Juan Carvajal Franklin (Imágenes)
Del capítulo ‘Gestos y Anécdotas’, del libro de Juan Carvajal Franklin, Hotel de Dios, Memoria del antiguo Hospital San Juan de Dios de Cúcuta, Biblioteca Julio Pérez Ferrero, Cúcuta, 2019, publicamos breves testimonios de su paso por el Hospital San Juan de Dios, de algunos de los médicos de entonces.
En el hospital se hacía el pan, olía a pan. La ropa, las sábanas tenían ese blanco de lejía y azulillo, y planchado de almidón. Todo era austero, pero no había pobreza, las camas estaban pintadas con brocha, las sábanas limpísimas, había pensión primera y segunda, mucha gente de dinero de la ciudad venía a que sus hijos nacieran aquí. Existía la Clínica Norte y la Santana, pero eran instituciones muy pequeñas.
Las monjas eran maravillosas como anfitrionas y como trabajadoras. Todas las enfermeras eran mujeres de zonas rurales que llegaban a una casa especial de las monjas que se llama “La Casita”. Llegaban a hospedarse mientras encontraban trabajo en Cúcuta. Algunas llegaron muy niñas y las monjas les enseñaron a coser o a cocinar o a formarse como enfermeras. Se diría que trabajaban por la comida y por la dormida.
Hablando de la estrecha relación entre el médico y la ciudadanía en los años 40, el Dr. Félix María Conde me refirió que ellos salían a la puerta del hospital porque era sabido que las jóvenes de familias prestantes de la ciudad se paseaban por el parque Colón para “echar el ojo” a los médicos nuevos. Así conoció a Carmencita, su esposa.
Dr. Rosendo Cáceres: El sábado 18 de diciembre de 1947 hubo una manifestación política en el parque Santander a favor de Jorge Eliecer Gaitán, que había perdido las elecciones unos meses antes frente a Mariano Ospina Pérez. Mi hermano era el tesorero de Chinácota, había venido con un grupo de copartidarios. Al volver al pueblo por la noche lo emboscaron y le metieron un tiro en el ojo. Trasladado al Hospital San Juan de Dios de Cúcuta, fue la primera vez que yo entré.
Tiempo después, cursando 5o y 6o de bachillerato, vine a las urgencias en vacaciones porque me hice amigo de un médico, y podía asistir a consultas y ver operar.
Posterior a mis estudios hice el internado y empezó mi práctica de anestesia en este hospital al que quiero muchísimo.
La enfermería estaba encargada a las Hermanas de la Presentación, quienes tenían un código para alertar la llegada de los médicos por medio de campanadas: Una campanada para el Dr. Casas, dos campanadas para el Dr. Ardila Ordóñez, etc. Los médicos eran personajes muy importantes de la comunidad, al sonido de la campana, las encargadas salían a recibirles con la bata respectiva, que era la capa del rey. Cada bata llevaba el nombre del médico.
El hospital siempre estaba lleno. La sala de cirugía se abría a las 7 a.m., pero al Dr. Manuel Antonio Roa Guerrero, anestesiólogo, no le gustaba madrugar. Los pocos semáforos de Cúcuta se encendían a las 6 a.m. y se apagaban a las 9 p.m. Cuando se atrevieron a preguntarle por qué llegaba tarde al trabajo, él contestó sin pestañear: —Porque yo no enciendo los semáforos ni vendo desayunos. Habitualmente se trabajaba hasta las 10 am. Los médicos no cobraban porque era un hospital de caridad, no tenían sueldo. A las 10:00 a.m. iban a atender sus consultorios.
El hospital funcionaba con el personal de planta, es decir, los internos, venidos de todas partes del país, rotaban durante un año, con dormida y alimentación. Cuando había casos difíciles, llamaban a dos médicos jefes de servicio, que estaban en sus consultorios. Entonces ellos tomaban las decisiones. El número de internos era más o menos cinco.
Los pabellones estaban divididos de acuerdo a las patologías. En una sección los de cirugía programada, en otra los de cirugía de urgencia (normalmente de trauma), y luego, los pabellones de medicina interna (enfermedades que no requieren operación: diarrea, neumonía, tuberculosos, cuando los enfermos mentales se ponían nerviosos los manejaban con una manguera de agua, estaban sueltos, pero encerrados).
El Antivenéreo funcionaba en la avenida 1a con la calle 12, a continuación de Maternidad, era en realidad un consultorio de control de enfermedades venéreas, pero nunca se hizo control a hombres. Se examinaba la sífilis y la gonorrea. Las trabajadoras sexuales eran atendidas los martes y los viernes, la incidencia era alta. Se expedía un carnet que tenían que renovar semanalmente. Muchos hombres venían a mirarlas a las 2 de la tarde.
