PORTAL CRONICAS DE CUCUTA: Estandarte cultural de historias, recuerdos y añoranzas cucuteñas…

PORTAL CRONICAS DE CUCUTA: Estandarte cultural de historias, recuerdos y añoranzas cucuteñas…

TERREMOTERO -Reconocimiento, enero 2018-

Apasionantes laberintos con inspiraciones intentan hallar rutas y permiten ubicarnos en medio de inagotables cascadas, son fuentes formadas por sudores de ancestros. Seguimos las huellas, buscamos encontrar cimientos para enarbolar desprevenidos reconocimientos en los tiempos. Siempre el ayer aparece incrustado en profundos sentimientos.

Corría finales del año 2008, Gastón Bermúdez sin advertir y sin proponerlo, inicia por designios del destino la creación del portal CRONICAS DE CUCUTA. Parecen haberse alineado inspiraciones surgidas por nostalgias. Gran cúmulo de vivencias, anécdotas, costumbres y añoranzas, fueron plasmadas en lecturas distintas.

Ya jubilado de la industria petrolera venezolana, recibió mensaje que expresaba una reunión de amigos en Cúcuta. Tenía más de cuatro décadas ya establecido de forma permanente, primero en la ciudad del puente sobre el Lago y después en la cuna del Libertador. Viajó ilusionado, acudió puntual a la cita desde Caracas. Encontró un grupo contemporáneo, conformado por amigos ex-jugadores de baloncesto y ex-alumnos del Colegio Sagrado Corazón de Jesús.

La tierra cucuteña levantada desde primeras raíces plantadas, siempre acompañó todos los hijos ausentes. Cuando encontramos distantes los afectos, creemos separarnos de recuerdos. Nos llevamos al hombro baúles de abuelos, cargamos con amigos del ayer, empacamos en maleta la infancia y juventud. Muchas veces una fotografía antigua, atrapa y confirma que nunca pudimos alzar vuelo.

Entonces por aquellos días apareció publicado ´La ciudad de antaño´, parido desde generosa pluma con sentido de identidad comprometida, fue el mártir periodista Eustorgio Colmenares Baptista dejando plasmados recuerdos de finales de los 50 y años 60. Sin querer, esas letras fueron presentación inaugural de CRONICAS DE CUCUTA. Los Inolvidables sentires viajaron al modesto grupo de amigos y abrieron compuertas para afianzar arraigos de infancia. Don Eustorgio culmina la crónica con frases retumbando las memorias: “Había muchos menos avances tecnológicos a disposición de la comunidad, pero vivíamos como si nada nos faltara. Nos bastaba con vivir en Cúcuta”.

Sentires intactos, ahora plasman recuerdos en calles transitadas por niños que fuimos. Nuevamente los arraigos hacen despejar las avenidas a los rieles del antiguo ferrocarril. Nos bastaba con vivir en Cúcuta. Asoman madrugadas entre indetenibles remembranzas y añoranzas.

Sin planificar nada, Gastón compartía vía internet las crónicas del Diario La Opinión aparecidas cada ocho días en lecturas dominicales. Sin saber, creció el portal CRONICAS DE CUCUTA. Cada acontecimiento recopilado se convertía en homenaje In Memoriam para hombres y mujeres que dejaron muy alto el Valle de Guasimales. Igualmente, exalta la dignidad con reconocimiento a grandes glorias del ámbito artístico, cívico, periodístico, religioso, deportivo, cultural, social y político.

Oficialmente se convierte en PORTAL WEB el 7 de octubre 2010. En forma admirable acumula ya 1.329 recopilaciones tipo crónicas, casi todas extractadas de periódicos y publicaciones locales, libros populares, escritos nacidos de historiadores, periodistas, inéditos autores y muchos escritores del Norte de Santander. El portal permite hallar el original ADN ancestral y ubica el sentido innato de pertenencia cucuteña. Llegó un día a la vida de todos los internautas, igual como aparecen las buenas nuevas, sin avisar, sigilosamente introduciéndose en las cortezas que somos y las venas que siempre fuimos. Su creador, nunca imaginó un buscador que tocara el alma y menos tallar imborrables despertares en ávidos ojos de lectura.

Aparece ahora como paso determinante para navegar en referencias de Cúcuta. Asegura a nuevas generaciones herramientas para afianzar valores jamás perdidos. La perspectiva futura para ámbitos históricos, culturales, sociales y deportivos, harán necesario considerar el Portal como insigne buscador de consulta e informativo. Importante archivo tecnológico para infantes en colegios y escuelas. Podrá acceder directamente cualquiera a profundos arraigos allí recopilados. Casi imperativo considerarlo como salvaguarda del sentido de identidad y pertenencia.

CRONICAS DE CUCUTA se convirtió en sugestivo repaso de acontecer histórico, recopilado en 19 capítulos o clasificaciones. Portal libre, siempre abierto a todo aquel deseoso por descubrir datos históricos, biografías, nombres de grandes personajes, fechas emblemáticas, sucesos de vida social, cultural, deportiva, religiosa, artística y política. Formidable vía adentrándose en acontecimientos del siglo XVIII hasta nuestros días. Todo expedicionario oriundo se encontrará representado en cada letra, apellido, dato, foto y fecha. Todos volverán a observar las luces de la gran ciudad en medio de rutas por hallar orígenes.

