Mario E. Mejìa Dìaz
Un pequeño esfuerzo en el archivo memorial, que nos situará en los
años de la década de 1930, nos permitiría un recuerdo emotivo y agradable. Para
la época Cúcuta era una ciudad que escasamente llegaba a los 60.000 habitantes
y se extendía prácticamente desde la Estación Norte del Ferrocarril que daba la
salida del tren a Puerto Santander, y la calle 18, en donde quedaba el Aire
Libre, famosa tienda de comestibles que complementaba su comercio con una peluquería
de suficiente clientela. De aquí hacia el norte, seguía un camellón que
arrancaba en Puente Barco y terminaba en la Estación Sur del Ferrocarril, para
dar la salida al tren que iba a La Donjuana, Totumo, en Bochalema, y llegaba
hasta El Diamante. Este Camellón era el recorrido normal del tranvía que de
norte a sur atravesaba la ciudad. Nuestro tren fue el primero en el país. Su
gerente lo fue don Alfredo Azuero Arenas, su vicepresidente el Dr. Alberto
Camilo Suárez y como secretario actuó don Jorge Enrique Barco Maldonado muy
conocido por sus anteojos de un espesor tipo botella, que ocultaban su falta
del ojo izquierdo, por lo cual le llamaban ‘El Tuerto’; fue el padre del ex presidente
doctor Virgilio Barco Vargas.
De oriente a occidente, el poblado cubría desde Puente Espuma hasta
lo que hoy es la avenida primera, pues de ahí hacia el oriente la calle l0
empalmaba con una amplia zona, mitad potrero y mitad edificios, llamado “La Pesa”
o “Matadero”, en donde todas las tardes se presenciaba el espectáculo, por
cierto muy concurrido, de ver la llegada de los novillos o reses que enlazados
y capoteados entraban a los potreros para ser sacrificados al siguiente día, y
cuya carne se vendía allí mismo. Hoy está ahí el moderno edificio de la Lotería
de Cúcuta. Después del Matadero, a una prudente distancia quedaba El Rosetal, hoy
Hotel Tonchalá, Estación Oriental del Ferrocarril que daba salida al tren que
partía hacia el puente internacional antiguo, el construido por los notables
ingenieros, Ángel Domingo Veroes y Fabio González Tavera a quien conocí muchos
años después, como Profesor en la Facultad de Ingeniería de la Universidad
Nacional, ya en la ciudad universitaria.
De él se cuenta que una tarde le informaron que el río Táchira había
crecido en forma descomunal y sus aguas estaban pasando sobre la plataforma del
recién construido puente, aún sin inaugurar, y que cuando esto supo, tomó un
carro pequeño, con motor propio, que tenía en el Ferrocarril para transporte
especial de sus altos empleados o para las emergencias y salió veloz para el puente.
Efectivamente las aguas no dejaban ver tal plataforma y amenazaban con su furor
arrastrarlo, ya que según los vecinos, estaba flaqueando por alguna de sus
bases. El doctor se bajó presuroso y dijo: “si las aguas arrastran mi puente,
que arrastre también a quien no supo hacerlo”, y sin pensarlo más, se adentró
caminando como Moisés, sobre las aguas, a pesar de la oposición de quienes lo acompañaban,
la que resultó inútil. Dizque llegó hasta cerca de la mitad y allí permaneció
varias horas; empapó sus zapatos, calzones y calzoncillos, perdió sus anteojos,
pero quedó como una efigie endurecida y clavada sobre el puente, hasta cuando las
aguas debilitadas resolvieron perder la pelea y el ingeniero y el puente
quedaron en su sitio.
Era una Cúcuta, tranquila, apacible, hermosa, fraternal, laboriosa,
casi ejemplar y honrada hasta la médula. Cómo sería, que sobre el frente de una
gran cantidad de casas, en plena calle se abrían como abanicos las llamadas
“glorietas” que eran los sitios de descanso crepuscular de las familias que antes
de comer salían a reposar, saludar y recibir el saludo de los transeúntes, generalmente
conocidos, para pasar un rato más tarde a la mesa de las vitaminas, lo que al
suceder ocasionaba dejar los muebles o asientos en la tal glorieta sin pensar,
ni por ocurrencia ligera, que pudieran perderse. Y era cierto. Jamás alguien
intentaba coger lo ajeno; antes bien, cuando llovía, el primero que pasaba no
tenía ninguna dificultad en entrar al zaguán los muebles olvidados para que no
se mojaran. Más o menos lo mismo que sucede ahora, con la diferencia que en
nuestros tiempos se los llevan tres días antes de que llueva dizque en señal de
protección.
