Leopoldo Jorge Vera Cristo
Locomotora Cúcuta. 1888.
Esta fue la primera locomotora del ferrocarril de Cúcuta
que llegó a la ciudad.
Algunos nortesantandereanos, admiradores del
civismo de nuestros antepasados y tildados de románticos soñadores, no podemos
explicar cómo llegamos a esta etapa de improductividad caracterizada por la
pasividad contemplativa y el estancamiento cultural. Pero quienes no tenemos
más poder que nuestra buena voluntad, seguimos insistiendo en que si no socializamos
nuestra historia con las nuevas generaciones no habrá esperanza de
restauración. Parte de esa maravillosa
historia, rica en manifestaciones cívicas desinteresadas, es la semblanza del
café y de los ferrocarriles, ambos pioneros en este lado del continente y
ejemplo del desarrollo de los mismos en el resto del país.
Curiosamente en el siglo XIX la economía de
la Provincia de Santander, enmarcada en la producción de cacao, algodón y
tabaco en fincas alrededor de Cúcuta, Salazar, Rosario, Girón, Rionegro, Ocaña,
Pamplona, Soto y Guanentá, no estaba impulsada por lo que hoy algunos tildarían
de capitalismo desenfrenado; por el contrario, la movía el liberalismo
librecambista que impulsaron célebres políticos regionales del Radicalismo.
Entonces, para ir a la frontera nororiental
desde el centro del país había que cruzar el enorme puente de Santander,
departamento que no tenía nada que envidiarle en tamaño a Antioquia, Magdalena,
Bolívar o Boyacá. Durante todo el siglo
XIX, al mejor estilo catalán actual, las provincias estuvieron peleando por
notoriedad y autonomía hasta el punto de trasladar varias veces la capital. En
1861, con la creación del Estado Soberano de Santander, Bucaramanga dejó de ser
por 25 años capital a favor de El Socorro, hasta recuperar esa condición con la
Constitución centralista de 1.886. Eso si, Cúcuta, García Rovira, Soto, Vélez y
Socorro eran plenamente liberales radicales, mientras Pamplona, Guanentá y el
sur de García Rovira se declaraban conservadores.
Para entonces el tabaco había cedido terreno,
según David Church solo representaba un 4% de la producción nacional. Se
exportaba en un 90% a Bremen que sufría el colapso del mercado europeo del tabaco;
sin embargo, allí era considerado de pobre calidad porque se enviaba con ramas
y semillas buscando aumentar su peso.
EL CAFE
Interior casa comercial de Jorge Cristo (abuelo del autor) la cual
exportaba café vía Maracaibo. 1916.
Aunque es brumoso el origen del café, es muy
probable que provenga originalmente de Etiopía.
Corría el siglo noveno, Kaldi, un pastor de cabras, notó que su rebaño
se tornaba retozón cuando comía las bayas de cierto arbusto. Se le ocurrió contarlo a unos monjes vecinos
quienes hicieron con esas bayas una bebida que al tomarla los energizaba. Los
monjes eran entonces los principales creadores de las bebidas y licores de
moda, por tanto, resultaba casi un deber cristiano compartir la noticia con
otros monasterios y así se empezó a propagar la costumbre hacia toda Africa y
el medio este.
Sin embargo, fue solo alrededor del año 1000
que en la Península Arábica se empezó a popularizar el café proveniente de
bayas tostadas, al ritmo que se expandía el islam. Así en el siglo XV ya estaba
en la península yemita y en el siglo XVI en Persia, Egipto, Siria y Turquía.
Aparecieron entonces las cafeterías frecuentadas para todo tipo de actividad
social. A Europa occidental llegó en el
siglo XVII, primero en Amsterdam y en Venecia.
Tambaleaba Inglaterra después de la Gran
Rebelión de 1642 cuando apareció en Londres la primera casa de café. Decapitado
el Rey Carlos I el café resultaba ideal para el espíritu puritano de la época,
porque a diferencia de la cerveza y los licores el café aumentaba la lucidez y la
concentración. No se servía alcohol en las cafeterías o donde estuviera
presente una mujer, seguramente porque ellas nunca han necesitado de un
estimulante para aumentar su lucidez y menos para recordar hasta lo que no ha
sucedido.
Las casas de café londinenses tenían un
carácter democrático. En largas mesas de madera salpicadas de velas, pipas y
periódicos, se sentaban personas de diferentes clases sociales a discutir temas
del día o negocios. Algunas dieron origen a instituciones económicas muy importantes,
como la Lloyd’s Coffee House fundada en 1668 que se convirtió en Insurance
Market Lloyd`s of London. Sir William Coventry, cuenta que además de poetas
concurrían los monarquistas que conspiraban contra la república de Cromwell, intelectuales
y científicos, razón por la cual fueron llamadas “universidades de
centavo”.
