José Luis
Maldonado (Seudónimo Luis Coronado) – La
Saga
El llamado
“Bogotazo”, una de las revueltas urbanas más violentas del siglo XX, causó
oficialmente, en sólo tres días, 2.585 muertos.
Esa mañana, un malestar estomacal me inhibió para ir a
almorzar en la pensión de la señorita Araque. Dos pepitas de Yatren 105 me
reparaban y con Carlos Augusto nos dirigimos al café Inca, segundo piso sobre
el concurrido café El Molino, carrera 7ª, entre calles 14 y Avda. Jiménez, exactamente frente
al edificio Mejía. Era la hora trece, una de la tarde. Recién habíamos empezado
a chocar los marfiles sobre el verde paño de la pesada mesa, junto a la
ventana, cuando sonaron los disparos y, casi de inmediato, un desgarrador grito
de “Mataron a Gaitán, hijueputas!”.
En tres zancadas bajé la escalera, crucé la calle y me
junté al grupo que consternados trataban de auxiliar al caído. Yo tomé la
iniciativa de sugerir en grito, pronto, a la Clínica Central, y me lancé a
detener el Radio Real, taxi negro que venía detrás del tranvía. Le dije al
chófer que el herido era el Dr. Jorge Eliécer Gaitán y que en contravía, se
fuera hasta la calle doce para subir a la Clínica Central, la más cercana
oportunidad de auxilio. Plinio Mendoza Neira y Pedro Eliseo Cruz, acompañantes
del “Negro” ese día, junto a otros ocasionales transeúntes, levantamos, sí, yo
también, al herido y lo introdujimos al taxi, reiterándole yo al asustado
conductor la ruta y destino de su misión humanitaria. El reloj de San Francisco
marcaba la una, diez minutos.
Marchado el taxi, me interesé por el individuo
agarrado por dos lustrabotas en forcejeo con un policía, ahí en la esquina de
la Jiménez, edificio Chaux, y en medio de la algarabía de emboladores, loteros
y vendedores de prensa que enardecidos vociferaban denuestos contra el presunto
asesino. Súbitamente, un hombrón levantó su pesada caja de lustrar y con
ferocidad la descargó sobre la cabeza del imputado homicida. Un chorro de
sangre brotó de sus oídos y su cabeza se desgonzó abatida. Yo lo consideré
muerto. “Caretigre” llamaron al hombrón que no permitió vivir a Roa Sierra.
Llegados otros policías, que por esos días estrenaban
uniforme de color carmelito, quisieron rescatar al hombre golpeado y, a la
brava, fueron retrocediendo hacia la calle 14. En el camino el café “’El Gato
Negro” y seguidamente la droguería Granada de los hermanos Villabona, mis
paisanos. Ahí, los policías buscaron librarse de la multitud que se crecía y,
con dificultad, lograron introducirse en la farmacia con el cuerpo de Roa
Sierra. Yo logré colarme al interior antes que los Villabona bajaran las
cortinas metálicas y, conocidos como éramos, intercambiamos comentarios sobre
los terribles momentos que estábamos pasando y eso fue todo. La enardecida
multitud derribó la cortina y se apoderaron del cuerpo del ya fallecido acusado
del magnicidio y a los gritos de “A palacio, a palacio…”, salieron de la
droguería y tomaron la séptima hacia la plaza de Bolívar. Era la una, veinte
minutos de la tarde y el tráfico de tranvías y otros vehículos se había
paralizado entre la Avenida Jiménez y la Plaza de Bolívar. Al llegar a la calle
doce el ominoso desfile se fundió con el que ya bajaba desde la Clínica Central
con la infausta confirmación de la muerte del líder y esto aumentó la creciente
rabia del populacho enardecido. El cuerpo de Roa Sierra era arrastrado de su
corbata, único adminículo sobre su desnudo cadáver.
El asesino
intenta escapar. Los lustrabotas enfurecidos gritan: ¡Mataron al doctor Gaitán,
mataron al doctor Gaitán! ¡Cojan al asesino!
