Eduardo Yáñez Canal
Se trata de un relato de ficción con
escenarios nuestros, que, a partir del baloncesto, muestra el recorrido de un
jugador que pretende alcanzar la gloria. Sin embargo, debe superar una serie de
obstáculos que son patentes en un país donde el esfuerzo debe acompañarse de
las capacidades, el trabajo en equipo, el entorno adecuado y la actitud dispuesta para alcanzar metas.
El protagonista contrasta su ciclo vital
con otro que ha tenido que claudicar
ante situaciones que lo llevan a la derrota y la depresión. Si se le suma la
falta de voluntad y una niñez y juventud
marcada por la violencia y el desamparo
el final es previsible: la caída en las drogas y el abandono de sí mismo.
Mientras el “Caucho” Noguera inicia su ascenso enfrentando retos
deportivos en el escenario cucuteño, cuna de grandes basquetbolistas, va
formando su carácter, idealizando el amor
y confrontándose con los desafíos ante grandes figuras del deporte de la
cesta su rival enfrenta
el dolor y el desarraigo de terminar a la vera del camino.
Al final, se produce el choque final. Y el
protagonista, recordando los hechos, toma la actitud del filósofo que vuelve la
vista atrás y reconoce que en la vida las distancias se acortan y que no es
posible pensar en que la superioridad es norma vigente. Es el reconocimiento de
que todos somos iguales y que a pesar de los esfuerzos la vida nos
da sorpresas. En síntesis, el salto puede ser a la gloria o al
infierno.
El autor
El
suspenso crecía a cada instante en el coliseo “Toto Hernández”, los equipos en
contienda se esforzaban al máximo mientras los aficionados deliraban.
Era la final del torneo nacional y Carlos ¨Caucho¨
Noguera sabía que contaba con el apoyo de los suyos. Era
la estrella del equipo local. Secundado muy bien por Jorge Niño, un temible
pelirrojo capaz de encantar al mismo diablo, Roque Peñaloza, el “pote” Silva y
Gastón Bermúdez el tumbalocas del barrio, sabía manejar bien el cruce, los
relevos, esas maneras expeditas, como decía el entrenador Vinicio Esquivel, de
irse hacia el cesto.
Sin
embargo, al frente tenía nada menos que al campeón nacional. Era el Santa Coloma encabezado por “Pacho”
Manzanera y que tenía en Fernando y “Nacho” sus hermanos un apoyo, que
complementaban Segura y Carlos
Rodríguez, dos “enanos” de extraordinario despliegue en el terreno de juego.
Narraba
Maldonado Moreno, la voz de oro, el hombre que con su programa “Antorcha
deportiva… luz y sendero de la afición”, impedía la siesta de la ciudad con sus
comentarios profundos, atinados, que hacían estremecer a la afición.
Pero
aquella noche. “Caucho” Noguera estaba en un momento especial. Era la
inspiración del astro que despierta admiración irresistible, el carisma del
triunfador nato.
Era capaz de recibir el balón en zona contraria, amagar a los
costados al mejor estilo del Conejo “Yepes”, un veterano que hizo historia al
lado de “Chingalea” Álvarez y burlar con aparente facilidad a sus contrarios
para anotar de media vuelta o lanzar al aro sin apuntar, con la seguridad de
que al final, la chicharra anunciaba otros dos tantos.
Había
pasado ya el primer tiempo y el partido seguía reñido. Era el clásico toma y dame
de contendores que no se dan respiro, que marcan al centímetro y que saben que
la concentración es vital para evitar que el contrario sacara ventajas
imposibles de remontar.
El
marcador indicaba 38 para Santa Coloma y 41 para “Los Norteños”. Pues a pesar
de la habilidad de Noguera, el malabarismo de Niño, la garra del “Pote” y la
puntería de Bermúdez, al frente estaba la figura enorme de “Pacho” Manzanera,
un deportista dotado del sentido único de los privilegiados.
Esa
manera de manejar el cuerpo, la facilidad para zafarse de cualquier marca y
saber alternar el movimiento de los brazos con el quiebre de la cintura, la
finta acompañada de la precisión de los lanzamientos, era lo que le hacía un
fuera de serie. Una especie, guardadas las proporciones, de Lew Alcindor, Wilt
Chamberlain o el tan mentado “Magic” Johnson.