Para cuando se restauró la monarquía ya había
63 casas de café en Londres donde se reunían caballeros, lords, mecánicos y
sinvergüenzas a hacer negocios a chismosear o a conspirar, razón por la cual
Carlos II decidió prohibirlas. Sin embargo, la protesta fue unánime y tuvo que
reabrirlas en un plazo de once días.
En nuestro vecindario surgió el café
desplazando al cacao y al algodón. Parece que desde 1763 la familia Omaña
sembraba café en Rubio Estado Táchira y que en 1794 se expandió a San José de
Cúcuta y Chinácota. Primero Manuel Ancizar en 1853 y recientemente Rafael
Eduardo Angel, contaron que desde 1834 el famoso padre Francisco Romero párroco de
Salazar de las Palmas, Santander del Norte, ponía como penitencia a sus
feligreses la obligación de sembrar determinada cantidad de matas de café a
cambio de los pecados que él absolvía en nombre de Dios, y como se pecaba
tanto… .
Curiosamente los conservadores sostenían que
quienes más se confesaban eran los liberales y estos decían que los que más
pecados confesaban eran los conservadores. Pero el padre Romero resultó siendo
un excelente negociador de tierras y un avezado político: extendió su
“sacerdocio cafetero” a gramalote, Lourdes y Sardinata, y después de un
encarcelamiento político en Cartagena, terminó por alargarlo hasta Bucaramanga.
Más adelante, para 1.850, se exportaban en promedio
cincuenta mil cargas anuales de café por Maracaibo, según la Comisión
Corográfica. Camacho Roldán, citado por
J. Santiago Correa (ampliamente consultado), decía que el café cultivado en la
zona nororiental de Santander había cambiado positivamente a San José de
Cúcuta, convirtiéndola en el “primer centro de comercio del Norte de la
República”, con una población “laboriosa, acomodada y progresista”.
La producción cafetera tuvo su pico entre
1.890 y finales de siglo, para estancarse definitivamente en 1.913, según Marco
Palacio. Charles Bergquist cuenta que para 1.874 el Estado Soberano de Santander
era el segundo más poblado de la unión y exportaba el 90% de su producción
cafetera; quince años más tarde la producción había caído en un 50%. Sobrevino
la Guerra de los Mil Días, que sin menospreciar las varias guerras civiles
contemporáneas fue un gran problema estructural para el cultivo del café. No
fue lo único porque contribuyeron además la ausencia de uniformidad monetaria
que llevó a acuñar en cada región monedas de plata, además de la no aceptación
del pago con papel moneda, todo lo cual interrumpía y encarecía el cierre
comercial.
Los cafeteros
venezolanos presionaban la protección de su producción y el costoso tránsito de
las cargas por Venezuela obligaba a mejorar las comunicaciones con ese país,
iniciativa que se vio favorecida por la bonanza productora de la década de 1.880.
Se produjo entonces una gran crisis regional ocasionada por varios factores,
algunos ya mencionados: altos costos de comercialización, caída de precios
internacionales del café y, según M. Palacios, que el café santandereano se
consideraba de menor calidad que el producido en otras regiones. A pesar de
ello se conservaba el 60% de la producción nacional.
Resumiendo, nuestra producción
cafetera se inició a comienzos del siglo XIX, cuando Cúcuta exportaba unos 100
sacos de 60 kilos, tuvo su mayor producción en la década de 1880 y principios
de la siguiente, para dejar de crecer en 1913.
EL FERROCARRIL
Pero, cuál riqueza si no
hay forma de mover lo que se quiere vender. Hasta la segunda década del siglo
XX, nuestra arisca geografía hizo que las comunidades aisladas se
autoabastecieran precariamente. Desde el siglo XVII hasta el siglo XX, canoas
de 20 metros, talladas en un solo tronco, transportaban hasta 12 toneladas y 15
pasajeros por la aorta colombiana, el río Magdalena, según J. Salamanca; dos
meses subiendo hacia el Atlántico quina, tabaco, café, cuero, queso, fique,
cacao, y 15 días bajando manufacturas.
