Fernando Sánchez Torres (Revista Universidad Nacional de Colombia)
Deberá aceptarse entonces que la Universidad Nacional está en mora de darle satisfacción a la memoria, mancillada en esa forma, de quien, como dijera Guillermo Hernández de Alba, “Comprendió con aquilina penetración cómo la educación pública constituye el basamento inconmovible del Estado democrático”.
Que sirvan, pues, estas modestas líneas para dar principio al desagravio que la Universidad Nacional le debe ofrecer al gran revolucionario de la educación pública en Colombia.
Para apreciar en su real dimensión el papel que desempeñó Santander como organizador de la instrucción pública, es necesario revivir el momento y la situación histórica en la que le tocó actuar. Recordemos que en cuestiones de educación y de progreso cultural muy pocas cosas hicieron a favor de las colonias de allende el mar los encargados del poder español. No podríamos precisar si este hecho fue un simple olvido o si por el contrario fue el producto de una política deliberada.
Si lo primero, a España poco importaba lo que sucediera en sus dominios y menos el estado de ignorancia y de abandono en que se mantenían los naturales americanos; si lo segundo, no se equivocaban los consejeros de la Corona al intuir que el cultivo del intelecto de sus vasallos iría a despertar inquietudes y a arraigar en los espíritus el ansia de libertad.
Por eso la Expedición Botánica se ha considerado, desde el punto de vista de la estrategia política, como la gran equivocación de España. Al iniciarse el siglo xix, el Nuevo Reino de Granada contaba con dos colegios mayores, tres seminarios en provincia y algunas aulas privadas regentadas por franciscanos, dominicos o agustinos.
El movimiento libertador y el consiguiente estado de guerra obligaron a dichos centros de enseñanza a cerrar sus puertas.
Por eso en 1819, cuando Santander recibió el poder, el panorama general, y en particular el cultural y educativo, era francamente desolador. Como vicepresidente de Cundinamarca le correspondió, pues, no solo enfrentarse a una deplorable situación financiera, sino también iniciar la organización de la República en todos los órdenes.
Si ya había dado muestra de su genio militar, el destino le daba ahora la oportunidad para mostrar sus admirables dotes de mandatario civil. Bolívar apenas fue justo con él al llamarlo “Hombre de las Leyes” y “Héroe de la Administración Americana”.
El 6 de octubre de 1820, en su carácter de vicepresidente de la República, encargado del poder ejecutivo, expide el decreto sobre instrucción pública para hacerse acreedor al título de “Fundador de la Educación en Colombia”, como acertadamente lo llamara don Salvador Camacho Roldán.
Más adelante, con la Constitución de leyes de 1821, emprende la magna obra que incluye, por supuesto, la fundación de colegios y escuelas, universidades y museos.
Dado que no contaba con recursos suficientes, las rentas y los edificios de los conventos se utilizaron para poner a funcionar escuelas en Mariquita, Honda, Ocaña y Valledupar, siguiendo el método lancasteriano o de enseñanza mutua, basado en el sistema de monitores y propuesto en Inglaterra a principios de siglo por el pedagogo Joseph Lancaster.
Como si fuera poco, también en 1826, crea la Universidad Central con sedes en Santafé, Caracas y Quito. Siguiendo el hilo histórico, esta primigenia universidad dará origen en 1867 a la Universidad Nacional de Colombia.
Al crear en estas mismas ciudades escuelas normales ocurre algo de verdad atrevido, francamente revolucionario, que según concepto de Hernández de Alba acaba con el elitismo de los seminarios y de los colegios mayores al autorizar el ingreso de indígenas en ellos.
En julio de 1823 sanciona Santander el decreto relativo a los contratos celebrados por Francisco Antonio Zea con los catedráticos y científicos Boussingault, Mariano de Rivero, Roulin y Goudot, para que fomentaran el desarrollo de la agricultura, las artes y el comercio, “que son las fuentes productoras de la felicidad de los pueblos”. El mismo decreto establecía que se abriera una escuela de minería en Santafé.