En el Capitolio, cancilleres de veintiún países
hermanos asistían a las sesiones de la octava Conferencia Panamericana. Ese día
se había instituido la Organización de Estados Americanos, la OEA que nacía con
la bendición del general George Marshall, representante de los Estados Unidos y
los cancilleres en pleno. Tropas del ejército custodiaban el lugar y alertadas,
formaron barricada para detener allí la manifestación y no permitir su paso
hacia el palacio presidencial, objetivo de la multitud. En consecuencia, la
plaza se fue llenando por la multitud frenética que ya manifestaba consignas
partidistas y denuestos contra el partido azul y sus dirigentes. Estando a
escasas dos cuadras de mi trabajo, me deslindé del lugar y me encaminé a darle
parte sobre los hechos a mi jefe y a mi tío Armando. El reloj de la catedral
marcaba cinco minutos para las dos de la tarde.
“Don Chepe, pasó algo terrible, mataron a Gaitán”, le
dije azorado. Y la respuesta de don Chepe Godofredo fue, “uno menos…” y yo le
insistí que era cierto, que yo había sido testigo y que mirara mi mano y la
manga de mi camisa que era sangre del Doctor Gaitán y en ese momento ya se oían
gritos por la calle afuera y vimos, desde el segundo piso en que estábamos,
ríos de gente que se dirigían hacia la plaza mayor de mercado que para entonces
aún operaba en la manzana de la calle 10 a la 11 y la carrera 10 a la 11, a
solo una cuadra de nuestra posición. Para entonces ya don Chepe dio
credibilidad a mi relato y con el Doctor Largacha, el abogado jefe, nos
dirigimos al despacho del ministro que no estaba y, en su defecto, vimos al
Doctor Carlos López Posada. Secretario general y les rendí pormenorizado relato
de esa última hora, preñada de tragedia y agorera de días difíciles para el
país. Se dio la orden de evacuar el edificio y la recomendación para que el
personal se marchara directo a sus hogares. Era viernes y se esperaba que para el siguiente lunes todo
habría regresado a la normalidad. Mamola!
Media cuadra arriba, por la calle 11, en el quinto
piso del hermoso edificio de la Droguería Nueva York, funcionaba el laboratorio
donde se envasaban los cosméticos de la marca Max Factor. Allí laboraba una
hermana de Carlos Augusto, mi compañero de trabajo. Era una chica muy linda,
muy espiritual por quien mi corazón aceleraba el flujo sanguíneo. Ella lo
sospechaba pero mi timidez no soltaba prenda. Mi preocupación esa tarde era
sacarla pronto de ese lugar y conducirla hacia su casa, bastante distante, allá
por el barrio Rio negro, adonde solo el bus rojo que se tomaba en San Victorino
llegaba allí. Cuando subí a ese quinto piso, nadie allí sabía de la causa para
ese barullo que se observaba y oía desde el ventanal. El gerente, don Mario
Barriga, ya había sido advertido de la situación pero esperaba ampliar los
detalles para determinar la acción a seguir respecto a la seguridad del
personal y de las instalaciones. Yo le conté todo el rollo a la vez que le
instaba a ordenar la evacuación e instruir a su gente que se retiraran del área central. Mientras
mi florecita se preparaba, me di una escapada hacia la Plaza de Bolívar
preguntándome que habría sucedido con el cadáver del presunto asesino del
líder.
El aspecto de la plaza era caótico, de los tranvías
solo se veían estructuras aun llameantes y humaredas por doquier seguramente
causadas por la quema de muebles y enseres de las oficinas saqueadas en el
contorno. La tropa continuaba custodiando el capitolio y conteniendo a la
creciente multitud que pugnaba por proseguir la marcha hacia el palacio de la
carrera. Las arengas eran en alto calibre, proferidas por gente del montón,
populacho venido de la Perseverancia, Egipto, Belén, Las cruces y barrios
sureños.
Recogí a Florecita y a toda carrera nos encaminamos
hacia San Victorino, anhelando encontrar servicio de transporte. El panorama
era asolador, grupos energúmenos destrozaban vidrieras y asaltaban negocios de
ferretería y agrarios a objeto de tomar cuanta herramienta sirviera como
armamento. Así ya se veían sujetos armados de machetes, guadañas, hoces, palas,
porras y otros objetos corto-punzantes y, sorprendente, botellas de licor en
mano, fruto del pillaje a las cigarrerías.