Para 1.907 se
transportaban 600.000 toneladas por el Magdalena, 60.000 por el Cauca y 520 por
el Atrato. Según I. Nicholls, en 1907 transportar una
tonelada entre Barranquilla y Cartagena costaba 17 dólares; entre Nueva York y
Colombia, 9; no muy distinto a lo que sucede actualmente cuando casi cuesta más
transportar esa tonelada de Bogotá a Buena Ventura que de allí a la China.
Al reglamentarse en 1.832 el comercio
terrestre binacional nuestras rutas aumentaron en importancia; el cobre de San Cristóbal
atravesaba en cuatro días Capacho, Lomas del viento y el valle de Cúcuta para
alcanzar el río Zulia, y el camino
entre Mérida y Santa Fe unía los pueblos sembrados en la cordillera Oriental.
No obstante, desarrollar redes que dinamizaran las comunicaciones tropezaba con muchos problemas estructurales: la región tiene múltiples ríos con importantes cambios estacionales de flujo hídrico, bordeados por profundos cañones que no permiten una navegabilidad continua. Aunque el occidente santandereano disfruta de las planicies del valle por entonces selvático del río Magdalena, el oriente está quebrado por la Cordillera Oriental, con altísimos páramos y difíciles cañones. Crear caminos imposibles y mantenerlos, fue siempre una labor titánica a pesar de la colaboración privada.
El boom ferrocarrilero vino a entusiasmar a
los santandereanos que vieron en él la oportunidad de solucionar los agobiantes
problemas infraestructurales, convirtiendo a Santander en el pionero de las
vías férreas en el país. Al respecto J. Santiago Correa hizo una notable
investigación basada en la prensa contemporánea y el Fondo de los Archivos
Históricos de los Ferrocarriles Nacionales, pero infortunadamente no pudo
acceder a los archivos del Ferrocarril de Cúcuta por “estar siendo sometidos en
ese momento a un proceso de organización y catalogación”. Nuevamente el cuento nos lo cuentan los
vecinos.
A Correa, como a otros historiadores, no le
queda duda de que la línea férrea de Cúcuta a Puerto Villamizar fue un modelo
de eficiencia atípico, cuya construcción por ingenieros nacionales terminó en
los tiempos previstos y dentro de presupuestos asignados. Muy por el contrario,
el ferrocarril de Puerto Wilches, el de Antioquia y otros, evidenciaron los
excesos y defectos de las concesiones ferroviarias de la época.
Lástima que la mayoría de los archivos del
Concejo Municipal de Cúcuta hayan desaparecido en el terremoto de 1.875. Su
situación en la mitad del camino entre Caracas, Maracaibo y Bogotá, y sus ríos
fronterizos que garantizaban un ágil eje comercial, la convertían en una
pujante ciudad que sin duda fue a la que más perjudicó la separación de la Gran
Colombia.
La circular 443 de “La Secretaría de lo
Interior i R. Esteriores” (sic) para el Cuerpo Diplomático, de julio 2 de 1.875,
relata que Cúcuta tenía un comercio pujante y que contaba con su propia
compañía de seguros marítimos, con su propia caja de ahorros, con un teatro
elegante, una plaza de mercado techada considerada como una de las mejores del
país, varios edificios y 11 escuelas con 845 alumnos. El terremoto del 18 de
mayo de 1875 acabó con todo ello
Las propuestas para
hacer un corredor férreo entre Cúcuta y San Buenaventura (Puerto Santander)
venían desde antes del terremoto, pero solo se materializaron al formar parte
del programa de reconstrucción, según Caicedo (1983) y Gustavo Pérez (2007). La
propuesta fue de Domingo Guzmán quien logró que el Estado Soberano de Santander
aprobara el 16 de marzo de 1.876 una concesión para construir y explotar una
vía férrea de 55 kilómetros. Domingo Guzmán, Felipe Arocha, Luis Antonio
Gandica, Foción Soto, Rudesindo Soto, Julio Pérez, Arístides García Herreros,
Joaquín Estrada, Andrés Berti, Juan Aranguren, Ildefonso Urquinoa y Elbano
Mazzei, comerciantes y empresarios importantes de la ciudad, algunos de ellos
socios fundadores del Club de Comercio de San José de Cúcuta, fueron sus
promotores. El
contrato de concesión fue otorgado a la misma compañía del camino de San
Buenaventura y los estudios iniciales los realizó el ingeniero Juan Nepomuceno
González a partir del 25 de abril de 1.877.