Y
fue Manzanera quien, a la manera de los invictos campeones en la arena romana,
se sacudió de suerte impresionante la marca del “Pote”, zigzagueó entre
Bermúdez y Peñalosa, para anotar con un gancho de antología.
Se
igualaba el partido y solo faltaban dos minutos de juego.
La
afición, la misma que había delirado en la década del cincuenta cuando los hermanos
Díaz enfrentaban a la “Aplanadora Opita” y le pasaban por encima, no
desfallecía. Era la misma que muchos
años después animaría a la selección nacional que obtendría por primera y única
vez en la rama femenina el título suramericano de baloncesto. Esa que dejaría
un mal recuerdo al naciente básquet de San Andrés cuando el equipo local, encabezado
por Said y “Chucho” Lamk, y complementado con ¨Cundo¨ Morales, Gastón Bermúdez y
el zurdo Hernando Yepes, supieron frenar a Watson y a Avila, y llevarse el
título nacional en la categoría juvenil.
Evoca
el protagonista “Caucho” Noguera, cómo fue su crecimiento hasta llegar a ser
figura principal:
Yo
no tenía plata para entrar a las canchas, veía tras la malla los inmensos
zapatos del ¨Guajiro¨ Romero y sentía que como él y Oswaldo Cavas podía
levantarme y “clavar” la pelota allá arriba, en el cesto.
Era
pura ilusión. Esa que me alcanzó un día, sin saber a qué hora y que me llevaba,
cuando era un ¨pelao¨, a buscar en los periódicos la página del básquet, la
misma que casi nunca encontré. Solo me quedaba oír a Perdomo Ché o Esaú
Jaramillo las dos “biblias” que ha dado este país, quienes sabían explicar de
manera sencilla las maravillas del juego.
Ellos
fueron los que me inculcaron esa afición. No importaba que no existieran
afiches de mis ídolos de entonces, pues el tener en mis brazos la “Spalding” y
pivotearla sobre la cancha de ladrillo, me hacía sentir transportado al cielo.
Era
la única cancha de baloncesto en el polideportivo en medio de la “Manino”
Escobar y otras de futbol o las dos de microfútbol. No se si por deseo de ir
contra la corriente o porque sentía un placer único cuando la pelota entraba en
contacto con la red y hacía ¡splash!. Lo cierto era que mientras los otros
niños se rompían las canillas, yo andaba tratando de meter una y otra vez en la
canasta, la pelota que me había regalado mi papá.
Primero
fue en la de la basura, luego en un aro que mi taita había colocado sobre el
marco de la puerta del garaje. Allí
acostumbraba yo, después de clases, a darle una y otra vez. A veces me
acompañaba mi hermano Ricardo, que siempre fue muy locho y prefería instalarse
a ver por ahí telenovelas o “enlatados” gringos.
Claro
que tengo que reconocerlo, la culpa total de mi “fiebre” fue de mi padre: Él
era un gomoso que nunca decayó.
Y
cómo se iba a echar atrás si cuando niño supo lo que era desde la tribuna
alcanzar la gloria. Fue con motivos de
los I Juegos Deportivos Bolivarianos que se realizaron en la capital del país
por allá por 1938.
“Perú
dominó la mayoría de competencias del evento, escribió el periodista Alberto
Galvis Ramírez porque sus atletas tenían mayor experiencia por continuas
participaciones e intercambios que cumplían. Los colombianos lucharon
incansablemente para arrebatarles a los incas algunas medallas que sirvieran
como consuelo.”
Y
fue en el baloncesto donde se logró la victoria más importante. En las dos ramas masculina y femenina nos
llevamos sendas medallas de oro. Pero fue en la competencia entre los hombres
donde se alcanzó mayor resonancia. En la
cancha de La Salle de Bogotá se realizaron los partidos y la gente acudió a apoyar
al equipo dirigido por el chileno Erasmo López que terminó invicto.
El
conjunto nacional -me contaba el viejo- fue encabezado por Julio Múnera, el
autor de la cesta final contra los incas. Un deportista que, según opinaba
Fanor Martínez, ha sido el mejor que ha tenido Colombia en toda su historia. Un
concepto quizá discutible pero que permitía entonces darse cuenta que para esa
época la afición al básquet estaba en su apogeo.
¿Qué
cómo fue señores? A la sazón, los
cronistas relataron que nuestros basquetbolistas logaron conmover más que
ningún otro al alma popular. La victoria que alcanzada con esfuerzo, poniendo
coraje en la lid y ante adversarios de reconocida fuerza.