En San Victorino no vimos vehículo alguno, salvo un
gran carro de bomberos bloqueado para evitar su camino hacia la Plaza de
Bolívar. Sorteando el barullo, logramos llegar hasta la avenida Caracas donde
una inmensa cantidad de gente pugnaba por embarcarse en los buses que,
afortunadamente, aún continuaban en servicio. Felizmente pude lograr el bus
rojo para Florecita, subirla a bordo y recomendarle reunir a todos en su
familia en su casa y esperar que se superara el impase que estábamos en ese
momento observando como testigos de primera línea. Ella, agradecida, me envió
un beso al vuelo que yo apañé y guardé, en el cofre de mis ilusiones.
Liberado ya de la responsabilidad por Florecita y
curioso o preocupado por don Abraham y su farmacia, allá en la Primera calle
Real, hacia allí me encaminé debiendo atravesar otra vez la agitada plazuela de
San Victorino y tomando la avenida Jiménez hacia la séptima. El panorama era un
pandemónium, las hordas alebrestadas trataban de invadir los Bancos del sector
financiero y el hermoso edificio de la Gobernación era presa del pillaje y
ominosas nubes de humo negro presagiaban el incendio en sus interiores. Y allí
a la vuelta, sobre la calle 16, una hermosa edificación de rancio estilo
francés con gran escalera a la calle, dos palmeras en copones gigantes a su
costado, daban la bienvenida a sus huéspedes. Era el Hotel Regina, una
verdadera joya arquitectónica. Allí, el seis de mayo de mil ochocientos
cuarenta, Francisco de Paula Santander, nuestro hombre de las leyes, entregaba
su alma al Creador. Ahora este tesoro, verdadero patrimonio nacional, sucumbía
en las llamas de la ignominia El reloj de la torre de San Francisco marcaba las
cuatro y treinta minutos de esa tarde aciaga.
Hacían solo tres y media horas cuando yo regresaba al
epicentro de la perturbación. Con dificultad, entre la recia multitud
vociferante, me abrí paso hasta llegar a la puerta del edificio Mejía, exacto
hipocentro de la tragedia, donde yacían velas encendidas alrededor del charco
de sangre del inmolado y unas cuantas rezanderas elevaban sus plegarias junto a
los lamentos de oportunas plañideras y, como eco a sus heridos sentimientos,
los hijueputazos de la turba ya hincha, por su líder y el embriague.
Continuar el recorrido por la séptima, hacia la Plaza
Mayor, me sobrecogía el observar el desorden y la destrucción que se iniciaba
de tantos sitios que, a pesar de los pocos años de haber yo llegado a la
capital, me eran familiares y ya acumulaban amables remembranzas en mi
adolescencia. Al mirar en los altos del Café El Molino evoqué el gigantesco
pizarrón en el que El Espectador, escrito con tiza blanca, publicaba como un
extra las noticias más sobresalientes del momento. Recordé la tarde que leí,
con sobresalto, “20.000 muertos en Cúcuta por terremoto” ay, no, no era Cúcuta,
era Calcuta. Y avanzando ya por la Tercera calle Real, el café Windsor con sus
billares y su excelente cocina y muy selectos en la escogencia de su personal.
Allí conocí y me sonsaqué una tierna y bella mujer. Gané su cariño y favores
habiéndola invitándola al Teatro Real, justo al frente del Windsor, a ver la
función que presentaba a Lola Flórez, La Faraona, muy jovencita, cantando y
bailando y Antonio, el guitarrista, con quien se desposaría años después. El
teatro Real como cine, era el de los estrenos de las películas mexicanas y como
teatro, escenario para periódicas presentaciones de artistas o grupos escénicos
de paso por Bogotá. Horas más tarde esos locales serían, lamentablemente,
consumidos por el fuego de la iracundia irracional.
Por la Segunda calle Real, sector de la calle 12 a la
13, las cosas empeoraban. El sagrado recinto del templo consagrado a Santo
Domingo había sido profanado por la turba hostil y anticlerical, incendiándolo
sin misericordia alguna. El edificio Murillo Toro, sede del Ministerio de
Correos y Telégrafos, se salvó de las llamas gracias a la férrea defensa que
hicieron los telegrafistas que allí laboraban.