CRONICAS DE CUCUTA no debe tener como destino el olvido, deberá asegurar a nietos de nuestros nietos, inquebrantables lazos surgidos de nostalgias, recuerdos y añoranzas. CRONICAS DE CUCUTA es herramienta tecnológica para demarcar el hilo conductor entre hoy y ayer. Parece luz encontrada en días oscuros, nos abre el entendimiento. Pulsar la tecla nos lleva a destinos con encuentros pasados. Valiosa información contenida en páginas adornadas con sentimientos profundos.

CRONICAS DE CUCUTA garantiza el resurgir de valores originarios que parecían adormecidos por culpa del avasallante mundo moderno. CRONICAS DE CUCUTA llegó para quedarse, igual que mares inundados por recuerdos. CRONICAS DE CUCUTA confirmó la premisa donde las nostalgias se convierten en vehículos para transportar la historia. Una enciclopedia virtual presentada por nuestras gentes con sencillo lenguaje.

Anclados quedarán por siempre nuestros sentires, intactos los arraigos, despiertas las añoranzas y vivas las costumbres intactas. Ahora aseguramos el reguardo de raíces que retoñan desde cenizas del ayer. Dios jamás declaró desértico el Valle Arcilloso, siempre fue bendecido, tampoco declarado deshabitado para la vida del hombre.

Fueron creciendo raíces en medio de cenizas y milagrosamente reverdecieron los gigantescos árboles frondosos. CRONICAS DE CUCUTA reafirma lo que somos. Seguiremos siendo aquello que siempre fuimos, nada cambió, solo algunos pañetes y varios techos distintos.

Todo estará por volver, todo por crecer y todo por llegar. Nunca estaremos solos. Cada generación hará brotar nostalgias por siempre convertidas en historias llenas de arraigos.

Nos bastaba con vivir en Cúcuta…

lunes, 20 de julio de 2015

780.- NOVELA: SALTO A LA GLORIA



Eduardo Yáñez Canal

Se trata de un relato de ficción con escenarios nuestros, que, a partir del baloncesto, muestra el recorrido de un jugador que pretende alcanzar la gloria. Sin embargo, debe superar una serie de obstáculos que son patentes en un país donde el esfuerzo debe acompañarse de las capacidades, el trabajo en equipo, el entorno adecuado  y la actitud dispuesta  para alcanzar metas.

El protagonista contrasta su ciclo vital con  otro que ha tenido que claudicar ante situaciones que lo llevan a la derrota y la depresión. Si se le suma la falta de voluntad y  una niñez y juventud marcada por la violencia y  el desamparo el final es previsible: la caída en las drogas y el abandono de sí mismo.
 
Mientras el “Caucho” Noguera  inicia su ascenso enfrentando retos deportivos en el escenario cucuteño, cuna de grandes basquetbolistas, va formando su carácter, idealizando el amor  y confrontándose con los desafíos ante grandes figuras del deporte de la cesta  su rival  enfrenta  el dolor y el desarraigo de terminar a la vera del camino.

Al final, se produce el choque final. Y el protagonista, recordando los hechos, toma la actitud del filósofo que vuelve la vista atrás y reconoce que en la vida las distancias se acortan y que no es posible pensar en que la superioridad es norma vigente. Es el reconocimiento de que todos somos iguales y que a pesar de los esfuerzos  la vida nos  da sorpresas. En síntesis, el salto puede ser a la gloria o al infierno.

El autor
   


El suspenso crecía a cada instante en el coliseo “Toto Hernández”, los equipos en contienda se esforzaban al máximo mientras los aficionados deliraban.

Era la final del torneo nacional y Carlos ¨Caucho¨ Noguera sabía que contaba con el apoyo de los suyos. Era la estrella del equipo local. Secundado muy bien por Jorge Niño, un temible pelirrojo capaz de encantar al mismo diablo, Roque Peñaloza, el “pote” Silva y Gastón Bermúdez el tumbalocas del barrio, sabía manejar bien el cruce, los relevos, esas maneras expeditas, como decía el entrenador Vinicio Esquivel, de irse hacia el cesto.

Sin embargo, al frente tenía nada menos que al campeón nacional.  Era el Santa Coloma encabezado por “Pacho” Manzanera y que tenía en Fernando y “Nacho” sus hermanos un apoyo, que complementaban  Segura y Carlos Rodríguez, dos “enanos” de extraordinario despliegue en el terreno de juego.

Narraba Maldonado Moreno, la voz de oro, el hombre que con su programa “Antorcha deportiva… luz y sendero de la afición”, impedía la siesta de la ciudad con sus comentarios profundos, atinados, que hacían estremecer a la afición.

Pero aquella noche. “Caucho” Noguera estaba en un momento especial. Era la inspiración del astro que despierta admiración irresistible, el carisma del triunfador nato. 

