Gustavo Gómez Ardila (La Opinión)
Antigua ‘casona’ en el Salado
Todas las
tardes el tren regresaba de Puerto Santander, donde empataba con el tren de
Venezuela. Salía por la mañana de Cúcuta y regresaba cargado a veces de
mercancías de Europa y con trabajadores que venían del campo a sus hogares y el
tren les daba la colita.
En cada estación donde el tren se detenía, los muchachos lo esperaban con fiesta y gritería, corrían a esperarlo para treparse, aprovechando que la locomotora iba disminuyendo la marcha. Y en la estación se bajaban como importantes viajeros. El comercio floreció, los almacenes se llenaron de mercancías europeas y en la ciudad se establecieron italianos, franceses, turcos, alemanes y hasta ingleses. Cúcuta tenía buen nombre en el viejo continente. Y en el nuevo. Fue la época de oro cucuteña.
Pero cuando
Enrique Raffo trajo el primer carro a Cúcuta, a varios ricachones les entró la
fiebre de los automóviles, la ciudad se fue llenando de carruajes y el
tranvía y el tren comenzaron a decaer. Poco a poco las locomotoras fueron
quedándose en el camino, los rieles fueron desenterrados y las estaciones
empezaron a derrumbarse.
La estación de El Salado, sin embargo, ya abandonada, sirvió para un fin digno
de elogio: Allí se estableció la escuela del sector, a donde llegaban niños a
estudiar no sólo del barrio sino de los sectores rurales cercanos.
Todo muy bien, sólo que los niños y niñas terminaban la primaria y luego se les
cerraban los caminos. A veces conseguían algún trabajo, a veces se dedicaban a
la vagancia y no faltaban los malos pasos. A esta situación se sumó otro
delicado problema: A pocas cuadras de la escuela se estableció la zona de
tolerancia llamada La Ínsula, casas de prostitución con luces de colores,
música y tentaciones de conseguir plata.
Fue entonces cuando la directora de la escuela, la profesora Agustina Garnica,
se dio a la tarea de gestionar con el municipio la fundación de un colegio para
la zona. Tarea difícil. Era como agarrar la roca a golpes a ver si sale agua,
al estilo Moisés.
Pero la
insistencia, la cansonería de la directora y la echadera de vaina con los
padres de familia, dio sus frutos cuando el Concejo aprobó la creación del
colegio Eustorgio Colmenares Baptista, el 5 de octubre de 1993, para el 5 de
octubre de 2020 hizo 27 años. Su nombre fue un merecido homenaje al director de
La Opinión, asesinado meses antes. El Concejo no sólo aprobó el proyecto, sino
que aportó una partida para la construcción de la planta física.
Fue nombrada rectora la licenciada Clemencia Garnica de Barajas, quien de
inmediato cogió el toro por los cachos.
Debajo de
los árboles, en el patio de la escuela, en la capilla, en la calle, donde
fuera, los primeros 30 alumnos recibían sus clases, mientras las obras
avanzaban.
Pero como siempre, la plata se quedó en el camino y los trabajos quedaron
inconclusos. Entonces un día, Clemencia se tomó el edificio a medio hacer, metió
allí los alumnos y empezó a conseguir todo lo que necesitaba para que el
colegio echara a andar con al menos lo mínimo que necesitaba para funcionar.
Hoy en día el Eustorgio Colmenares Baptista es un colegio de categoría, con una
edificación envidiable, gracias al trabajo conjunto de toda la comunidad
educativa. El empuje arrollador de Clemencia, que sigue siendo la rectora, y
sus profesores, ha sido decisivo para avanzar en estos 27 años de
funcionamiento.
El día de su cumpleaños 27 se celebró. Tocó virtual esta vez, pero la profesora
Rosaura Cruz se dio sus mañas como siempre, para que todo saliera bien. Y así fue. Y
seguirá siendo, Rosaura.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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