Patrocinio Ararat Díaz (La Opinión 60 Años)
Cúcuta de noche.
Hace 60 años, huyendo de la evolución de la zona comercial del centro de la ciudad, mi padre tomó la decisión de salir con su familia de la casa de habitación de la calle 8 con avenida 4ª para otra en el Barrio Lleras. Allí empezamos todos a vivir otra vida.
Era yo, entonces, un estudiante salesiano con muchas necesidades y con las ilusiones propias de un adolescente sano y apacible, que aceptaba las mejores costumbres de la época: honrar la palabra, promover la cultura del respeto y los buenos modales y soñar con un mejor futuro. Por doquier se enseñaban principios y valores. La cívica, la urbanidad y la ortografía eran piezas fundamentales del portafolio académico y cultural.
En el país, recién había pasado la época de la violencia y se había firmado el pacto de Benidorm que permitía el Frente Nacional y la segunda presidencia de Alberto Lleras.
Se iniciaba la vida y la injerencia de la república de Marquetalia y las Farc, bajo el mando de Manuel Marulanda, donde no tenía influencia la oficialidad. Se iniciaba el desplazamiento de los campesinos a las ciudades. Se había puesto en marcha el freno a las importaciones y la promoción del proteccionismo y las exportaciones.
A nivel local, con los resultados de la segunda guerra mundial, seguía la desaparición de los emporios económicos y del auge empresarial que habían hecho famosa a la Perla del Norte.
El boom del petróleo y el contrabando desplazaban la vocación exportadora regional y se veía venir la fiebre del comercio minorista.
Se observaban políticos regionales que ejercían verdaderos liderazgos y, entre ellos, concejales que eran patricios respetables y prestaban servicios sociales de calidad. Y sin ningún costo. El desarrollo de la ciudad era lento, pero seguro.
Hacia el norte, Cúcuta se extendía hasta las casas de lenocinio de la Ínsula y hacia el sur, se acababa en San Rafael. Las calles y avenidas eran de doble vía y los carros que las transitaban eran importados y de marca. No existía El Malecón, pero la gente iba al Pamplonita a “paseos de olla” y a bañarse, lanzándose desde el puente metálico de San Luis.
No había discotecas, pero la gente bailaba en El Palacio y en La Araña de Oro cuando empezaba el furor de las orquestas venezolanas. Los clubes de Comercio y Cazadores estaban en el lugar de hoy, pero el Tennis ocupaba la esquina noroccidental de la calle 7 con avenida 1ª.
No existía la Clínica San José, pero la Santa Ana estaba cerca de La Opinión que acababa de crearse y la desaparecida San Antonio se ubicaba en la Calle 8ª cerca del Parque de su mismo nombre.
En el deporte, Cúcuta era considerada la ciudad basquetera de Colombia. Acá se había desarrollado un campeonato suramericano, contando con las grandes figuras nortesantandereanas Alfredo y Carlos Díaz y el mago Roque Peñaloza. Este fue el punto de partida para el nacimiento de una verdadera fiebre por la número 7. En el fútbol, a nivel aficionado estaba creciendo “la matica” en las distintas categorías y en el profesional, el Cúcuta Deportivo era un equipo pundonoroso de mitad de tabla hacia arriba y con los jugadores uruguayos era una gran potencia en su fortín del General Santander.
¿Y de la educación? A nivel básico, se podía señalar que era una de las prioridades regionales. En Cúcuta, Pamplona, Ocaña y en algunos otros municipios de Norte de Santander, había muy buenos colegios y un notable nivel académico. Buenas instalaciones y dotaciones, excelentes docentes y muy buen currículo, eran las constantes. Pamplona se destacaba por ser llamada la ciudad estudiantil y por albergar mucho estudiante venezolano. Ocaña poseía un establecimiento bandera como el José Eusebio Caro. Y Cúcuta tenía colegios masculinos importantes como La Salle, Sagrado Corazón, Salesiano, Calazans, Andrés Bello, Nariño, Gremios Unidos, Municipal y femeninos como Bethlemitas, Santo Ángel, Santa Teresa, Politécnico del Norte, Presentación, María Auxiliadora y Departamental.
Se hacían las primeras escaramuzas para crear las universidades de Pamplona y Francisco de Paula Santander, por lo que los padres de familia, tenían que hacer un gran esfuerzo para enviar a sus hijos, en aviones DC3, a Bucaramanga, Bogotá u otras ciudades del país o por tierra, por la vía de la carretera central.
En un segundo, pasaron sesenta años. En ellos, pasó de todo y no pasó nada. Iniciando la tercera década del siglo XXI y producto de nefastas administraciones municipales, el panorama general de la región, es sombrío. Indicadores sociales, económicos, académicos y culturales bastante preocupantes: desempleo, subempleo, indigencia, informalidad, línea de pobreza e inseguridad van de la mano del escaso desarrollo económico y de bajos niveles de ingreso, calidad de vida, productividad, competitividad, nivel educativo, salarios, ocupación laboral, inversión pública, industrialización y exportaciones. Adicionalmente, ahora están rotas las relaciones con Venezuela y vivimos una terrible pandemia universal.
Afortunadamente, la llegada de un nuevo alcalde ha traído un aire fresco para la ciudad pues viene cargado de ilusiones y políticas de anticorrupción, aspecto que era una notable aberración en los distintos años de este siglo.
Con el
deseo de volver a rescatar los principios y valores, la educación y la cultura
y a dignificar la política en el municipio, ojalá que el burgomaestre pueda
iniciar una nueva vida ciudadana y mueva el timón hacia el mejoramiento
institucional. Pasado este tiempo de tragedia sanitaria, estoy seguro de que,
de la mano del alcalde, actuando juntos podremos reactivar económica y
socialmente la región.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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