“…Antes
del torneo, la crítica unánime asignaba al Perú la primera opción, escribió
Galvis Ramírez “Los mismos diarios peruanos y el coach Paul Crawford descontaban
el triunfo. El público jamás podrá olvidar aquella canasta de Múnera que nos
diera el triunfo 30 segundos ante de terminar el partido”.
Mi
papá, emocionado, me contaba que la victoria había sido estrecha pero limpia y
aunque el equipo nacional no resistía un análisis técnico y tuvo que enfrentar
a un Perú con jugadores ya familiarizados con técnicas de la más pura esencia
del baloncesto, la sorpresa se dio. Tal
vez si se volviera a repetir el partido, con seguridad Colombia no podría
reconquistar ese título.
El
viejo desde ese día encontró su camino. En el colegio de los Hermanos
Cristianos, quienes habían traído el deporte de la cesta a nuestro país. El aprendió
a moverse al lado de “Puntillón” Soto, Valdivieso, Galvis, Manosalva y otros
que luego se encargarían de brindarle al departamento grandes satisfacciones.
De
todas maneras, lo reconocía, no daba para estar entre los grandes. Solo
logró llegar a dos nacionales, pero
siempre en la banca del equipo departamental. Sin embargo, el con su entusiasmo
de siempre hacia hasta de aguatero, era el que pasaba la toalla a los jugadores
e incluso les masajeaba antes de los partidos.
Y
mientras en el estadio se iniciaba el futbol profesional, en la cancha de
baloncesto los equipos aficionados, con el patrocinio de las firmas de zapatos,
jugaban con ganas sin importar la escasa preferencia de público. Era el
contraste entre la organización del deporte más popular y el despelote del
baloncesto, una actividad de minorías.
Por
eso, mientras todos los niños conocían y
admiraban a un Adolfo Pedernera, un Alfredo Di Stefano, Julio Cozzi o a
“Passalacua” Contreras, nadie sabía de las ejecutorias de un “Negro” Flórez,
“Farolito Gutiérrez”, Fanor Martínez y “Chucho” Aranguren.
Como
también ignoraban la clase del paisita Oscar Uribe, el pundonor de Perdomo Ch. -quien
luego cambiaría la pelota por el micrófono- la maestría de Sandrini González y
la habilidad inaudita de un Materón, Edmundo Luna, Francisco “Pacho” Nemeth y
Antonio “Mico” Soler.
Sería
luego en la década de los cincuenta, cuando el Dorado del futbol empezaba a ser
historia, que el básquet tuvo en Jorge Montalvo, Rafael Polanía, Carlos y Alfredo
Díaz -cuota junto con Morantes, del baloncesto norte santandereano-, Jaime
Villegas, Camilo Salgar y Reynel Rojas, las figuras a mostrar.
Era,
aunque en menor proporción, el Dorado del baloncesto. Allí mi viejo alternó con quienes estarían en
los suramericanos, y aunque su desempeño no fuera de mayor altura, sin embargo
tenían un público cautivo que no desfallecía y que los fines de semana se
alistaban para verlos en acción.
En
esa época, recordaba mi padre, en Bogotá se jugaba en la cancha del Colegio
Técnico Central y había mucha afición. Se pagaban dos pesos para ver los
partidos cuando nuestra moneda valía casi lo mismo que el dólar.
La
gente conocía a sus jugadores. Eran
ídolos a su nivel y la prensa, aunque parezca difícil de creer, los destacaba. No
era como ahora, pues antes los periódicos sacaban a ocho columnas la
información completa de los partidos.
Así
me lo decía el viejo mientras sus ojos se iluminaban y parecía tomar un segundo
aire. Era fabuloso verlo, pues se convertía en el jovencito que no se
preocupaba por comer con tal de estar ahí bajo el cesto, abanicando la brisa e
impulsando la esférica allá arriba al cesto ubicado a los 2 metros 17 de
altura.
Roque Peñaloza, una fiera al acecho…
Así
crecí yo, y fue en el colegio de los calasansios donde me sorprendió la
adolescencia y vino el tirón. Yo había sido de los pequeños pero cuando llegué
al noveno grado sorprendí a la gente y resulté entre los más altos. Por eso, el
ingreso al equipo fue fácil.