Era capaz de recibir el balón en zona contraria, amagar a los costados al mejor estilo del Conejo “Yepes”, un veterano que hizo historia al lado de “Chingalea” Álvarez y burlar con aparente facilidad a sus contrarios para anotar de media vuelta o lanzar al aro sin apuntar, con la seguridad de que al final, la chicharra anunciaba otros dos tantos. 

Había pasado ya el primer tiempo y el partido seguía reñido. Era el clásico toma y dame de contendores que no se dan respiro, que marcan al centímetro y que saben que la concentración es vital para evitar que el contrario sacara ventajas imposibles de remontar.

El marcador indicaba 38 para Santa Coloma y 41 para “Los Norteños”. Pues a pesar de la habilidad de Noguera, el malabarismo de Niño, la garra del “Pote” y la puntería de Bermúdez, al frente estaba la figura enorme de “Pacho” Manzanera, un deportista dotado del sentido único de los privilegiados.

Esa manera de manejar el cuerpo, la facilidad para zafarse de cualquier marca y saber alternar el movimiento de los brazos con el quiebre de la cintura, la finta acompañada de la precisión de los lanzamientos, era lo que le hacía un fuera de serie. Una especie, guardadas las proporciones, de Lew Alcindor, Wilt Chamberlain o el tan mentado “Magic” Johnson.

Y fue Manzanera quien, a la manera de los invictos campeones en la arena romana, se sacudió de suerte impresionante la marca del “Pote”, zigzagueó entre Bermúdez y Peñalosa, para anotar con un gancho de antología.

Se igualaba el partido y solo faltaban dos minutos de juego.

La afición, la misma que había delirado en la década del cincuenta cuando los hermanos Díaz enfrentaban a la “Aplanadora Opita” y le pasaban por encima, no desfallecía.  Era la misma que muchos años después animaría a la selección nacional que obtendría por primera y única vez en la rama femenina el título suramericano de baloncesto. Esa que dejaría un mal recuerdo al naciente básquet de San Andrés cuando el equipo local, encabezado por Said y “Chucho” Lamk, y complementado con ¨Cundo¨ Morales, Gastón Bermúdez y el zurdo Hernando Yepes, supieron frenar a Watson y a Avila, y llevarse el título nacional en la categoría juvenil.

Evoca el protagonista “Caucho” Noguera, cómo fue su crecimiento hasta llegar a ser figura principal:

Yo no tenía plata para entrar a las canchas, veía tras la malla los inmensos zapatos del ¨Guajiro¨ Romero y sentía que como él y Oswaldo Cavas podía levantarme y “clavar” la pelota allá arriba, en el cesto.

Era pura ilusión. Esa que me alcanzó un día, sin saber a qué hora y que me llevaba, cuando era un ¨pelao¨, a buscar en los periódicos la página del básquet, la misma que casi nunca encontré. Solo me quedaba oír a Perdomo Ché o Esaú Jaramillo las dos “biblias” que ha dado este país, quienes sabían explicar de manera sencilla las maravillas del juego.

Ellos fueron los que me inculcaron esa afición. No importaba que no existieran afiches de mis ídolos de entonces, pues el tener en mis brazos la “Spalding” y pivotearla sobre la cancha de ladrillo, me hacía sentir transportado al cielo.

Era la única cancha de baloncesto en el polideportivo en medio de la “Manino” Escobar y otras de futbol o las dos de microfútbol. No se si por deseo de ir contra la corriente o porque sentía un placer único cuando la pelota entraba en contacto con la red y hacía ¡splash!. Lo cierto era que mientras los otros niños se rompían las canillas, yo andaba tratando de meter una y otra vez en la canasta, la pelota que me había regalado mi papá.

Primero fue en la de la basura, luego en un aro que mi taita había colocado sobre el marco de la puerta del garaje.  Allí acostumbraba yo, después de clases, a darle una y otra vez. A veces me acompañaba mi hermano Ricardo, que siempre fue muy locho y prefería instalarse a ver por ahí telenovelas o “enlatados” gringos.

Claro que tengo que reconocerlo, la culpa total de mi “fiebre” fue de mi padre: Él era un gomoso que nunca decayó.

Y cómo se iba a echar atrás si cuando niño supo lo que era desde la tribuna alcanzar la gloria.  Fue con motivos de los I Juegos Deportivos Bolivarianos que se realizaron en la capital del país por allá por 1938.

“Perú dominó la mayoría de competencias del evento, escribió el periodista Alberto Galvis Ramírez porque sus atletas tenían mayor experiencia por continuas participaciones e intercambios que cumplían. Los colombianos lucharon incansablemente para arrebatarles a los incas algunas medallas que sirvieran como consuelo.”

Y fue en el baloncesto donde se logró la victoria más importante.  En las dos ramas masculina y femenina nos llevamos sendas medallas de oro. Pero fue en la competencia entre los hombres donde se alcanzó mayor resonancia.  En la cancha de La Salle de Bogotá se realizaron los partidos y la gente acudió a apoyar al equipo dirigido por el chileno Erasmo López que terminó invicto.

El conjunto nacional -me contaba el viejo- fue encabezado por Julio Múnera, el autor de la cesta final contra los incas. Un deportista que, según opinaba Fanor Martínez, ha sido el mejor que ha tenido Colombia en toda su historia. Un concepto quizá discutible pero que permitía entonces darse cuenta que para esa época la afición al básquet estaba en su apogeo.

