Solo podía salvarlos un milagro, pero con su piadosa fe lo intentaban.
Estaban exhaustas y fatigadas de tanto caminar, habían golpeado en muchas puertas inútilmente, y venían a solicitar a nombre de Dios, su inmediata intervención, porque los aborígenes a quienes atendían con escasos recursos, morían a montones en su refugio de las selvas del Catatumbo; ruego que respaldó el obispo argumentando que era una población muy vulnerable por lo desnutrida, que podría colapsar. ¨Abandonarlos ahora sería un crimen imperdonable¨ exclamó.
El gobernador los escuchó atento y su trágico relato lo conmovió.
De pronto lo asaltó una idea y su rostro cambió. Entonces telefoneó al coronel Riveros Avella, comandante del Grupo Mecanizado 5 Maza y le refirió lo que escuchaba; quien muy impresionado le respondió:
¨ Para ese operativo se necesitan aviones y la única que los puede facilitar es la Fuerza Aérea Colombiana. No olvide que usted es el gobernador¨.
Había dado en el clavo. El milagro comenzaba a cristalizarse, pero sería una verdadera odisea colmada de tropiezos y peligros.
Como los tres osados mosqueteros, nuestros hombres emprendían la arriesgada misión de salvamento en la cabina, mientras las religiosas oraban e imploraban al Creador por los agobiados indígenas en silencio, y los rostros de los demás acompañantes se ponían tensos por las expectativas, la tripulación pedía a la torre de control las coordenadas para orientarse.
Sin novedades aterrizaron en Tibú donde recogieron una veintena de médicos y enfermeras de la Colombian Petroleum Company y de nuevo levantaron vuelo, para caer hacia el medio día en la pista, un aeropuerto improvisado ubicado en un claro de la tupida selva.
Entonces iniciaron la caminata; el viacrucis apenas comenzaba y un calor sofocante de cuarenta grados; el zumbido desesperante de millares de mosquitos y bandadas de zancudos chuzándolos, fueron la bienvenida.
Dante Alighieri debió haber estado allí, porque la descripción que hizo del infierno, fue exactamente igual a lo que vieron.
Era un piquete de motilones que hacían de enterradores; ya habían sepultado una gran cantidad de fallecidos y llevaban sobre parihuelas otros cadáveres de hermanos suyos para sepultarlos.
Pero miraron hacia los potreros y tuvieron otra visión macabra: cantidades de moribundos transidos de dolor, desnudos y envueltos en sus propios excrementos, yacían sobre la yerba esperando la muerte. Parecían estatuas de cera que se derretían, mientras los zamuros sobrevolaban sobre el lugar.
Según contaron las hermanitas ya habían fallecido más de cincuenta y la epidemia se extendía.
Era mucho su coraje. Haber llegado hasta allí, el último bastión que habían encontrado los indígenas huyéndole a los pistoleros de la civilización; un lugar arropado por árboles gigantescos poblado de serpientes, alacranes y animales feroces y venenosos, solo podía habérsele ocurrido a la Madre Laura Montoya que olvidada del dolor, el miedo y la vanidad fue tras ellos, asumiendo una actitud tan temeraria, que hoy la exalta la Iglesia Católica como la primera santa de Colombia.
Es de tener en cuenta que la tribu Barí, buscó ese refugio inexpugnable para que no la exterminaran; pero estas misioneras no huían, no estaban amenazadas, ni secuestradas.
La única explicación posible, es que habían aprendido de la Madre Laurita Montoya, que solo sirviendo sin desmayos al prójimo, se ganaba la bendición de Dios.
Los civilizados lo rechazaron, no tanto por escrupulosos, ni por desconocer un menú tan exótico, sino por la cantidad de moscas que lo pisaban y porque reinaba en el ambiente un olor completamente nauseabundo.
Sin embargo a las cinco de la tarde la tripulación de la aeronave empezó a afanar. ¨Hay que apremiar porque pronto empieza a oscurecer y vemos muchos nubarrones, aquí no podemos pernoctar porque es muy peligroso¨, argüían.
A las seis de la tarde, cuando todo el personal de la expedición estuvo a bordo, cerraron puertas, y cuando el ronco tronar de los motores hizo explosión, las hélices giraron veloces. Todos lo ignoraban, pero emprendían un vuelo azaroso que pudo terminar en la eternidad.
Media hora más tarde bajo el fuego cruzado del faro del Catatumbo, el avión se asomaba a Cúcuta. La tripulación acomodó los instrumentos y ordenando a los pasajeros sujetarse los cinturones, se aproximó a la pista.
Pero he aquí la fatalidad; reinaba una total oscuridad; el aeropuerto estaba sin luz y algunas máquinas que trabajaban en su reparación obstruían las maniobras.
