Gerardo Raynaud (La Opinión)
La emblemática iglesia de San José ha sido la guía espiritual de la ciudad
desde el mismo día de su asentamiento.
Es de público conocimiento que fueron los pobladores de este valle, quienes
cansados de trasladarse al “pueblo indio”, que hoy conocemos como San Luis,
pidieron a doña Juana Rangel les permitiera construir una caserío con un templo
donde pudieran asistir a la misa dominical sin tener que arriesgar sus vidas
atravesando el entonces caudaloso Pamplonita.
El resto de la historia es suficientemente conocida, de hecho, en torno a
la ubicación del parque principal y como era de usanza, según las normas
establecidas por la Corona española, se fueron levantando las edificaciones
formales, la casa de gobierno y el templo religioso.
Con el transcurrir del tiempo la construcción fue tomando forma y
paulatinamente fue transformándose en la magnífica estructura que conocemos y
adquiriendo la jerarquía propia de su categoría.
Sin embargo, dos eventos inesperados interrumpieron la cotidianidad de la
parroquia, el sismo del 18 de mayo de 1875 y el incendio motivo de esta
crónica, sucedido el viernes 7 de junio de 1946.
Habían transcurrido solamente unos minutos después del mediodía cuando una
feligresa de apellido Vega salió despavorida gritando que la iglesia se estaba
incendiando.
Aparentemente ese día no se había programado ningún oficio religioso a esa
hora, a pesar de ser un primer viernes de mes, también es posible que la
población católica estuviera preparando las viandas del almuerzo. De todas
maneras, las actividades de ese día estaban planeadas para ser realizadas en
las horas de tarde como preparación a los tradicionales ritos que se llevaban a
cabo los fines de semana.
Al parecer las llamas se iniciaron cerca del altar mayor y los curiosos que
se arremolinaron al escuchar los primeros gritos veían cómo las llamas
arrebataban algunos de los adornos que se encontraban en el altar, mientras que
los más despiertos corrían apresurados a dar parte al párroco quien estaba en
la casa cural, que entonces estaba ubicada en la parte posterior del templo,
por la avenida cuarta, razón por la que debían dar la vuelta por la calle once.
Por fortuna, las campanas que estaban a la entrada, lejos de las llamas,
sirvieron para anunciar la tragedia al pueblo cucuteño que con su continuado
repicar, llamaban la atención pues no era habitual y menos a esa hora.
No tardaron las llamaradas en extenderse por el recinto aprovechándose de
las colgaduras de tela que pendían a lo largo de las principales naves de la
iglesia. Por esas características alarmantes, se llegó a pensar que podría
extenderse a la totalidad de la edificación, pues con cada minuto que pasaba,
el fuego tomaba mayor cuerpo y el riesgo de alcanzar una parte del techo, que
en ese momento estaba en construcción, constituía la mayor preocupación, pues
el material que se utilizaba era la conocida caña brava, altamente inflamable.
Las llamas se elevaban con una fuerza temeraria y devoraba, casi instantáneamente,
todo lo que alcanzaba. La velocidad con que se extendía era inimaginable. En
pocos minutos abarcaba todos los flancos, provocando la caída de lo que
encontraba a su paso, andamios, vigas y las herramientas que se estaban
utilizando en las reparaciones, así como las bellas obras de arte, imágenes,
reliquias y demás ornamentos que formaban parte de la riqueza del templo.
Llegó a pensarse lo peor cuando el magnífico púlpito, construido con el
mármol que habían traído de Carrara, fue hecho pedazos debido a la caída de una
de las grandes vigas que sostenía esa parte del techo. Esa hermosa
tribuna, había sido ordenada y patrocinada por el padre Demetrio Mendoza y
desde la cual, fueron famosos sus prédicas y sermones.
No había a la sazón, cuerpo de bomberos como tal, sino que esas emergencias
eran atendidas por el Ejército, que prestaba un eficiente servicio en unión de
los organismos de policía Nacional y Municipal.
La ayuda y colaboración de los habitantes civiles, era una de las
características usuales. En este caso en particular, un crecido número civiles
prestaron una ayuda mutua para sofocar el voraz incendio que dejó un balance
alarmante de ruinas pero sin víctimas humanas que lamentar.
La puerta mayor, que entonces sólo se abría en ocasiones especiales, fue
abierta para dar acceso a las gentes que ansiosas prestaban su ayuda y sirvió
de eje para el suministro de agua, que era llevada en baldes, pues todavía no
se tenía el equipo necesario para controlar los incendios.
Este desagradable incidente sirvió para que se generalizara la discusión
sobre la necesidad de un bien organizado ‘Cuerpo de Bomberos’, pues a pesar de
la existencia de una Ordenanza y un Acuerdo, mediante los cuales se crea ese
organismo, ningún gobernador ni alcalde le han dado cumplimiento.
Habiéndose logrado conjurar la conflagración, el padre Daniel Jordán, sus
colaboradores y demás unidades del clero, en compañía de los peritos en materia
de evaluación de siniestros, estimaron las pérdidas y demás perjuicios en
varios miles de pesos.
A raíz de esta situación el pueblo católico y los feligreses de esta parroquia,
abrieron una suscripción para lograr recabar los recursos indispensables para
rehabilitar y dotar nuevamente el templo que ha sido el estandarte de
nuestra Muy Noble, Leal y Valerosa Villa.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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