El Ferrocarril Cúcuta-Puerto Villamizar fue
un proyecto rentable y de bajo costo que se hizo en el tiempo proyectado y en su
mayoría sin fondos estatales, a diferencia de otras líneas férreas, como la
proyectada entre Bucaramanga y Puerto Wilches, cuya construcción duró 70 años y
sus 127 kilómetros apenas se terminaron en 1.942, a pesar de haberse impulsado
desde 1.862. El proyecto respondió a la necesidad de mejorar las comunicaciones
con Venezuela después del desastre y al hecho de que el camino de 18 kilómetros
entre Cúcuta y San buenaventura, concesionado para 99 años, fue rápidamente
insuficiente considerando el dinamismo que requería el comercio con Maracaibo.
Se trató tal vez de uno de los ejemplos más
notables de civismo nacional. El 72.9% del capital fue aportado por inversionistas
particulares y el Concejo Municipal solo aportó el 27.1%. Los pequeños
inversionistas, 12.3%, incluían ciudadanos venezolanos. Los accionistas, a
diferencia de lo acostumbrado, no recibieron subsidio alguno. La mayoría del
capital inicial se consiguió con un préstamo extranjero sin aval del Gobierno y
en condiciones ventajosas. Esa
estructura de propiedad que involucraba un mayor número de sectores sociales interesados,
tan distinta a la usual en los proyectos de la época, le garantizó un sostenido
aprecio popular en toda su ruta.
Puente del Ferrocarril en la avenida 6ª entre
calles 3 y 4.
El 27 de noviembre la
primera locomotora inauguró el tramo inicial; para 1881 había cuatro bodegas
con capacidad de 20.000 cargas de café (Martínez; Pérez; y Caicedo). Santiago Correa cuenta que el padre Ramón García, cura
de Bochalema, en una carta de 1880 a su amigo cucuteño Laureano Manrique, le
expresaba que para esa época Cúcuta se había recuperado en parte del terremoto
y tenía cerca de 12.000 habitantes, en ocho barrios (La Vega, El Caimán, El
Páramo, El Callejón, La Playa, Curazao, Carora y Los Balcones). Había un
pequeño teatro particular, cuatro boticas “de tono verdaderamente francés”, las
casas comerciales de Bonet y Compañía, Estrada e Hijos, Díaz y Cía., Riedel, y
Cabrera& Ferrero, el edificio de la Aduana, construido en “hierro, grande y
de bella apariencia”, el hospital de caridad, templos y hermandades de carácter
religioso y laico que mostraban una ciudad en franca recuperación (García 1980).
Por la facilidad de transporte en
los ríos Zulia y Catatumbo las obras se comenzaron en Puerto Santander,
avanzando 18 kilómetros hasta la Jarra en 1880. La línea hasta Cúcuta se
inauguró el 6 de febrero de 1887, cuando llegó la locomotora La Cúcuta, con una
extensión total de 54.750 metros desde Puerto Villamizar (Pérez, 2007; Caicedo,
1983). En 1924 la empresa emprendió la
construcción de un tramo de 7 kilómetros entre Puerto Villamizar y la frontera
para conectar la línea con el Ferrocarril de Encontrados, en Venezuela.
Nunca se abandonó la idea de salir
al mar por el río Magdalena dadas las cambiantes relaciones con Venezuela, a
pesar de sus dificultades. Con ese fin, en 1892 se firmó un contrato de
construcción subsidiado con la empresa Leal González y Cía., dirigida por el
general Ramón González Valencia, pero el proyecto nunca arrancó. El 30 de
diciembre de 1929 se terminó el trayecto hasta el Diamante, pero los ultimos
3.5 kilómetros hasta pamplona nunca se terminaron por efectos de la crisis
mundial.
Por el contrario, la línea hacia el
Táchira se dinamizó a pesar del estancamiento de la producción cafetera porque
se consideró de interés binacional. Los trabajos comenzaron en 1895 y
concluyeron en septiembre de 1897, mucho antes de lo estipulado no obstante
haber sido suspendidos brevemente por la guerra civil de 1895. El Ferrocarril
de la Frontera tuvo un trayecto de 16.2 kilómetros y un costo por kilómetro muy
inferior al promedio de los construidos en el siglo XIX. La obra más importante
fue el puente de 200 metros sobre el río Pamplonita.
El Gobierno venezolano puso
inicialmente trabas al proyecto porque acababa de terminar su ferrocarril
cafetero, pero el empalme terminó por concretarse con la construcción del
puente sobre el río Táchira, financiado por partes iguales. Durante la administración de Eduardo Santos
(1938-1942), el Ferrocarril fue comprado por la Nación y sus rieles fueron
levantados para construir la carretera a San Antonio sobre el mismo trayecto
(Pérez, 2007). El ocaso del ferrocarril
es otra triste historia que trataré de contarles en otra crónica si me lo
permiten.