Nos
dirigía Vinicio Esquivel y el cura Guerra, prefecto de disciplina, era quien
nos mantenía a raya. El sacerdote parecía cifrar el orgullo del colegio en su
equipo de baloncesto. Para él constituía un entusiasmo sin igual ir a la Toto
Hernández y ver que sus muchachos derrotaban a Bella Vista o al Sacre Coer
cuando el resplandor de la luna se apoderaba del cielo.
Sin
embargo, pasaron muchos años antes de que le sonriera la diosa de la victoria.
Y esto ocurrió cuando Vinicio tomó las riendas del equipo. El había sido jugador
activo y probó las mieles del triunfo cuando en el nacional de Manizales se
coronó campeón.
Alternaba
con “Fosforito” Castro, “Cable” Rugeles, “Chiflamica” García, “Flecho”
Hernández y “el Pote” Silva, entre otras figuras. Fue la época dorada del Norte que imitaba así
a la “Aplanadora Opita” o al equipo antioqueño, que tuvo en Edison Cristopher y
Uribe la base que luego en los Panamericanos se dio el lujo de apabullar a
México, equipo anfitrión y que aspiraba a la medalla de oro.
Pero
bueno, esa ya es historia patria y sigo con mi cuento. Con Esquivel la cosa era
seria. Nosotros veníamos de “mamarle gallo” a Polo, el hijo de la vieja Carmen,
la primera y única mujer entrenadora de futbol de la ciudad, al igual que al
licenciado Barboza, un gafufo que de profesor de gimnasia había dado el salto a
entrenador de básquet.
Nadie
les hacía caso y la mayoría se dedicaba a vacilar o a pantallar con la pelota delante
de las peladas del Santo Angel, que se embobaban viendo el malabarismo
tradicional, ese que consistía en darle vueltas a la superbola sobre un dedo o
hacerla recorrer la cabeza y la nuca, hasta donde la espalda pierde su nombre y
mas allá.
Pero
cuando llegó Vinicio las cosas fueron a otro precio. El no venía a perder el tiempo y al ver la
altura de nuestro equipo nos inculcó el deseo de ser campeones. El no se andaba
por las ramas y detestaba la mediocridad. Por ello no dudaba en despedir a
quien se mostraba negligente e incapaz de amar el deporte de la cesta. Eran jornadas agotadoras que se iniciaban
después de finalizar las clases y que nos obligaban a trotar sin descanso,
mover la cintura con desparpajo, saltar la cuerda, tomar la pelota y lanzar
desde distintos ángulos al cesto.
Allí
nadie se podía quejar y tampoco sentirse afectado porque Vinicio le regañara
con fuerza o le hiciera repetir una y otra vez los movimientos, esos que
permitirían luego sistematizar las jugadas, el bloqueo, los abanicos, la
escalera o la alternancia entre la marca en zona y la individual.
Y
cuando saltamos a la cancha fue la apoteosis. Desbaratamos al Gremios Unidos en
un dos por tres. Me acuerdo que conmigo estaban Luna, “Chachi” Urquijo, “El
Pollo” Paéz, y el hijo de “Puntillón” Soto.
Los
de Gremios, la mayoría venezolanos que llegaban a estudiar a la ciudad,
quedaron mudos, atortolados y terminaron casi aplaudiendo lo que hacíamos. ¿El
público? No cabía de contento. Era algo fabuloso y parecíamos tocados por un
hado mágico. Y no me malinterprete, porque en esa época nosotros no hacíamos
caso de la maracachafa, y menos de las orgías o encuentros en donde se veía
hasta la heroína y las drogas lisérgicas.
Después
de ese partido, el asunto fue pilado. Y luego cayeron como cartas de naipes,
los demás contrincantes. Al final se produjo el partido final, nada menos que
contra el Sacre Coeur, un conjunto que tenía en sus filas a Hugo Hernández y
que dirigía José “Chepe” Tapias, aquel costeño que luego de una larga estadía
en la capital del país, arribó a nuestra ciudad.
“Chepe”
había sido un jugador de esos que sabía el precio de la sangre. No estaba
acostumbrado a perder e inculcó en sus dirigidos ese principio de dejar hasta
el último aliento en el terreno de juego. Vivía el baloncesto a fondo y cuando
tuvo la oportunidad de trabajar al lado de Guillermo Moreno -el papaúpa de los
entrenadores nacionales- aprendió mucho.
Luego
viajó a Estados Unidos -gracias al apoyo de Fernando Leal, presidente de la
liga bogotana- y allí participó en clínicas al lado de los grandes.