¿Qué cómo fue señores?  A la sazón, los cronistas relataron que nuestros basquetbolistas logaron conmover más que ningún otro al alma popular. La victoria que alcanzada con esfuerzo, poniendo coraje en la lid y ante adversarios de reconocida fuerza.

“…Antes del torneo, la crítica unánime asignaba al Perú la primera opción, escribió Galvis Ramírez “Los mismos diarios peruanos y el coach Paul Crawford descontaban el triunfo. El público jamás podrá olvidar aquella canasta de Múnera que nos diera el triunfo 30 segundos ante de terminar el partido”.

Mi papá, emocionado, me contaba que la victoria había sido estrecha pero limpia y aunque el equipo nacional no resistía un análisis técnico y tuvo que enfrentar a un Perú con jugadores ya familiarizados con técnicas de la más pura esencia del baloncesto, la sorpresa se dio.  Tal vez si se volviera a repetir el partido, con seguridad Colombia no podría reconquistar ese título.

El viejo desde ese día encontró su camino. En el colegio de los Hermanos Cristianos, quienes habían traído el deporte de la cesta a nuestro país. El aprendió a moverse al lado de “Puntillón” Soto, Valdivieso, Galvis, Manosalva y otros que luego se encargarían de brindarle al departamento grandes satisfacciones.

De todas maneras, lo reconocía, no daba para estar entre los grandes. Solo logró  llegar a dos nacionales, pero siempre en la banca del equipo departamental. Sin embargo, el con su entusiasmo de siempre hacia hasta de aguatero, era el que pasaba la toalla a los jugadores e incluso les masajeaba antes de los partidos.

Y mientras en el estadio se iniciaba el futbol profesional, en la cancha de baloncesto los equipos aficionados, con el patrocinio de las firmas de zapatos, jugaban con ganas sin importar la escasa preferencia de público. Era el contraste entre la organización del deporte más popular y el despelote del baloncesto, una actividad de minorías.

Por eso, mientras todos los niños conocían  y admiraban a un Adolfo Pedernera, un Alfredo Di Stefano, Julio Cozzi o a “Passalacua” Contreras, nadie sabía de las ejecutorias de un “Negro” Flórez, “Farolito Gutiérrez”, Fanor Martínez y “Chucho” Aranguren.

Como también ignoraban la clase del paisita Oscar Uribe, el pundonor de Perdomo Ch. -quien luego cambiaría la pelota por el micrófono- la maestría de Sandrini González y la habilidad inaudita de un Materón, Edmundo Luna, Francisco “Pacho” Nemeth y Antonio “Mico” Soler.

Sería luego en la década de los cincuenta, cuando el Dorado del futbol empezaba a ser historia, que el básquet tuvo en Jorge Montalvo, Rafael Polanía, Carlos y Alfredo Díaz -cuota junto con Morantes, del baloncesto norte santandereano-, Jaime Villegas, Camilo Salgar y Reynel Rojas, las figuras a mostrar.

Era, aunque en menor proporción, el Dorado del baloncesto.  Allí mi viejo alternó con quienes estarían en los suramericanos, y aunque su desempeño no fuera de mayor altura, sin embargo tenían un público cautivo que no desfallecía y que los fines de semana se alistaban para verlos en acción.

En esa época, recordaba mi padre, en Bogotá se jugaba en la cancha del Colegio Técnico Central y había mucha afición. Se pagaban dos pesos para ver los partidos cuando nuestra moneda valía casi lo mismo que el dólar.

La gente conocía a sus jugadores.  Eran ídolos a su nivel y la prensa, aunque parezca difícil de creer, los destacaba. No era como ahora, pues antes los periódicos sacaban a ocho columnas la información completa de los partidos.

Así me lo decía el viejo mientras sus ojos se iluminaban y parecía tomar un segundo aire. Era fabuloso verlo, pues se convertía en el jovencito que no se preocupaba por comer con tal de estar ahí bajo el cesto, abanicando la brisa e impulsando la esférica allá arriba al cesto ubicado a los 2 metros 17 de altura.

Roque Peñaloza, una fiera al acecho…

Así crecí yo, y fue en el colegio de los calasansios donde me sorprendió la adolescencia y vino el tirón. Yo había sido de los pequeños pero cuando llegué al noveno grado sorprendí a la gente y resulté entre los más altos. Por eso, el ingreso al equipo fue fácil.

Nos dirigía Vinicio Esquivel y el cura Guerra, prefecto de disciplina, era quien nos mantenía a raya. El sacerdote parecía cifrar el orgullo del colegio en su equipo de baloncesto. Para él constituía un entusiasmo sin igual ir a la Toto Hernández y ver que sus muchachos derrotaban a Bella Vista o al Sacre Coer cuando el resplandor de la luna se apoderaba del cielo.

Sin embargo, pasaron muchos años antes de que le sonriera la diosa de la victoria. Y esto ocurrió cuando Vinicio tomó las riendas del equipo. El había sido jugador activo y probó las mieles del triunfo cuando en el nacional de Manizales se coronó campeón.