EL TRANVIA
Si les preguntara a los estudiantes
cucuteños de bachillerato si saben qué es un tranvía, y aún más si han conocido
alguno, me atrevería a decir que ninguno contestaría. Pues bien, mis queridos
escolares, en 1880 sus colegas estudiantes si lo conocieron y montaron en
tranvía cientos de veces. En ese año Cúcuta se convirtió en pionera nacional
del desarrollo de sistemas de transporte urbano al proponer el Estado Soberano
de Santander la construcción de un tranvía de vapor en la ciudad.
Después de adjudicaciones iniciales
a particulares, la empresa Ferrocarril de Cúcuta terminó por construir cinco
líneas integradas con la línea del ferrocarril. De hecho, el punto de origen
era la estación del tren. La primera línea, que operó entre 1890 y 1942, iba
hasta la Aduana Nacional, con una longitud de un kilómetro; la segunda, a la
plaza de mercado; la tercera, a la Estación Rosetal, con una extensión de 1,7
kilómetros, que operó entre 1893 y 1938; la cuarta, al Puente de San Rafael,
con 3,5 kilómetros, que operó entre 1919 y 1938, y la última, a Puente Espuma,
con 1,5 kilómetros, que operó hasta 1938 (J. Santiago Correa).
El tranvía en la calle 10 (calle de Nariño) con
avenida 4a.
El tranvía tenía cuatro pequeñas
locomotoras de vapor, cada una arrastrando tres carros de pasajeros y algunas
con vagones para garga. Más tarde la concesión revirtió a la ciudad quien la
arrendó al Ferrocarril de Cúcuta. Los 35.000 habitantes de la ciudad apoyaron
con entusiasmo el tranvía porque además de transportarlos servía de empalme
entre las líneas norte y sur del ferrocarril.
El ferrocarril de Cúcuta en cambio,
resistió la crisis mundial de los años treinta, pero salió de ella muy
malherido. A partir de entonces fue languideciendo financieramente y perdiendo
la competencia contra las carreteras y los camiones. En 1941 el Concejo Municipal autorizó al
ingeniero José Faccini levantar parte de la línea férrea y pavimentar sus
corredores como carreteras. Cortado el empalme con los ramales empezó el
proceso de desuso terminando por perderse la batalla con el transporte
automotor, hasta llegar al cierre definitivo en 1960.
EPILOGO
No existe epopeya comparable a la
historia de nuestro ferrocarril y su maridaje con el café. A pico y pala
levantaron nuestros antesesores un sistema de locomoción que para la época era
el más avanzado en el mundo. Los cucuteños, los inmigrantes y los concejales,
por entonces sin sueldo, no se dejaron intimidar por el terremoto, por las
guerras ni por la ausencia de recursos. Inmersos en grandes tensiones
partidistas, supieron distinguir entre el sectarismo improductivo y el futuro
de su ciudad, conscientes de que su grandeza sería también la de sus
descendientes.
La situación actual de Venezuela
asegura un cambio radical de dirigencia en tiempo cercano. Nuestro vecino no
tiene tratados comerciales visibles con el mundo libre y muy seguramente será
Colombia la forma más expedita de trasladarle los inmensos recursos que se
necesitarán para su reconstrucción. Cúcuta es el principal y más cercano puerto
de acopio, además del centro ideal para el manejo logístico de una compleja
operación de recuperación venezolana.
Estará la dirigencia preparada para semejante reto o nos veremos
abocados a perder en manos de terceros, como en el pasado, una posible bonanza.
¿Pero, lo que es más importante,
estaremos los cucuteños preparados para exigirle a la dirigencia un accionar a
la altura de nuestra historia?; estaremos preparados para convertirnos en
auditores permanentes del suceso que se avecina?
Dentro de la afortunada decisión de
volver a llevar las clases de historia al claustro escolar, yo me atrevería a
proponer que las academias de historia y las organizaciones cívicas cucuteñas interesadas,
desarrollen un programa en últimos años escolares que incluya conferencias de
historia de la ciudad a cargo de voluntarios versados en la materia.
El futuro de la ciudad y del país está
en manos de la generación que se prepara para recibirla. Su vocación de
pasividad y cómoda inconformidad es culpa de quienes los educamos. No existe forma
de garantizar su compromiso diferente a hacerle sentir como propio su pasado y
a enseñarle que construir ciudad es asegurar la continuidad amable de los
suyos.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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