También
tuvo la oportunidad de ver en vivo y en directo a Larry Bird, “Magic” Johnson y
al legendario Lew Alcindor, que luego cambiaría de nombre, y se llamaría Abdul
Jabbar.
Tapias
era consciente, lo dijo muchas veces, que aquí era difícil emular a los gringos
por nuestras limitaciones, esas que se podrían traducir como desnutrición,
falta de confianza en sí mismo, que llevaban a nuestros jugadores al miedo
espantoso cuando tenían que enfrentar a rivales de postín.
Sin
embargo, insistía una y otra vez. Y cuando llegó a entrenar al Sacre Coeur, encontró
que todavía era posible el milagro. El, que había sacado de las castañas al
mediocre básquet del altiplano y lo colocó a la altura de los grandes, no era
hombre para arrugarse.
Sobre
todo porque allí se encontró con Hugo Hernández, un deportista hecho a base de
garra, condiciones innatas y pundonor, que se apoyaba en compañeros como el
“Tigre” Moyano y los hermanos Lamk. Estos últimos herederos de una tradición
que se resistía a morir y que habían tenido en Juan José, el poste e iniciador
de una historia llena de éxitos.
El
partido, lo sentí en el centro de la cancha, era difícil porque Hernández quien
luego integraría la selección Colombiana, era un hombre forjado a palo seco, un
obsesivo que vivía al lado de la cancha del Calasanz y que, cuando salía de
clases, dejaba que las sombras se apoderaran de él ahí lanzando al cesto,
inventando esguinces, dándose gusto de superar una y otra vez a sus rivales.
Además
era consciente de sus limitaciones y por ello suplía su regular estatura con el
trabajo de pesas, que le daba una gran potencia en el salto, y el esfuerzo
constante de lograr su marca favorita: 20 puntos en 10 lanzamientos al cesto.
Era
la vedette, el “chacho” del Sacre Coeur, y lo apoyaban Mario y Said Lamk con
esa polenta de quienes saben el valor de la camiseta y nunca se entregan en el
terreno de juego. Ellos venían de una
generación que, llegada del Líbano, había encontrado en el baloncesto una
manera de desquitarse de sus desgracias allí donde sopla el viento y levanta la
arena del desierto.
De
esa tierra donde hay que sembrar con escopeta, se trajeron esa actitud franca
de no dejarse vencer sin haber dejado hasta la última gota de sangre en tierra
franca. Por ello, nosotros, que veníamos con la aureola de ser los mejores -craso
error de los que aspiran- fuimos arrollados al principio del partido.
Hugo
-hermano de Paco y David, quienes luego seguirían sus pasos- era una tromba.
Nos tocó, entonces, cuando nos llevaban 10 puntos, hacerle una marca a presión.
Lo tomó el “Flaco” Barajas y, a punta de codazos, le hizo sentir su aliento en
la nuca. Luego, provocándole con frases de alto vuelo, minó la serenidad de
quien nos daba un paseo de padre y señor mío.
Fue
entonces mi oportunidad. Aproveché la confusión de Hernández, quien terminó
enfrascado en violenta pugna con su marcador, y con el apoyo del “pollo” y
Urquijo, tuve el tablero contrario a mi disposición.
Dejé,
pues, que las enseñanzas del viejo surgieran con facilidad y logré esa noche
mejorar mi marca personal. Ganamos por 20 puntos y por primera vez mi colegio
obtenía de manera invicta, el trapo campeonil.
De
ahí en adelante, no tuve problemas para integrar la selección departamental y
participar en el primer campeonato allende las fronteras provinciales. Allí las
cosas eran a otro precio, pues las cosas eran a otro precio, pues encontraba
uno que la presión terminaba por absorberlo.
Primero
venía la oposición brutal del público. Era, si no estoy mal, como entrar a una
caldera hirviendo, un choque frontal para quien siempre se había sentido en el
mismo patio con el apoyo entusiasta de su gente y que de pronto se tornaba en
el “patito feo”.
¿Y
qué me dice dentro de la cancha? Ahí la cosa era para machos. De entrada, un local le sacaba a uno la madre
o al menor descuido le agarraba los testículos. O cuando venía un salto, algún
desgraciado le pisaba a uno los zapatos y más de una víctima quedaba
desgarrada, fuera de combate.