Alternaba con “Fosforito” Castro, “Cable” Rugeles, “Chiflamica” García, “Flecho” Hernández y “el Pote” Silva, entre otras figuras.  Fue la época dorada del Norte que imitaba así a la “Aplanadora Opita” o al equipo antioqueño, que tuvo en Edison Cristopher y Uribe la base que luego en los Panamericanos se dio el lujo de apabullar a México, equipo anfitrión y que aspiraba a la medalla de oro.

Pero bueno, esa ya es historia patria y sigo con mi cuento. Con Esquivel la cosa era seria. Nosotros veníamos de “mamarle gallo” a Polo, el hijo de la vieja Carmen, la primera y única mujer entrenadora de futbol de la ciudad, al igual que al licenciado Barboza, un gafufo que de profesor de gimnasia había dado el salto a entrenador de básquet.

Nadie les hacía caso y la mayoría se dedicaba a vacilar o a pantallar con la pelota delante de las peladas del Santo Angel, que se embobaban viendo el malabarismo tradicional, ese que consistía en darle vueltas a la superbola sobre un dedo o hacerla recorrer la cabeza y la nuca, hasta donde la espalda pierde su nombre y mas allá.

Pero cuando llegó Vinicio las cosas fueron a otro precio.  El no venía a perder el tiempo y al ver la altura de nuestro equipo nos inculcó el deseo de ser campeones. El no se andaba por las ramas y detestaba la mediocridad. Por ello no dudaba en despedir a quien se mostraba negligente e incapaz de amar el deporte de la cesta.  Eran jornadas agotadoras que se iniciaban después de finalizar las clases y que nos obligaban a trotar sin descanso, mover la cintura con desparpajo, saltar la cuerda, tomar la pelota y lanzar desde distintos ángulos al cesto.

Allí nadie se podía quejar y tampoco sentirse afectado porque Vinicio le regañara con fuerza o le hiciera repetir una y otra vez los movimientos, esos que permitirían luego sistematizar las jugadas, el bloqueo, los abanicos, la escalera o la alternancia entre la marca en zona y la individual.

Y cuando saltamos a la cancha fue la apoteosis. Desbaratamos al Gremios Unidos en un dos por tres. Me acuerdo que conmigo estaban Luna, “Chachi” Urquijo, “El Pollo” Paéz, y el hijo de “Puntillón” Soto.

Los de Gremios, la mayoría venezolanos que llegaban a estudiar a la ciudad, quedaron mudos, atortolados y terminaron casi aplaudiendo lo que hacíamos. ¿El público? No cabía de contento. Era algo fabuloso y parecíamos tocados por un hado mágico. Y no me malinterprete, porque en esa época nosotros no hacíamos caso de la maracachafa, y menos de las orgías o encuentros en donde se veía hasta la heroína y las drogas lisérgicas.

Después de ese partido, el asunto fue pilado. Y luego cayeron como cartas de naipes, los demás contrincantes. Al final se produjo el partido final, nada menos que contra el Sacre Coeur, un conjunto que tenía en sus filas a Hugo Hernández y que dirigía José “Chepe” Tapias, aquel costeño que luego de una larga estadía en la capital del país, arribó a nuestra ciudad.

“Chepe” había sido un jugador de esos que sabía el precio de la sangre. No estaba acostumbrado a perder e inculcó en sus dirigidos ese principio de dejar hasta el último aliento en el terreno de juego. Vivía el baloncesto a fondo y cuando tuvo la oportunidad de trabajar al lado de Guillermo Moreno -el papaúpa de los entrenadores nacionales- aprendió mucho.

Luego viajó a Estados Unidos -gracias al apoyo de Fernando Leal, presidente de la liga bogotana- y allí participó en clínicas al lado de los grandes.

También tuvo la oportunidad de ver en vivo y en directo a Larry Bird, “Magic” Johnson y al legendario Lew Alcindor, que luego cambiaría de nombre, y se llamaría Abdul Jabbar.

Tapias era consciente, lo dijo muchas veces, que aquí era difícil emular a los gringos por nuestras limitaciones, esas que se podrían traducir como desnutrición, falta de confianza en sí mismo, que llevaban a nuestros jugadores al miedo espantoso cuando tenían que enfrentar a rivales de postín.

Sin embargo, insistía una y otra vez. Y cuando llegó a entrenar al Sacre Coeur, encontró que todavía era posible el milagro. El, que había sacado de las castañas al mediocre básquet del altiplano y lo colocó a la altura de los grandes, no era hombre para arrugarse.

Sobre todo porque allí se encontró con Hugo Hernández, un deportista hecho a base de garra, condiciones innatas y pundonor, que se apoyaba en compañeros como el “Tigre” Moyano y los hermanos Lamk. Estos últimos herederos de una tradición que se resistía a morir y que habían tenido en Juan José, el poste e iniciador de una historia llena de éxitos.

El partido, lo sentí en el centro de la cancha, era difícil porque Hernández quien luego integraría la selección Colombiana, era un hombre forjado a palo seco, un obsesivo que vivía al lado de la cancha del Calasanz y que, cuando salía de clases, dejaba que las sombras se apoderaran de él ahí lanzando al cesto, inventando esguinces, dándose gusto de superar una y otra vez a sus rivales.