Los leprosos se atendían en la loma de Bolívar. La vida del hospital hace parte de la piel del médico. Lo que se aprende en el hospital, no se aprende en libros.
Dr. Hernando Lizarazo Peñaranda: Fui director del Centro Antivenéreo desde 1973 hasta el 2000. La Ínsula era entonces el barrio de prostitución de la ciudad. Las Muñecas y El Campestre, sus bares más afamados, con entre 60 y 80 trabajadoras sexuales cada uno, sin contar los demás locales completamente llenos de lunes a lunes, con clientela internacional venida expresamente a conocer su fama.
El control antivenéreo era muy estricto. Como jefe luché para que no se hablara de “putas” pues lo consideré denigrante. Insistía en que ellas debían sentirse como cualquier trabajador y el centro de salud como cualquier otro centro de salud, donde se va a que le examinen la garganta o los oídos.
Por ser tan estricto en mi trabajo de control, me llamaban “el dictador”. Si me saludaban “amorcito”, yo les decía: —Soy su amorcito del quicio para afuera. En el consultorio me llamo doctor Lizarazo. Afuera, cambia la cosa. Aún hoy hay mujeres que me saludan en la calle y me dicen “qué tiempos aquellos en que se podía trabajar”.
Por otra parte, el Antivenéreo produjo el 30% de las entradas económicas del hospital. Hoy la prostitución y las enfermedades relacionadas con la falta de control, están por toda la ciudad, desde el barrio más humilde hasta el más encopetado, debido a que el gobierno no fue capaz de mantener la Ínsula con su centro de control.
Antes de estar en la Ínsula, que duró 35 años —desde 1965 hasta el 2000—, el Antivenéreo estuvo junto a Maternidad, por la 12, en el hospital San Juan de Dios. Allí lo dirigieron, entre otros, el Dr. Ciro Álvarez Barrios, el Dr. Carlos Castro Lobo y el Dr. Florentino Castro. En la Ínsula trabajamos, el Dr. Álvaro Eslava Vásquez, el Dr. Joaquín Figueredo y yo. El servicio se abrió en 1928 o 29, pero como muchas cosas de Cúcuta, que han sido pioneras en el país, también se acabó primero.
Hoy en día la relación humana entre médico y paciente no existe. Eso está llamado a una reforma, ya que existen unas bases muy débiles y sobre ellas están construyendo un castillo de naipe que en cualquier momento va a colapsar.
Dr.
Eduardo Delgado:
Recién metido en la carrera política, el Dr. Jorge Cristo Sahium redujo una
fractura y afanoso de salir a atender su electorado, ya se quitaba la bata de
médico, cuando el paciente despertó de la anestesia, lamentándose: ¡Ay! ¡Ay!
¡Ay!... —¡Que le apliquen Novalgina!—, se apresuró a ordenar el doctor Cristo,
pero el paciente le espetó: —¡Que me enyesen la pata que es! ¡Porque me enyesó
la que no era! El doctor tuvo que regresarse a enyesarle la que era.
Mientras operábamos con anestesia parcial epidural a un campesino, el Dr. Caro me preguntó si había asistido a la feria agropecuaria en Bogotá. Escuchando nuestra conversación, el campesino intervino en pleno acto quirúrgico: -Doctor ¿a usted le gustan los caballos? Le tengo uno para vender. Ante la sorpresa, pregunté al doctor Caro: —Qué hacemos, Manuel ¿seguimos con la cirugía... o le compramos el caballo al señor?
Un día me llamó un paciente desde Saravena para contarme que no conseguía quién lo operara de una hernia: —Pues, véngase y aquí lo operamos. Hicimos los análisis previos, la cirugía fue un éxito. En diciembre me avisaron que un señor afuera de la consulta me buscaba con tres pollos. Resulta que el señor se metió el viaje desde Saravena para agradecernos. Entró y repartió: Un pollo para usted, otro para el Dr. Rochel y el otro para la enfermera jefe.
Estábamos en una consulta con un paciente venido del campo, no podíamos preguntarle si tenía hepatitis porque seguramente no conocía el término. A ese color amarillento le llamaban “la buena moza” entonces preguntamos: —¿Usted ha tenido buena moza? El paciente miró con pudor a su señora y nos dijo: ¡Ay! Doctor yo sí que he tenido buenas mozas.
Hoy el médico no mira al paciente sino al computador, porque tiene que llenar un informe que amerite su sueldo paupérrimo. En aquel tiempo creábamos unos lazos que creíamos iban a perdurar para siempre, pero hoy en día ya no existen.