Eran
marrullerías que siempre han existido y que han hecho del baloncesto algo así
como un deporte “bajo cuerda”. Porque una cosa es la que ve el espectador allá
en las graderías, y otra lo que pasa en el terreno de juego.
Una
situación que, para ser más gráfico, se puede ver allí al borde de la cancha y
sobre todo en los partidos femeninos.
Ellas, colmo de la suavidad y las frases tiernas se convierten en fieras
cuando se trata de disputar un partido.
Gritan,
gesticulan, usan los codos a la manera del luchador en el ring, y luego sonríen. Se vuelven agresivas y no
perdonan.
¿No
me cree? Entonces voy con una anécdota de la que fui víctima hace mucho tiempo.
Jugaba
una tarde un partido de recreación. Alternaba con las hijas de la vieja Carmen,
aquella gorda que amaba el deporte, y una de ellas me enseñó que allí, en la
cancha solo existía la ley del más fuerte, del vivo, del que supiera manejar la
malicia indígena y supiera vencer por el camino secundario.
Vino
un salto. Yo, en el colmo de la ingenuidad, salté por la esférica. Sin embargo,
Josefa -la hija mayor de Carmen- me hizo tremendo “caballito” y yo fui a dar
con mis huesos en tierra. No entendía que pasaba. Por eso, fui a preguntarle
porque había hecho eso.
Grande
fue mi sorpresa cuando ella me dijo que no me hiciera el gringo, pues dizque en
una jugada anterior, le había dado un codazo en plena cara. No supe que responder.
Sin discutir ni nada, decidí salir del partido mientras me sobaba la cadera
afectada por tremendo “costalazo”-.
Hugo Hernández en acción…
Aquella
noche, vuelvo al cuento inicial, como tantas otras, no hice caso de los
insultos del “Chueco”, según me decían él había sido un buen jugador, dotado de
un coraje a toda prueba, hasta que un accidente lo retiró de las canchas.
Luego
anduvo de un lugar a otro y, postrado, fue recogido por el viejo Bonifacio, el
que cuidaba y vivía en el coliseo de baloncesto, el mismo que también un día le
tendió la mano a “Candelo”, un árbitro que más tarde se volviera orate y
recorrería las calles haciendo los gestos típicos de quien pita y controla un
juego de básquet.
Esa
noche, Silvio “El Chueco” era el
único enemigo que teníamos y la gente al igual que nosotros optaba por no
hacerle caso.
“Chepe” Tapias era ahora nuestro entrenador y todas las tardes de
la historia nos inculcó la importancia de la serenidad y de que cuando todo
pareciera estar en contra nuestra, era importante crecernos al igual que el
toro que en la plaza envalentona ante el castigo y muestra, con fuerza su casta
y trapío.
Pero
“Chueco” insistía. Se colocaba en al camino a los camerinos y desde allí
disparaba insultos como si fuera una ametralladora. Nunca entendimos su agresividad y por ello,
mucho menos pudimos prever su ataque. No me pregunte si era luna llena o si por
la mente del infeliz pasó una ráfaga de maldad. Yo no soy sicólogo para
despejar esa duda. Solo fui la víctima.
Ocurrió
cuando faltaba un minuto de juego. Luego del empate, los rivales sacaron
fuerzas desconocidas y de la mano de Manzanera nos sobrepasaron en el
marcado. Tuve entonces que apelar a mis
trucos y a una energía reservada para los momentos difíciles.
Con
esfuerzo logré igualar de nuevo el marcador. De pronto, cuando todo estaba
listo e iba a lanzar desde la bomba -luego de una falta contraria- para lograr
la ventaja necesaria, surgió el “Chueco”. Yo no lo veía, pero dicen los que me
contaron, que de pronto el tipo dejó la malla y poco más tarde volvió.
Pero
no venía solo. En su diestra portaba una piedra como esas que se utilizan en
las cocinas para afilar los cuchillos.
Tenía el rostro congestionado y las pupilas a punto de desbordarse. Después los médicos diagnosticarían un acceso
repentino de rabia, producto de traumas provocados en su cerebro por la
desnutrición y las dificultades en su relación con los demás.
Lo
cierto es que él fue un hombre que había enfrentado por años la oposición de
los demás. Era el “pone-quines” o el
“maracas” que tenía siempre que batirse en retirada cuando la abrumadora
mayoría amenazaba con aplastarlo.