Además era consciente de sus limitaciones y por ello suplía su regular estatura con el trabajo de pesas, que le daba una gran potencia en el salto, y el esfuerzo constante de lograr su marca favorita: 20 puntos en 10 lanzamientos al cesto.

Era la vedette, el “chacho” del Sacre Coeur, y lo apoyaban Mario y Said Lamk con esa polenta de quienes saben el valor de la camiseta y nunca se entregan en el terreno de juego.  Ellos venían de una generación que, llegada del Líbano, había encontrado en el baloncesto una manera de desquitarse de sus desgracias allí donde sopla el viento y levanta la arena del desierto.

De esa tierra donde hay que sembrar con escopeta, se trajeron esa actitud franca de no dejarse vencer sin haber dejado hasta la última gota de sangre en tierra franca. Por ello, nosotros, que veníamos con la aureola de ser los mejores -craso error de los que aspiran- fuimos arrollados al principio del partido.

Hugo -hermano de Paco y David, quienes luego seguirían sus pasos- era una tromba. Nos tocó, entonces, cuando nos llevaban 10 puntos, hacerle una marca a presión. Lo tomó el “Flaco” Barajas y, a punta de codazos, le hizo sentir su aliento en la nuca. Luego, provocándole con frases de alto vuelo, minó la serenidad de quien nos daba un paseo de padre y señor mío.

Fue entonces mi oportunidad. Aproveché la confusión de Hernández, quien terminó enfrascado en violenta pugna con su marcador, y con el apoyo del “pollo” y Urquijo, tuve el tablero contrario a mi disposición.

Dejé, pues, que las enseñanzas del viejo surgieran con facilidad y logré esa noche mejorar mi marca personal. Ganamos por 20 puntos y por primera vez mi colegio obtenía de manera invicta, el trapo campeonil.

De ahí en adelante, no tuve problemas para integrar la selección departamental y participar en el primer campeonato allende las fronteras provinciales. Allí las cosas eran a otro precio, pues las cosas eran a otro precio, pues encontraba uno que la presión terminaba por absorberlo.

Primero venía la oposición brutal del público. Era, si no estoy mal, como entrar a una caldera hirviendo, un choque frontal para quien siempre se había sentido en el mismo patio con el apoyo entusiasta de su gente y que de pronto se tornaba en el “patito feo”.

¿Y qué me dice dentro de la cancha? Ahí la cosa era para machos.  De entrada, un local le sacaba a uno la madre o al menor descuido le agarraba los testículos. O cuando venía un salto, algún desgraciado le pisaba a uno los zapatos y más de una víctima quedaba desgarrada, fuera de combate.

Eran marrullerías que siempre han existido y que han hecho del baloncesto algo así como un deporte “bajo cuerda”. Porque una cosa es la que ve el espectador allá en las graderías, y otra lo que pasa en el terreno de juego.

Una situación que, para ser más gráfico, se puede ver allí al borde de la cancha y sobre todo en los partidos femeninos.  Ellas, colmo de la suavidad y las frases tiernas se convierten en fieras cuando se trata de disputar un partido.

Gritan, gesticulan, usan los codos a la manera del luchador en el ring,  y luego sonríen. Se vuelven agresivas y no perdonan.

¿No me cree? Entonces voy con una anécdota de la que fui víctima hace mucho tiempo.

Jugaba una tarde un partido de recreación. Alternaba con las hijas de la vieja Carmen, aquella gorda que amaba el deporte, y una de ellas me enseñó que allí, en la cancha solo existía la ley del más fuerte, del vivo, del que supiera manejar la malicia indígena y supiera vencer por el camino secundario.

Vino un salto. Yo, en el colmo de la ingenuidad, salté por la esférica. Sin embargo, Josefa -la hija mayor de Carmen- me hizo tremendo “caballito” y yo fui a dar con mis huesos en tierra. No entendía que pasaba. Por eso, fui a preguntarle porque había hecho eso.

Grande fue mi sorpresa cuando ella me dijo que no me hiciera el gringo, pues dizque en una jugada anterior, le había dado un codazo en plena cara. No supe que responder. Sin discutir ni nada, decidí salir del partido mientras me sobaba la cadera afectada por tremendo “costalazo”-.

Hugo Hernández en acción…

Aquella noche, vuelvo al cuento inicial, como tantas otras, no hice caso de los insultos del “Chueco”, según me decían él había sido un buen jugador, dotado de un coraje a toda prueba, hasta que un accidente lo retiró de las canchas. 

Luego anduvo de un lugar a otro y, postrado, fue recogido por el viejo Bonifacio, el que cuidaba y vivía en el coliseo de baloncesto, el mismo que también un día le tendió la mano a “Candelo”, un árbitro que más tarde se volviera orate y recorrería las calles haciendo los gestos típicos de quien pita y controla un juego de básquet.

Esa noche, Silvio “El Chueco”  era el único enemigo que teníamos y la gente al igual que nosotros optaba por no hacerle caso. 