Dr. Ricardo Lamus: Con siete años tuve un accidente, me fracturé el codo y conocí el hospital. Era un 24 de diciembre. Me atendió el ortopedista, Pedro Fuentes, me quedó un poquito torcido, mira, aquí está la evidencia. Él era colega de mi papá, radiólogo, aunque mi papá había empezado como tisiólogo, que es el médico que se ocupa de la tuberculosis.
En los años 40 se organizó por la calle 12 del hospital el primer centro antituberculoso y se instaló un equipo de rayos X, el encargado de eso fue mi padre. Los benefactores de la ciudad levantaron en el cementerio alemán un nuevo centro donde fue trasladado el antituberculoso.
Así, que, conocí el hospital en el año 60, como paciente, y volví de interno en 1975, por cierto, cien años después del terremoto. En los 70 la organización consistía en un director, un síndico y el grupo de monjas que entrenaba a las auxiliares de enfermería.
Llegué coincidiendo con una explosión de inconformidad por la formación médica generada por la facultad de medicina de la Universidad Nacional en Bogotá que encontró una grave dificultad para poder hacer la integración docente-asistencial, porque el hospital San Juan De Dios de Bogotá era de la beneficencia de Cundinamarca y la universidad era nacional y no tenía hospital. La universidad decía que debía tener un hospital con estructura propia. Se hizo un intento de toma, hubo intervención militar. Nosotros cuestionábamos el sistema de asistencia médica del país.
Llegué de interno, fui el presidente de la Asociación Nacional de Internos y Residentes, nos tocó vivir la división de la medicina en Cúcuta porque la mitad de los médicos del hospital migraron a la recién fundada clínica del Seguro Social, quedamos con un hospital en crisis, con un sistema de salud endeble, malas finanzas y con un sistema de educación, cuando menos, curioso, diferente al que habíamos recibido en nuestras facultades. Apenas habían llegado las primeras jefes de enfermería. Las auxiliares se formaban con las monjas en un sistema anticuado, disciplinario.
Hicimos el internado cuestionando eso, las directivas, el sistema de salud y, aprendiendo. Aprendimos mucho. Los pacientes —que ahora se llaman usuarios— venían con una fe inmensa y nosotros trabajábamos con fe en poder curarlos. La inmuno-química era incipiente. Protestábamos. El día que vino el presidente Alfonso López y su ministra a inaugurar la clínica del Seguro Social, los internos del hospital, salimos con pancartas denunciando el abandono en que se encontraba el hospital.
Después del rural volví al hospital atraído por el doctor Ruan, anestesiólogo, me animó a que fuera médico de planta de Anestesia. Fui a Medellín a formarme en Salud Pública, mi ilusión era ser epidemiólogo. Volví para formar un departamento de epidemiología, nos tocó una epidemia de fiebre amarilla desatada en el Catatumbo y en Sarare, me llamaron como jefe del departamento de Consulta Externa. Se presentó una nueva crisis y esta vez fui nombrado director. Acepté consciente de que para solucionarla se requería la fe del carbonero.
Intentamos clasificar la atención por escala de cuidado: cuidados básicos, intermedios, y preparándonos para llegar a tener, cuidados intensivos. Esto causó un gran remezón, pues el hospital estaba organizado de una forma y lo pusimos de otra. Esto nos causó muchos problemas porque hasta ese momento cada uno tenía su ala, fue un atrevimiento, pero se logró. La organización hospitalaria se cambió. Logramos, por ejemplo, que las nuevas jefes de enfermería trabajaran turnos de 24 horas y las hermanas lo entendieron.
El hospital estaba dividido en las áreas de: cirugía, medicina interna, obstetricia y pediatría.
Un mediodía ocurrió un temblor muy fuerte, me agarré de una palma, en cuanto acabó, fui a los sitios más vulnerables. Yo sabía que pediatría era uno de esos sitios. No se cayó. Nos dedicamos a solucionar el problema de pediatría. Hicimos fusión con la Clínica de Leones, allí funcionó hasta el traslado al Erasmo Meoz y se perdió la oportunidad de hacer un hospital pediátrico.
Terminé Radiología y volví. Todo estaba pendiente de traslado.
Dr. Gustavo Carvajal Franklin: Yo venía de un hospital universitario relativamente moderno, y esta era una casona vieja con un parque en frente y una loca gritando en la acera. Los porteros, el personal de enfermería, los profesores, incluso los pacientes, todos tenían un comportamiento distinto al acostumbrado, pero de ninguna manera desagradable.