En efecto, los científicos llegan y comienzan sus actividades docentes con las cátedras de minería, teología, entomología y botánica. Puede decirse, a pesar del fracaso posterior de la misión, que se intentó con ella reanudar la expedición científica que iniciara años atrás José Celestino Mutis.
Precisamente, Santander ordena que la biblioteca que perteneciera al sabio gaditano pase a la Biblioteca Real fundada por don Manuel del Socorro Rodríguez, y que se funde el Museo de Ciencias.
La medicina, que como todas las demás disciplinas científicas se hallaba en completo atraso y abandono, recibe un gran impulso al disponer que se dictasen lecciones de anatomía, cirugía, patología interna y fisiología en los colegios de San Bartolomé y el Rosario, encomendando su enseñanza a los ilustres médicos Benito Osorio y José Félix Merizalde. Es digno de resaltar el hecho de que la anatomía práctica se iría a enseñar por primera vez entre nosotros.
Analizando con detenimiento lo que en el campo de la educación hizo el general Santander, sorprende la meticulosidad con que emprendió su labor. Llama sobre todo la atención su visión de estadista al fijarse en asuntos de gran avanzada y significación para el país. Propone, por ejemplo, la creación de becas para estudiar mecánica y agricultura en Europa, dado que todavía estas materias no se enseñaban entre nosotros.
En 1826 —decreto del 23 de octubre— funda la Escuela Naval de Cartagena, teniendo en cuenta que “siendo la marina militar uno de los más importantes ramos que contribuye a la mejor defensa de la República, y deseando el Ejecutivo empezar a fomentar el estudio de ella [...]”.
El mismo año, también por decreto, reglamenta los institutos pedagógicos y los consejos directivos y académicos de las universidades. El artículo 131 de dicho decreto pone de presente su gran interés por la universidad, pues no solo piensa en el mecanismo para asegurar el suministro de libros a los estudiantes, sino también en aquel que contribuya a la financiación de la institución.
“Cada universidad —dice— tendrá una imprenta con el fin de imprimir correctamente los libros elementales y de proporcionarlos baratos a los estudiantes. Con su venta y la publicación de obras nuevas se podrán aumentar los fondos de las universidades”.
Siendo consecuente con el criterio de que la educación debía estar de acuerdo con la marcha ilustrada del siglo, dispuso en 1825 que los profesores de derecho público adoptaran como texto el tratado de legislación de Jeremías Bentham. Frente a una sociedad que acababa de salir del oscurantismo y conservaba mucho de pacata, tomar tamaña determinación en cuestión educativa era, más que un atrevimiento, una herejía.
Pero, como anota Germán Arciniegas, Santander quiso henchir de una nueva moral política la enseñanza universitaria. Era, a no dudarlo, una revolución intelectual en nuestro medio que iría a causar a su precursor algunos sinsabores.
Pero detengámonos un momento en este asunto de suyo importante. Recordemos que Jeremías Bentham, jurisconsulto y filósofo inglés, fue muy popular en Europa a principios del siglo xix y su influencia logró ocupar puestos de importancia en la mente de los revolucionarios americanos.
Bentham, ciertamente, no era un recién llegado cuando Santander lo introdujo en la universidad. Desde 1811 don Antonio Nariño lo había presentado en las páginas de La Bagatela. Bolívar conocía lo más sustancial del pensamiento del utilitarista Bentham, pues este, en carta del 13 de agosto de 1825, lo pone al tanto de sus ideas.
No es de extrañar, entonces, que el mismo Libertador aceptara en un principio que sus textos fueran adoptados dentro de un plan de estudios destinado a la naciente república. Es que el inglés, además de ser un consagrado tratadista del derecho, era un decidido defensor de la extinción de la esclavitud y de la conquista de la libertad. De ahí el interés que despertaban su persona y sus teorías entre los cerebros creadores de la nacionalidad.
