias que se han recibido del estado de desmoralización en que se halla el
Valle de Cúcuta, DECRETA: ARTÍCULO PRIMERO. Levántese por el Jefe departamental
de Soto inmediatamente una fuerza de cincuenta hombres, por enganchamiento o
inscripción voluntaria, para que marche a los valles de Cúcuta a dar protección
a las personas y a los auxilios que se envíen para los desgraciados”.
Luego siguen otros artículos donde se designa al comandante y donde se
exhorta a los ciudadanos a colaborar con las armas que tuvieren para armar a la
recién creada fuerza del orden. La situación era tan grave que el director de
la cárcel, señor Fortunato Bernal, organizó localmente una fuerza con parte de
la fuerza pública del Estado y unos reclusos a los que armó, asumiendo un poder
discrecional bajo el nombre de “Jefe Civil y Militar”.
Entre los bandidos se destacó la figura de Piringo un delincuente venido
desde San Cristóbal quien organizó su banda de asaltantes aprovechando que los
soldados de la ciudad habían huido despavoridos después del sismo. No hubo como
renovar a los batallones ya que hasta el otro día se pudo establecer
comunicación con Bogotá. Los postes telegráficos quedaron destruidos y el calegrafista tuvo que irse en mula hasta Chinácota para poder avisar al presidente
del desastre.
Sobre el horror del pillaje que vino horas después del terremoto se refiere
Febres Cordero “Y para aumentar lo sombrío de aquel espectáculo pavoroso,
apenas destruida la ciudad, algunos seres desalmados se entregaron al pillaje y
descerrajando las cajas de hierro en que guardaban el dinero sus poseedores,
producían un ruido infernal e incitaban al robo a cuanto veían los caudales de
que se adueñaban.
Aquel bochornoso pillaje duró por algunos días, hasta que una nueva fuerza,
comandada por los generales Fortunato Bernal y Leonardo Canal, se presentó en
el puente San Rafael, donde acampó, después de convencidos aquellos jefes de la
necesidad suprema de acabar con el bandidaje para poder restablecer la
normalidad y asegurar con ésta la existencia de millares de personas,
aprehendieron a siete ladrones, y sometido el más responsable de los presos,
bien conocido en la localidad y llamado Piringo, a consejo de guerra verbal,
fue condenado a muerte y pasado por las armas en el mismo día, a las cuatro y
media de la tarde. Con esa dolorosa medida cesó el bandidaje y se aumentó en
una más la cifra aterradora de las víctimas del terremoto…”
La lluvia caía incesantemente sobre las ruinas de lo que fue la ciudad. Por
unas horas el horror se pintaba en la mente de los sobrevivientes. Heridos,
cuerpos en descomposición y huestes de niños hambrientos era el paisaje que se
cernía sobre el valle. La banda de Piringo escudriñaba entre los escombros que
descansaban en el suelo. Gente que desesperada se aferraba a la poca vida que
les quedaba gritaba pidiendo auxilio pero en vez de recibir ayuda lo que les
daban eran amenazas y palabras procaces. Como una mancha voraz los saqueadores
se esparcieron por la ciudad caída.
Según Don Francisco Azuero el mencionado Piringo era “Un maracaibero de
color trigueño y bigotes engomados muy recientemente radicado en Cúcuta en
donde ya había dado que hacer a las autoridades”. Gracias al relato de Azuero
podemos tener otra visión dantesca de la tragedia y posterior saqueo. Según el
citado cronista Piringo mató con sus propias manos al conocido latifundista Don
Joaquín Estrada. Poco duró el reinado criminal de Piringo. Una vez se tuvo
noticia en Bogotá de la tragedia se aprestaron a enviar tropas nuevas de los
pueblos vecinos. Acá está la visión de Julio Perez Ferrero quien en esa época
tenía apenas 23 años. “Para acabar de completar el apocalíptico cuadro muchos
se entregaron al vandalismo y el pillaje ya que la fuerza pública quedó
desmembrada hasta que los generales Fortunato Bernal y Leonardo Canal llegaron
con nuevos hombres a imponer orden. Como escarmiento decidieron colgar en la
plaza pública a quien consideraban el líder de los desmanes un ladrón conocido
como el Piringo”.
Pérez Ferrero termina su relato dando una espeluznante visión del paisaje
de la ciudad después de la catástrofe “Sobre el desolado campo que había
ocupado la antigua y bella ciudad de Cúcuta quedaron los despojos mortales de
más de tres mil víctimas, la horca de un ajusticiado y la muestra del reloj
público señalando la hora siniestra de las once y cuarto de la mañana”.
Uno de los testigos de lujo de la tragedia fue el joven Juan Vicente Gómez
quien en 1875 tenía 18 años y estaba en la ciudad haciendo negocios. Dando
muestras del carácter que luego marcaría su vida, logra salvar parte de la
mercancía sepultada entre los escombros del lugar donde funcionaba el negocio.
El joven Juan Vicente se ve obligado a abandonar Colombia, porque recibe
noticias provenientes de Venezuela donde le informan que San Antonio del
Táchira y su hacienda “La Mulera” están casi en ruinas por causa del terremoto.
La impresión de esta tragedia acompañaría al Benemérito durante el resto de
su vida y prueba de ello es que sesenta años después, según dice Manuel
Caballero en su libro “Gómez, el tirano liberal”, escribiría una carta personal
donde relata sus recuerdos de aquella tragedia y se refiere a este sismo como
“El Terremoto de Cúcuta”, ciudad donde vivió cerca de cuatro años.
Gracias a las oportunas diligencias del Doctor Aquileo Parra gobernador del
Estado de Santander y del presidente de la república Doctor Santiago Pérez la
ciudad logró canalizar las ayudas que enviaron países como Italia y Alemania
para reconstruirla hecho que fue un éxito hasta el punto de decir que cinco
años después Cúcuta ya contaba con ferrocarril.
De un plumazo la naturaleza devastó un poblado en plena expansión y auge
para crear un lustro después una ciudad moderna que pudo soportar una terrible
epidemia de fiebre amarilla, el hambre que despierta un sitio tan feroz como se
vivió en los albores del siglo XX durante la guerra de los mil días.
Lo soportó todo menos la terrible caída del Bolívar ocurrida en 1983 hecho
del que todavía nos ha costado levantarnos. A veces las caídas en la bolsa de
valores suelen ser más devastadoras que el más violento de los movimientos
telúricos.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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