Sin
embargo, tenía un límite, el mismo que vino a romperse aquella noche cuando
definíamos el campeonato y yo estaba a punto de convertirme en el mejor jugador
nacional. Los testigos dirían después,
que vieron como el hombre aquel lanzaba con fuerza desproporcionada a su
desnutrición, aquella piedra que sobrepasó la malla y buscó mi cabeza.
Fue,
si vamos al lenguaje cinematográfico, como si en cámara lenta, el proyectil
dejara atrás el bullicio de la muchedumbre, pasara por los aires sin hacer caso
del esfuerzo de los jugadores, y menos del sudor y la sangre que empapaban la
cancha. Tenía un objetivo claro, definitivo.
Recibí
el golpe a un costado de la nuca. Sentí
algo así como un corrientazo, una descarga imprevista que al principio me
pareció simple picotazo de avispa. Pero esta fue una sensación minúscula
comparada con la que experimenté luego, cuando todo empezó a darme vueltas y
sin ningún apoyo caí al piso.
Por
mi mente pasaron muchas sensaciones quizá imposibles de capturar otra vez. Sin
embargo, le cuento que fue algo así como si de pronto todo se confabulara en
contra mía. Sentí como si un ataque de paranoia se volcara contra todo mi ser y
que ahí los reflectores, el vuelo de los moscos que sentían la atracción de los
bombillos, más el rugido de la multitud y la cara desconcertada de mis
compañeros, rivales y los árbitros fueran espectadores de un drama que era solo
mío.
Después
perdí el conocimiento. Lo recuperé varios minutos más tarde. La conmoción había
sido tal que el silencio se apoderó del coliseo. Ya la policía se había llevado
al agresor cuando volví a incorporarme. “Chueco” estaba en el calabozo y yo
veía como Fernando Leal -un rival franco y amante de la competencia sin
recovecos- y Tapias trataban de darme ánimo, mientras uno de los nuestros me
acercaba un frasco con sales aromatizantes.
El
“Chueco”, me contaron después, estaba de remate. Un médico certificó luego sus
perturbaciones mentales y lo hizo trasladar al manicomio. Pero yo no quería que
todo pudiera terminar así y que del sueño más grande y del triunfo más
clamoroso, tuviera que refugiarme ahora en el dolor de lo que pudo haber sido.
Por ello, le rogué a “Chepe” que me permitiera continuar.
El
me miró con ese rostro del padre que entiende el desvarío de su hijo. Tapias
quien había sido para nosotros el kinesiólogo, médico, consejero, sicólogo y
sobre todo el taita que sabía de nuestras virtudes y también conocía nuestras
limitaciones, movió con lentitud la cabeza.
Sin
embargo, yo insistí. Sentía como si también aquel silencio, la duda de los
árbitros que no se animaban a reanudar el partido estuviera de mi parte. Leal
sólo se limitaba a palmotearme la espalda como si pretendiera así ser apenas
testigo de aquel momento. “Chepe” entonces,
al ver que mi determinación no admitía negativas, decidió no ser un
obstáculo. Sólo dijo mientras trataba de evitar que las lágrimas desbordaran
sus ojos y su rostro de zorro del baloncesto desmoronara:
“Está
bien, pelao, sal y destrózalos”.
No
necesité más. El Santa Coloma se había ido delante de nuevo. Fue Bernardo
González, mi reemplazo, quien anotó aquel punto que yo no había podido cobrar.
Pero, a pesar de su esfuerzo y de los demás compañeros, ellos parecían intuir
que sin mi presencia los contrarios serían los únicos vencedores.
Me
recibieron entonces con el clásico saludo de manos, y yo sentí que el sabor de
la sangre que había empapado mi cabeza exigía una repuesta. Fue entonces cuando
los espectadores vieron --así conceptuó al otro día la prensa-- el
resurgimiento del Ave Fénix.
Volví
de las cenizas y saqué de mi galera -esa que había forjado mi viejo, y que
luego Vinicio Esquivel, “Farolito” Gutiérrez, Zapata, Edison Cristopher y
Tapias fueron puliendo con el tesón del artesano que toma un pedazo de carbón
seguro de que allí se encuentra un diamante que sólo necesita tiempo y estímulo-
todo el repertorio de que disponía.
Los
Manzanera, el temible Segura y aquel Rodríguez que hizo historia, fueron
impotentes para detener mi brillo y cuando emboqué la última cesta, luego de
convertir desde distintos puntos de la cancha, el delirio fue incontrolable.