Conmigo llegaron 30 recién egresados de facultades de medicina de Bogotá, la Costa, Bucaramanga, el Cauca y Manizales. Había aquí otros 25 jóvenes que llevaban ya 6 meses del año de internado rotatorio. Nos recibió el doctor Luis E. Morales, de impecable blanco hasta los mocasines, corbatín rojo y cortesía afro. Creo que tenía una incrustación metálica en algún diente de enfrente que combinaba muy bien con su sentido del humor y a la vez apabullaba con sus amplios conocimientos.
De una elegancia distinta pero complementaria, el doctor Luis Fernando Luzardo era el director del hospital. Hablaba poco, fumaba mucho, reía socarronamente y le gustaba trabajar con el doctor Morales.
En el comedor nos ofrecieron jugo de naranja y pastel, y nos enviaron a la ropería, pasando el árbol de mango. La ropería estaba a cargo de la monja Concha y una viejita coja que se llamaba Chepa, dueña de cuatro gatos. Detrás estaban las señoras que cosían y remendaban. De unas estanterías muy bien organizadas, planchadas y almidonadas, nos bajaron tres mudas de pantalón y blusa de mangas cortas —las mangas largas sólo para profesores—y nos tomaron medidas para confeccionarnos las propias.
Después nos llevaron a la zona donde podíamos dormir. Delante del mango había una caseta donde vendían gaseosa. Nos pasearon por todas las dependencias de la casa, era el 30 de diciembre de 1979, y el 31 tuvimos que hacer turno. Ese fue nuestro bautizo.
La medicina que ejercimos era muy distinta a la de hoy. Mucha más clínica, sin depender de equipos. Sin tanta tecnología, pero con más calidad humana. Con hermandad. Llamábamos por su nombre a los pacientes o por su apodo, los profesores eran muy cercanos. Cada especialidad tenía su jefe... y llegamos a Medicina Interna, cuyo patrón era el doctor Reinaldo Omaña, con un sentido del humor bárbaro, auténtico cucuteño. Hacía sus propias fórmulas magistrales. No usaba medicamentos industriales, escribía de su puño y letra las fórmulas para que los pacientes fueran a la botica Americana y se las prepararan, tenía una letra muy bonita.
En la mañana nos presentábamos en el servicio de Medicina Interna que se llamaba Cristo Rey. El doctor Omaña nos recibía con una pizarra de madera completamente rellenada con tiza, refiriendo los acontecimientos del día anterior, no solo del hospital sino de lo que pasaba en la ciudad y en el Cúcuta Deportivo, todo con su letra perfecta, con su ortografía perfecta, con su redacción impecable. Convocaba a todo el hospital ¡Ay! y uno de nosotros tenía que pasar adelante a leer. Si nos equivocábamos en la lectura, aquello era una mamadera de gallo y uno aparecía en las noticias del tablero del día siguiente. Después de leer, le traían un jugo de naranja en una gran copa de cristal de tallo rojo, y como estímulo al alumno, el doctor Omaña daba a probar un sorbo de su cáliz, pero, cuidado, sólo un sorbo. Con este ritual empezaba el día, nunca regaños, se burlaba de sí mismo con mucha seriedad.
En esa época en Cúcuta había carros únicos, lujosos, los médicos se vanagloriaban de tener los mejores y competían entre ellos. Los carros de los médicos eran guardados en el parqueadero de la funeraria, a la vuelta del hospital. Se congratulaban de tener dinero y en realidad lo tenían y eran espléndidos con nosotros. Nos llevaban a paseos, al club, a comer. Si en el servicio faltaba algo, ellos lo compraban de su bolsillo. Muchos médicos no cobraban sueldo.
Un interno ganaba $20.000 pesos, Era un trabajo arduo. Había que hacer todo lo que se hace en un hospital universitario y más. Había reuniones de revista, de patología, de mortalidad. El doctor nos asediaba con preguntas que obligaban a pasarse el día estudiando. Quizá por esa dureza, cuando llegaba la hora de recreo, era muy sinceramente la hora de recreo.
El Dr. Roberto Claro refiere que un mediodía hubo un temblor, el doctor Morales estaba cerca de la ventana y nunca había experimentado algo parecido, así que saltó por la ventana y fue el único accidentado de esa jornada. La doctora Hartmann acababa de inducir anestésicamente a un paciente y fue la única persona que no se movió.
La
sonda de Sengstaken-Blakemore consiste en una cámara de goma en forma de
salchicha que sirve para detener la hemorragia esofágica. Salva vidas, sin
duda, es de parecida textura a la de un neumático de bicicleta. La jeringa
hacía las veces de bomba de aire, y de tanto en tanto sufría pinchazos, por lo
que era enviada a reparar de urgencia en el taller de bicicletas de la familia
Ararat. Un día el señor Ararat la devolvió mandando a decir que no había sitio
ya en la salchicha para poner otro parche.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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