La cuadra de la Primera calle Real era un cuadro de
desolación total. Allí había establecimientos de comercio, oficinas, hoteles,
cafés y apartamentos residenciales, todos en proceso de destrucción por la
acción demencial de la protesta. La Perfumería París, la Foto Gaitán, El café
Niza, el hotel Atlántico, El café Europa, la Emisora La Voz de la Víctor y, en
sus bajos, mi amada botica, la droguería Riaño; que dolor, que pena. Alguien
susurró a mi oído, “aquí comenzó el incendio de la séptima”. Y me acordé de las
capsulitas fétidas con que fastidiábamos a la plebe en aquellas noches de
viernes culturales…
Llegado a la esquina de la calle 11, subí hacia la
carrera 6ª.. Una pedrada sobre la vitrina del viejo local de la chocolatería
frente a la puerta falsa de la catedral, había dado escape a los centenares de
cangrejos de las charcas del Tequendama que eran apetecible plato en ese lugar.
Dentro del local, propietarios y empleados a puerta cerrada, defendían su
sustento frente a la hambrienta horda. Yo también hubiera querido saborear una
olorosa taza de chocolate, acompañada de una garulla y buen trozo del queso
cuajada como otras veces lo había degustado allí.
Llegado a la carrera 6ª. me estremeció el incendio que
devoraba el Palacio de la Justicia, austera construcción en cemento gris con
gran portón de entrada, enmarcado por dos gigantescas estatuas que
personalizaban la Justicia, una con la balanza de la equidad y la otra con la
espada, símbolo de la Ley y el orden, elementos que, a la final, fue lo único
que quedó en pie en esa esquina. Al edificio contiguo, la casa Rey, famoso
almacén de juguetería, las flamas del incendio del vecino lo abrasaron y sus
muñecos de celuloide contribuyeron a la intensificación de la hecatombe. El
cielo empezó a encapotarse, preludio de la lluvia oportuna y como una señal
celestial de conmiseración hacia la ciudad del bien y del mal.
El viernes amargo, el aguacero que empezó iniciando el
anochecer se extendió hasta la madrugada. El ejército, acuartelado en Usaquén,
recibió orden de tomarse la ciudad a eso de las diez de la noche.
Afortunadamente, la pertinaz lluvia contribuyó a que no se presentaran mayores
enfrentamientos entre la tropa y los amotinados a los que se sumaba la policía
disidente. No obstante, los muertos fueron arriba de los dos mil quinientos que
en la tarde del sábado se apilaban en el cementerio central y, entre ellos, un
cuerpo desnudo con corbata al cuello, que la lente de un joven fotógrafo,
“Manuelache”, supo captar en blanco y negro como epígrafe a su labor de periodista
gráfico. Las noticias que llegaban de la provincia evidenciaban severos
desmanes en ciudades y pueblos, señal agorera de tiempos de violencia por
venir.
El lunes siguiente, bajo estricta ley marcial, se iba
regresando a la normalidad. Las especulaciones sobre el crimen del líder iban
desde culpar al partido comunista internacional, bajo los auspicios de la Unión
Soviética, quienes buscaban boicotear la IX Conferencia Panamericana, donde la
influencia de los Estados Unidos era tan notoria que en el transcurso de la
misma se habían oído voces altisonantes de protesta y denuncia, tales como la
del canciller argentino que representaba el régimen peronista y otras.
También se culpaba al régimen conservador, temeroso
que Gaitán ganaría las elecciones presidenciales de mil novecientos cincuenta,
cosa probable dada la creciente popularidad del “Negro” que ya había tomado la
conducción del partido Liberal. Otras consejas del cotarro capitalino daban
oídas a “líos de faldas”, venganza de la parte perdedora en el reciente juicio
al teniente Cendales con clamoroso triunfo de Gaitán como su defensor. También
se especulaba que el presunto asesino, identificado como Juan Roa Sierra, un
hombre del común que había visitado en dos veces al doctor Gaitán en su oficina
para solicitar su ayuda y que al no ver resultado alguno, su esquizofrenia le
indujo a perpetrar el atentado. El gobierno del doctor Ospina Pérez designo
como investigador especial al doctor Jordán Jiménez y pidió la colaboración a
Scotland Yard de Inglaterra. Nunca se esclareció el caso.
A muy alto
costo la capital fue regresando a la normalidad mientras el país se sumergía en
la ciénaga de la violencia desangrante que, a más de sesenta años, continúa
lacerante.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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