Santander, el 6 de diciembre de 1826, le escribe a Bolívar:
“Azuero tiene empeño en que le remita a usted la carta de Bentham, y yo me intereso en ello. No se olvide usted de esa súplica”. Precisamente, don Vicente Azuero fue el más apasionado difusor y defensor de las tesis de Bentham desde la cátedra que regentaba en el Colegio Mayor de San Bartolomé, haciendo abstracción de las advertencias que el mismo Santander tuvo la prudencia de consignar en su plan de estudios.
De manera general, se aconsejaba que, si las doctrinas de los tratadistas recomendados eran contrarias a la religión, a la moral o a la tranquilidad pública, los catedráticos quedaban en libertad de suprimir los capítulos que pudieran ocasionar perjuicio o, en su defecto, señalarles a los alumnos los errores que a su criterio contuvieran las teorías expuestas. No puede negarse que de esta forma Santander introduce en el medio universitario de la época la libertad de cátedra, a sabiendas de que era un desafío a las mentes todavía ancladas en la época colonial.
No tardó en hacerse sentir la presión e influencia de los que desconfiaban de los pasos de avanzada que estaba dando Santander. Así, el Libertador Presidente, dicta el 12 de marzo de 1828 el siguiente decreto, que en la parte que nos interesa dice:
Teniendo en consideración varios informes que se han dirigido al Gobierno manifestando no ser conveniente que los Tratados de Legislación Civil y Penal escritos por Jeremías Bentham sirvan para la enseñanza de los principios de Legislación Universal, cuyos informes están apoyados por la Dirección General de Estudios. Decreto: Artículo 1. En ninguna Universidad de Colombia se enseñarán los tratados de legislación de Bentham, quedando por consiguiente reformado el artículo 168 del Plan General de Estudios.
Es probable que uno de los informes a los que se refiere el Libertador haya venido de Francisco Margallo y Duquesne, aguerrido soldado de la Iglesia católica, pues fue él desde el púlpito y desde todas partes quien condenó las doctrinas de Bentham, al igual que a los seguidores y defensores de ellas. Como era lógico, sus ataques estuvieron dirigidos de preferencia contra Santander y contra Vicente Azuero. Este asume la defensa y promueve juicio criminal contra el implacable acusador.
Con el paso de los años —paradojas de la vida— Margallo llegará a ser un fervoroso admirador y gran amigo de Santander. De igual manera, parece que Santander renunció a las teorías de Bentham. No obstante, en su momento el cucuteño fue un devoto del inglés.
Cuando residía en Londres en calidad de exiliado político, Santander no pudo resistir la tentación de conocer directamente al discutido Jeremías Bentham. La hoja de su Diario correspondiente al 1º de julio de 1830 recoge su deseo:
“Escribí a Bentham por consejo de Bowning, suplicándole me permitiera conocerlo personalmente”. En esa carta se declara Santander como su alumno y admirador, pues lo considera como “creador de la ciencia legislativa y amigo sincero de la causa de los pueblos y de la humanidad”.
Por la rápida revista que hemos pasado a las ejecutorias de Santander en pro de la educación pública, en particular de la educación universitaria, podemos deducir sin dificultad que, con él, como lo afirma Manuel José Forero, se inicia la historia de la instrucción pública en Colombia.
Al demandar don Domingo Riaño a los albaceas del difunto Francisco de Paula Santander el derecho que asistía al Colegio de San Bartolomé para reclamar el cadáver y ponerlo “en un local en que pueda el mismo Colegio velarlo”, como en efecto se hizo aquel 8 de mayo de 1840, se le quería rendir un homenaje póstumo al general jurisconsulto por haber vestido su beca y por haber sido ilustre exalumno de su claustro.
Además, ¿por qué no?, por haber sido el fundador de la educación en Colombia, en particular de la universidad pública.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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