“Chepe” Tapias era ahora nuestro entrenador y todas las tardes de la historia nos inculcó la importancia de la serenidad y de que cuando todo pareciera estar en contra nuestra, era importante crecernos al igual que el toro que en la plaza envalentona ante el castigo y muestra, con fuerza su casta y trapío.

Pero “Chueco” insistía. Se colocaba en al camino a los camerinos y desde allí disparaba insultos como si fuera una ametralladora.  Nunca entendimos su agresividad y por ello, mucho menos pudimos prever su ataque. No me pregunte si era luna llena o si por la mente del infeliz pasó una ráfaga de maldad. Yo no soy sicólogo para despejar esa duda. Solo fui la víctima.  

Ocurrió cuando faltaba un minuto de juego. Luego del empate, los rivales sacaron fuerzas desconocidas y de la mano de Manzanera nos sobrepasaron en el marcado.  Tuve entonces que apelar a mis trucos y a una energía reservada para los momentos difíciles.

Con esfuerzo logré igualar de nuevo el marcador. De pronto, cuando todo estaba listo e iba a lanzar desde la bomba -luego de una falta contraria- para lograr la ventaja necesaria, surgió el “Chueco”. Yo no lo veía, pero dicen los que me contaron, que de pronto el tipo dejó la malla y poco más tarde volvió.

Pero no venía solo. En su diestra portaba una piedra como esas que se utilizan en las cocinas para afilar los cuchillos.  Tenía el rostro congestionado y las pupilas a punto de desbordarse.  Después los médicos diagnosticarían un acceso repentino de rabia, producto de traumas provocados en su cerebro por la desnutrición y las dificultades en su relación con los demás.

Lo cierto es que él fue un hombre que había enfrentado por años la oposición de los demás.  Era el “pone-quines” o el “maracas” que tenía siempre que batirse en retirada cuando la abrumadora mayoría amenazaba con aplastarlo.

Sin embargo, tenía un límite, el mismo que vino a romperse aquella noche cuando definíamos el campeonato y yo estaba a punto de convertirme en el mejor jugador nacional.  Los testigos dirían después, que vieron como el hombre aquel lanzaba con fuerza desproporcionada a su desnutrición, aquella piedra que sobrepasó la malla y buscó mi cabeza.

Fue, si vamos al lenguaje cinematográfico, como si en cámara lenta, el proyectil dejara atrás el bullicio de la muchedumbre, pasara por los aires sin hacer caso del esfuerzo de los jugadores, y menos del sudor y la sangre que empapaban la cancha. Tenía un objetivo claro, definitivo.

Recibí el golpe a un costado de la nuca.  Sentí algo así como un corrientazo, una descarga imprevista que al principio me pareció simple picotazo de avispa. Pero esta fue una sensación minúscula comparada con la que experimenté luego, cuando todo empezó a darme vueltas y sin ningún apoyo caí al piso.

Por mi mente pasaron muchas sensaciones quizá imposibles de capturar otra vez. Sin embargo, le cuento que fue algo así como si de pronto todo se confabulara en contra mía. Sentí como si un ataque de paranoia se volcara contra todo mi ser y que ahí los reflectores, el vuelo de los moscos que sentían la atracción de los bombillos, más el rugido de la multitud y la cara desconcertada de mis compañeros, rivales y los árbitros fueran espectadores de un drama que era solo mío.

Después perdí el conocimiento. Lo recuperé varios minutos más tarde. La conmoción había sido tal que el silencio se apoderó del coliseo. Ya la policía se había llevado al agresor cuando volví a incorporarme. “Chueco” estaba en el calabozo y yo veía como Fernando Leal -un rival franco y amante de la competencia sin recovecos- y Tapias trataban de darme ánimo, mientras uno de los nuestros me acercaba un frasco con sales aromatizantes.

El “Chueco”, me contaron después, estaba de remate. Un médico certificó luego sus perturbaciones mentales y lo hizo trasladar al manicomio. Pero yo no quería que todo pudiera terminar así y que del sueño más grande y del triunfo más clamoroso, tuviera que refugiarme ahora en el dolor de lo que pudo haber sido. Por ello, le rogué a “Chepe” que me permitiera continuar.

El me miró con ese rostro del padre que entiende el desvarío de su hijo. Tapias quien había sido para nosotros el kinesiólogo, médico, consejero, sicólogo y sobre todo el taita que sabía de nuestras virtudes y también conocía nuestras limitaciones, movió con lentitud la cabeza.

Sin embargo, yo insistí. Sentía como si también aquel silencio, la duda de los árbitros que no se animaban a reanudar el partido estuviera de mi parte. Leal sólo se limitaba a palmotearme la espalda como si pretendiera así ser apenas testigo de aquel momento. “Chepe” entonces,  al ver que mi determinación no admitía negativas, decidió no ser un obstáculo. Sólo dijo mientras trataba de evitar que las lágrimas desbordaran sus ojos y su rostro de zorro del baloncesto desmoronara:

“Está bien, pelao, sal y destrózalos”.

No necesité más. El Santa Coloma se había ido delante de nuevo. Fue Bernardo González, mi reemplazo, quien anotó aquel punto que yo no había podido cobrar. Pero, a pesar de su esfuerzo y de los demás compañeros, ellos parecían intuir que sin mi presencia los contrarios serían los únicos vencedores.

