El epicentro del Ateneo: Cicerón Flórez Moya, un chocoano nacido en Pascual de Andagoya que había desembarcado en Cúcuta sin mayores ilusiones y quien terminaría en convertirse en el pilar del periodismo en Norte de Santander.
Todos coinciden en su vital papel para la estructura cultural de una época cargada de transiciones. Sus amigos y amigas dentro de los que figurarían personajes tan importantes como Eduardo Cote, Jorge Gaitán, Beatriz Daza, Eduardo Ramírez Villamizar, David Bonells o Miguel Méndez Camacho, junto a varios talentos locales coinciden en la afirmación: “Cicerón era el Ateneo”.
Todos encontraron en el Instituto un centro más de operaciones posteriores y una valiosa oportunidad para enviar a niños y jóvenes a formarse en música, cerámica y teatro. “El ateneo alimentaba la Casa de la Cultura” recuerda Cicerón: “Eduardo Cote Lamus era el Secretario de Educación, artífice de que la Casa de la Cultura funcionara y factor importante en el desarrollo cultural de esta región en aquella época”.
“Nosotros creamos el Ateneo del Norte, ahí eran párvulos Miguel Méndez Camacho, David Bonells, Luis Paz, Nohema Pinedo: eso duró unos 10 años, y fue lo que le dio vida al Instituto de Cultura en sus inicios. Todo el Nadaísmo estuvo en Cúcuta”. Confiesa Cicerón que tecleteaba estas vivencias en sus columnas y corresponsalías en un periódico nacional.
Las tertulias del Nadaísmo de las que hablaba Cicerón fueron famosas y agregaron su cuota. Contemplaban la posibilidad de reconocer en una ciudad conservadora una oportunidad de apertura y tolerancia que sería imposible hoy. Queda la famosa foto de los nadaístas en Cúcuta.
“Los salones de arte eran importantes, muy notables (…) la ciudad era mucho mas activa culturalmente de lo que es ahora, los cineclubes eran llenos, mucha gente en las exposiciones, en las representaciones de teatro, siempre ahí: en la Escuela de Música, en el Ateneo o en la Torre del Reloj”, recuerda Cicerón.
Los salones de artistas plásticos rápidamente alcanzaron renombre. Y no era para menos: el primer salón de artistas se lo ganó el maestro Enrique Grau, el segundo Héctor Rojas Erazo y sus mojarras, el del tercer año la ceramista Lucy Tejada. Las obras hacían parte de una pinacoteca que poseía la Gobernación y que fue devorada por las llamas del incendio de 1989 que consumió la cúpula chata. Sobrevive El Vigilante Secreto del maestro Negret peleando nuevamente con las aseadoras para que no le pasen varsol.
Ya estaban instaladas en la ciudad las colonias europeas que darían vida a la educación con sus Instituciones de tradición milenaria y sólo faltaba una pieza que abriera la posibilidad de brotar como un faro cultural. Adicionalmente el Bolívar pasaba por una de sus mejores épocas.
Para los años 60 cualquier cucuteño tendría que escoger dentro de una nómina de actividades y eventos de carácter artístico y cultural que nunca más se ha vuelto a repetir. Y todos lo saben. Los artistas lo saben. Los políticos lo saben. Los periodistas lo saben. Los que vivieron esa época lo saben y sin embargo todos callan como entre el silencio de las corcheas que jamás volvió a emitir el viejo piano de cola.
En 1985 cuando ya agoniza el Instituto, como en el poema de Montejo, al final de ese siglo, sólo quedó un grupo rezagado contemplando los árboles y con él la esperanza de una continuidad que dio frutos mientras maduraba, en un proceso vertiginoso que había empezado muy bien.
Diferente a la época actual, el comercio cucuteño patrocinó incluso a la revista Mito, una de las publicaciones más importantes de la literatura hispana, y junto a ellos otros aportes de ciudadanos no tan mudos como los actuales. Personajes como los alcaldes Miguel García – Herreros y Luis Raúl Rodríguez, Julio Moré Polanía, Ligia de Lara, Hernando Ruan Guerrero, Rosalba Salcedo, José Abrahim y tantos otros que se nos quedan en el tintero. Testigos de este bello proceso: el piano de cola, la Escuela de Música. Era Lorca el que decía que equivocar el camino es llegar a la nieve y llegar a la nieve es pacer durante varios siglos las hierbas de los cementerios. Una clase dirigente llevó a Cúcuta a un punto cultural que parecía de no retorno.
El punto de una cultura que se ha deshilvanado poco a poco y ha reemplazado las salas atestadas por escenarios de muerte, miseria, dinero fácil y de cultura traqueta. Esa misma clase dirigente hundió la oportunidad maravillosa y única de no equivocar el camino, de evitar las telarañas en las esculturas de Ramírez Villamizar, del mismo piano o de la misma vida.
El piano negro italiano resistió hasta el siglo XXI mudo como un gato enfermo, emblema, símbolo de una cultura musical y artística que terminó inundada por la pereza, por la indolencia, por la soberbia de la burocracia y por la negligencia del poder.
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