Fue una jugada que inicié desde nuestro
campo. Burlé con presteza la marca y zigzagueando busqué la esquina contraria.
Allí
hice el pase a Guido Mosquera -el mismo que se hizo famoso por su lanzamiento
de media distancia- y aproveché la pantalla de González para irme hacia el
cesto. Fue un balanceo en el aire al
mejor estilo de Sam Sheppard o “Guty” De Armas, para luego de gancho -esa
jugada que luego haría famoso a Luis Murillo- anotar antes que la chicharra
lanzara su veredicto.
¨Ganamos,
somos los campeones¨ fue el grito del “Chepe” Tapias antes que sintiera yo el
acoso de mis compañeros y el entusiasmo desbordado del público que me abrazaba
con todo el ardor posible del hincha, era flor de fango que cuando se desborda
es capaz de cualquier hazaña. Después,
no supe más.
Desperté
en el hospital. Las radiografías vinieron a indicar que la piedra de “Chueco”
había provocado un trauma en el cerebro. Había sido, trató de explicarme un médico,
como una especie de temblor que se originó en la nuca pero que mediante ondas
concéntricas se transformó en un terremoto que ocasionó alteraciones en mi
sentido del equilibrio.
Sí,
yo sería desde esa noche en adelante un inválido. Estuve en el centro
hospitalario varios días en una ardua
lucha entre la vida y la muerte. Al final, gracias a mi estado físico, logré
superar el difícil trance. Pero se habían afectado mis condiciones sicomotrices,
ya nunca podré volver a caminar con la seguridad y el desparpajo de un
triunfador.
Mi
mano derecha, la que había sido causante de tantos momentos gloriosos, con el
paso del tiempo quedó recogida, simulando una siniestra garra. Es decir, no
podía luego atrapar con ella ni una hoja de papel y mucho menos sostener una
pelota de ping-pong.
Además,
quedé con un lenguaje balbuciente que a quienes no sabían de mi pasado les daba
motivos de burla. En aquella época fue un golpe brutal. Cierto es que los
periodistas ensalzaron mi notable desempeño y durante muchos días no hubo en el
país otro hecho más destacado; el mismo que me permitió al final de año ser
consagrado como el mejor deportista del país y ser objeto de panegíricos,
alabanzas y elogios en homenajes, columnas editoriales o programas radiales y
televisivos.
Pero
aquello al fin pasó y yo tuve que enfrentarme al cambio. Quedé solo con el único apoyo de mi familia
que trataba de animarme y procurar que yo aceptara mi condición. Sandra Milena,
mi esposa, terminó por irse al igual que todos aquellos que me aplaudieron un
día.
Sin
embargo, no les guardo rencor. Sé que
este ha sido el final de quienes un día fueron. La multitud, es cierto, sólo va
tras los vencedores, y así como es pródiga con el triunfador, no duda con
maltratar al perdedor o al que ve como pasa su época gloriosa.
Esto
lo acepté luego de un proceso, fue duro, lo confieso, eso de ser ahora
considerado como una vieja gloria.
Pero
con ese paso vino la madurez, y ahora puedo decir que resurgí de las cenizas,
logré con el apoyo de mis seres queridos, colocar un pequeño negocio que
gracias a la constancia y disciplina que me inculcó el deporte lo convertí en
lo más popular del barrio.
Es
allí donde ahora van mis amigos. No solo quienes me conocieron o fueron mis
rivales en el terreno de juego, sino todos aquellos que desde las tribunas se
entusiasmaron con mi habilidad para el baloncesto y que se animan a hacer
comparaciones entre el pasado y el presente.
Yo
me divierto, les saco entonces las viejas revistas o periódicos, y un canasto
lleno de panes. Ahí van cemas, mojicones o roscones. Luego cada uno se sirve
una gaseosa y empezamos a recordar historias.
Todos
estamos alegres. No importa que de pronto alguno tome el camino equivocado y
llegue al partido aquel, que viéndolo bien ahora a la distancia y con la
serenidad que da el paso de los almanaques, fue mi gloria y también mi caída al
abismo.
Es
entonces cuando no puedo disimular en rictus de amargura, porque aquel partido,
es la pura verdad, fue el que me igualó de manera definitiva y para siempre con
Silvio “El Chueco” Navarro.
FIN
Recopilado por: Gastón Bermúdez v.
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