Me recibieron entonces con el clásico saludo de manos, y yo sentí que el sabor de la sangre que había empapado mi cabeza exigía una repuesta. Fue entonces cuando los espectadores vieron --así conceptuó al otro día la prensa-- el resurgimiento del Ave Fénix.  

Volví de las cenizas y saqué de mi galera -esa que había forjado mi viejo, y que luego Vinicio Esquivel, “Farolito” Gutiérrez, Zapata, Edison Cristopher y Tapias fueron puliendo con el tesón del artesano que toma un pedazo de carbón seguro de que allí se encuentra un diamante que sólo necesita tiempo y estímulo- todo el repertorio de que disponía.

Los Manzanera, el temible Segura y aquel Rodríguez que hizo historia, fueron impotentes para detener mi brillo y cuando emboqué la última cesta, luego de convertir desde distintos puntos de la cancha, el delirio fue incontrolable. Fue  una jugada que inicié desde nuestro campo. Burlé con presteza la marca y zigzagueando busqué la esquina contraria.

Allí hice el pase a Guido Mosquera -el mismo que se hizo famoso por su lanzamiento de media distancia- y aproveché la pantalla de González para irme hacia el cesto.   Fue un balanceo en el aire al mejor estilo de Sam Sheppard o “Guty” De Armas, para luego de gancho -esa jugada que luego haría famoso a Luis Murillo- anotar antes que la chicharra lanzara su veredicto.

¨Ganamos, somos los campeones¨ fue el grito del “Chepe” Tapias antes que sintiera yo el acoso de mis compañeros y el entusiasmo desbordado del público que me abrazaba con todo el ardor posible del hincha, era flor de fango que cuando se desborda es capaz de cualquier hazaña.  Después, no supe más.

Desperté en el hospital. Las radiografías vinieron a indicar que la piedra de “Chueco” había provocado un trauma en el cerebro. Había sido, trató de explicarme un médico, como una especie de temblor que se originó en la nuca pero que mediante ondas concéntricas se transformó en un terremoto que ocasionó alteraciones en mi sentido del equilibrio.

Sí, yo sería desde esa noche en adelante un inválido. Estuve en el centro hospitalario varios días en una  ardua lucha entre la vida y la muerte. Al final, gracias a mi estado físico, logré superar el difícil trance. Pero se habían afectado mis condiciones sicomotrices, ya nunca podré volver a caminar con la seguridad y el desparpajo de un triunfador.

Mi mano derecha, la que había sido causante de tantos momentos gloriosos, con el paso del tiempo quedó recogida, simulando una siniestra garra. Es decir, no podía luego atrapar con ella ni una hoja de papel y mucho menos sostener una pelota de ping-pong.

Además, quedé con un lenguaje balbuciente que a quienes no sabían de mi pasado les daba motivos de burla. En aquella época fue un golpe brutal. Cierto es que los periodistas ensalzaron mi notable desempeño y durante muchos días no hubo en el país otro hecho más destacado; el mismo que me permitió al final de año ser consagrado como el mejor deportista del país y ser objeto de panegíricos, alabanzas y elogios en homenajes, columnas editoriales o programas radiales y televisivos.

Pero aquello al fin pasó y yo tuve que enfrentarme al cambio.  Quedé solo con el único apoyo de mi familia que trataba de animarme y procurar que yo aceptara mi condición. Sandra Milena, mi esposa, terminó por irse al igual que todos aquellos que me aplaudieron un día.

Sin embargo, no les guardo rencor.  Sé que este ha sido el final de quienes un día fueron. La multitud, es cierto, sólo va tras los vencedores, y así como es pródiga con el triunfador, no duda con maltratar al perdedor o al que ve como pasa su época gloriosa.

Esto lo acepté luego de un proceso, fue duro, lo confieso, eso de ser ahora considerado como una vieja gloria.

Pero con ese paso vino la madurez, y ahora puedo decir que resurgí de las cenizas, logré con el apoyo de mis seres queridos, colocar un pequeño negocio que gracias a la constancia y disciplina que me inculcó el deporte lo convertí en lo más popular del barrio.

Es allí donde ahora van mis amigos. No solo quienes me conocieron o fueron mis rivales en el terreno de juego, sino todos aquellos que desde las tribunas se entusiasmaron con mi habilidad para el baloncesto y que se animan a hacer comparaciones entre el pasado y el presente.

Yo me divierto, les saco entonces las viejas revistas o periódicos, y un canasto lleno de panes. Ahí van cemas, mojicones o roscones. Luego cada uno se sirve una gaseosa y empezamos a recordar historias.

Todos estamos alegres. No importa que de pronto alguno tome el camino equivocado y llegue al partido aquel, que viéndolo bien ahora a la distancia y con la serenidad que da el paso de los almanaques, fue mi gloria y también mi caída al abismo.

Es entonces cuando no puedo disimular en rictus de amargura, porque aquel partido, es la pura verdad, fue el que me igualó de manera definitiva y para siempre con Silvio “El Chueco” Navarro.




FIN




Recopilado por: Gastón Bermúdez v.



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