Sin embargo intentaron tocar tierra una y otra vez sin lograrlo, por no tener visión. Fue cuando el caos se apoderó de todos los ocupantes incluyendo a los pilotos, que en su desesperación discutían y se insultaban en voz alta, haciéndose mutuas recriminaciones.
Atención Cúcuta! Urgente! Un avión Douglas de la Fuerza Aérea Colombiana que transporta al Gobernador de Norte de Santander, al Comandante del Grupo Mecanizado Maza y al Obispo de Cúcuta, que está volando sobre el aeropuerto de Cazadero de esa ciudad que se encuentra a oscuras, ha sido declarado en emergencia.
El pánico cundió en todo el país y mientras las hermanitas al interior de la nave rezaban el ¨Padrenuestro¨ y los aborígenes gemían asustados, los demás encomendaban sus almas a Dios.
En total nadie sabía qué hacer y los boletines se repetían cada media hora.
Súbitamente se apareció ¨Trompo loco¨ con la chispa encendida. Estaba vestido de blanco y fumaba un cigarrillo Lucky Strike (buena suerte en inglés), cuando como un cirirí desgañitado habló por Radio Guaimaral, rogaba a sus amigos, clamaba a los taxistas e imploraba a los dueños de automóviles que acudieran al aeropuerto.
Y quien lo creyera, le sonó la flauta. En un derroche de buena voluntad nunca visto, centenares de vehículos corrieron disparados a cumplir la cita, desafiando el peligro y capitaneados por Maravilla, Delatour, Belleza, Escarlata y Bombita, célebres choferes de la Cúcuta de entonces, que pusieron a tronar las bocinas, desfilaron hasta el aeropuerto y se ubicaron en dos flancos.
Media hora después, las farolas encendidas del extraño cortejo, iluminaban la pista desatando el nudo mortal.
Carlos Ramírez París, liderando la comunidad, le había ganado con su ingenio una partida a la muerte y Radio Guaimaral confirmaba a plenitud su slogan, era ¨una chica para grandes cosas¨.
Subieron los enfermos a las ambulancias y vinieron los apretones de manos, abrazos, agradecimientos. El señor Obispo invocaba a Dios. Alborozo y lágrimas tuvieron su concierto y la solidaridad cucuteña adquiría una dimensión desconocida.
Allí todo fue novedad, empezando por los intensos olores impregnados en los cuerpos de los indígenas y las hazañas que les tocó vivir. Una tempestad de fraternidad como para eternizar, que inundaba los corazones, había brindado un espectáculo nunca visto.
Esa noche en la madrugada, cuando ¨Trompo loco¨ festejaba con sus mejores capitanes el éxito de la faena, salió la luna llena, el cielo esplendoroso estaba tachonado de estrellas y el faro del Catatumbo crepitaba con mayor furor al acostumbrado.
De esa forma los tres actores principales, el Gobernador, el Coronel y el señor Obispo, yendo y viniendo sin interrupciones de Cúcuta a los distintos asentamientos de los aborígenes con personal científico, auxiliares, enfermos, medicamentos y alimentos.
Al cabo de 25 largos y penosos días, la comunidad Barí se recuperó, para continuar siendo el motivo emblemático más enaltecedor de los cucuteños.
Las hermanas Lauritas regresaron a Catalaura a continuar su labor evangelizadora y los aborígenes se internaron en la manigua, para protegerse de la civilización. Los aviones volaron a sus bases, y los médicos y enfermeras ingresaron a la clínica de la Colombian en Tibú de donde habían salido.
Fiel a su destino él siguió girando sin cesar en su escenario, como algunas mariposas en torno de las llamas y como ellas una noche fatal, cayó fulminado por el fuego. Su muerte quedó en el misterio pero la versión de mayor credibilidad es que varios policías le rompieron los pulmones a bolillo.
Y no lo afirmamos para deshonrarlo: es el ingrediente que ha gestado los grandes acontecimientos de la historia.
Pero mírese por el lado que se quiera, ellas fueron las heroínas que hicieron posible, un salvamento de tan grandes proporciones, y merced a su infinita abnegación no pereció la tribu Barí.
Para quienes lo ignoran, su congregación se constituyó en ángel protector de los aborígenes desde el año 1930, cuando su fundadora Laurita Montoya procedente de Jericó, Antioquia (municipio ubicado a más de 2000 kilómetros de distancia) se internó en la espesura de la selva, conmovida por su tragedia, e instaló el resguardo Catalaura, nombre compuesto de Catatumbo y Laura, como un bastión de la caridad cristiana.
Pero surge obligado un interrogante de carácter moral: Vamos a seguir usándola como emblema de la raza, teniendo conciencia que los miramos como unos payasos con cara tiznada armados de flechas, sin importarnos que han sido perseguidos despiadadamente y que viven huyendo y aislados en forma miserable?
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