Desde que el hombre comenzó a socializarse, en la época de las cavernas, con toda seguridad comenzaron a destacarse algunos especímenes, por alguna de las características que no les harán comunes a los demás.
Ahora, con la ayuda de la tecnología y de los medios, mantener el conocimiento y la información vigente, es cada día más sencillo y por ende, transmitirla al futuro constituye un verdadero tesoro; algo así, como las riquezas que los piratas escondían para aprovecharlas en el futuro, cuando la fortuna ya no les sonriera.
Hoy pretendo recordar algunos de aquellos personajes que fueron destacados por sus conciudadanos, no necesariamente por sus ejecutorias sino que eran reconocidos por algunas de sus particularidades físicas, intelectuales o sociales.
Algo que ha caracterizado al cucuteño, cucuteño, ha sido su actitud displicente a las adversidades y su actitud jocosa y desinteresada frente a los hechos sustanciales o frívolos y que hemos dado por bautizar como ‘el gallo cucuteño’ o más comúnmente ‘la mamadera de gallo’.
Incluso, existe o existió, si no es que algún desocupado, lo desarmó y lo escondió, un monumento a tan insigne figura.
En realidad eran tipógrafos y los reconocían como ‘los mosqueteros del panfleto’ y como buenos cucuteños se les llamaba por su nombre con sus respectivos apodos; el negro Manuel Vela, el chueco Hermes Monroy y el tuerto Saúl Matheus.
Fungían como periodistas de hecho, pues imprimían unos volantes con comidillas cuentos que se sucedían en la Cúcuta de mediados del siglo pasado y que no eran narrados ni contados como lo hacía su compañero de andanzas, ese sí, vinculado a un periódico local de amplia circulación entonces y a quien apodaban ‘Sagitario’, se imaginarán ustedes por qué.
Era nadie menos que Pedro Barrios Bosch, a quien el Gobernador Febres Cordero no se aguantó las andanadas críticas que le lanzaba a sus gestiones y para evitarse males mayores lo expulsó de la región, una sanción muy frecuente que los gobernantes de aquella época apelaban cuando consideraban que les torpedeaban sus actuaciones.
Eso sucedió, por ejemplo, con los dos primeros obispos de Nueva Pamplona a quienes les dictaron pena de destierro porque se oponían a la aplicación de las leyes dictadas al amparo de la recién instalada legislatura liberal que le eliminaba ciertas prerrogativas a la iglesia católica, lo que generó la desobediencia por parte del clero y ante hechos como éste, los gobernantes no tuvieron opción distinta que declararlos en rebeldía y desterrarlos de su jurisdicción; la norma exigía que debían permanecer a una distancia no menor de cuarenta leguas de su lugar de arraigo.
A este selecto grupo de ‘mamagallistas’ debemos añadir otro, no menos importante pero más linajudo, si es que se me permite esa expresión, para indicar que eran personas de otro nivel o como diríamos hoy, de otro estrato.
En compañía infaltable del siempre tambaleante Luis Unda Pérez, a quien el común de los parroquianos le temía por su inaudita y graciosa procacidad.
Terminó sus días tristemente asesinado en su casa de habitación, donde descubrieron su cadáver a la media noche de un día cualquiera con los brazos abiertos frente a un cuadro del Quijote, como agradeciéndole los dones otorgados y las orientaciones que le brindó durante su ajetreada vida mundanal.
Cerraba este grupo, otro de los raros personajes; Rolando Marcucci, inventor de un cañón que dio mucho de qué hablar y que hoy lamentamos no haber conocido, hablo del cañón, no de su constructor.
Para terminar esta crónica, mencionaremos otro episodio excepcional de la vida cucuteña, se trata de don Luis Francisco Prada, uno de los mayores exponentes del espíritu cívico regional; siempre al frente de su ‘Pequeña Farmacia’, sus clientes sabían que solamente vendía purgantes, píldoras y el jarabe del doctor Villamora.
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