Era la Cúcuta del tranvía, el tren que también atravesaba la ciudad y
que tenía vagones llamados “mesas” en los cuales se hacían “trasteos”; de las
calles empedradas y marcadas con las paralelas líneas de acero y sus
correspondientes traviesas; de las alpargatas de suela y de fique; de las
“pajillas” y sombreros jipijapa, cuellos de “pajarilla”, ventiladores de aspas
de madera traídos de Europa, todavía hay algunos de ellos en servicio; máquinas
de hacer helados con recipiente de barril de madera y con manivela, barriles de
sifón a alta presión, para paseos al Zulia, al Peralonso y al Pamplonita, a la
Quinta Bosch y a Corral de Piedra, gramófonos Víctor y Hudson, con discos que parecían
adobes; ventas de “papelones”, “tirulies”, “lechecabras”, “arrastrados”,
“cocadas de la cabrera”, mereyes, nísperos maracaiberos, chicha y pastelitos de
Doña María (arriba de la Gobernación): helados la Siberia y el famoso “manjarete”
que se anunciaba a viva voz por la calle, con el estribillo: “manjarete,
manjarete, a centavo el tolete”; zapatos de los maestros, Pelayo, cuya propaganda
de “Calzado Pelayo, el placer hecho a mano”, fue censurada y prohibida; Calzado
Sánchez y otros de igual fama; baños al Pozo de El Soldado, de la Piedra, de El
Ahogado, La Laja, el de San Luís, en el cual los muchachos se tiraban desde la
parte más alta de la armadura de acero del puente y que a la usanza de
Acapulco, repetían este espectáculo cuando les regalaban un centavo.
El Cúcuta de las tiendas El Circo y la Rosa Blanca, La Estrella, los
Telares de Pedro Felipe Lara, la Flecha Roja, la tienda y dulcería el Triángulo
Rojo, de Doña María de Galvis (esquina calle 10 con avenida 4) sitio de tertuliadero
muy concurrido por distinguidos caballeros, la Relojería El Sol, El Canario, La
Cita; de la Pensión Inglesa, el más lujoso hotel de la época, situado en la
Avenida 4ª entre calles 11 y 12 donde hoy hay un aparcamiento y desde cuyos
balcones hablaron ante gruesas multitudes los ‘Leopardos’, José Camacho Carreño
y Silvio Villegas, integrantes de un famoso quinteto de la elocuencia oratoria junto
con los doctores Augusto Ramírez Moreno, Eliseo Arango y Joaquín Hidalgo
Hermida, el Hotel Europa, el Hotel Palacé, Hotel Real, Hotel Internacional,
Hotel Central; los teatros Santander y Guzmán Berti cuyas veladas cinematográficas
con películas mudas eran animadas sentimentalmente por las orquestas de los
Maestros Fausto Pérez, Rafuchas, Eusebio y Corcito (Corzo) con melodías que
hacían desgranar lágrimas sobre las mejillas sudorosas de las asistentes. La
llegada del cine parlante y Sonoro, cuya primera película fue “Rey de Reyes y
la segunda “Volando hacia Río de Janeiro” dio el gran “mazazo” a las orquestas
de los Maestros Pérez, Rafuchas, Eusebio y Corcito y acabó con ellas. La
destrucción del Teatro Guzmán Berti, fue realmente un atentado a la historia de
Cúcuta pos-terremoto. En este teatro, entre otros artistas más, que en él se
presentaron, actuó Libertad Lamarque. Y en el Teatro Santander dio un Concierto
el mundialmente famoso Coro Ruso de los Cosacos del Don.
Tiempos de la Cúcuta de la iglesia San José, de la iglesia San Antonio,
de la Capilla del Hospital, de la Capilla del Asilo, en cada una de las cuales,
el Jueves Santo, se celebraba la ceremonia religiosa católica de los
Monumentos; del reloj de La Torre de la Compañía del Alumbrado, hoy la Casa de
la Cultura (calle 13 Avenidas 3 y 4) y que al mediodía y al caer la tarde
dejaba escuchar, por medio de su complicado mecanismo de campanas, el Himno
Nacional y el Ave María, en los días festivos, acontecimiento musical único en
Colombia.
La Cúcuta de los paseos de los enamorados en las horas del ocaso, por
la carretera y línea del ferrocarril Cúcuta -San Luís, cuyo puente en su
primera mitad parecía un viaducto que las gentes transitaban con maestría de
equilibrio saltando de traviesa en traviesa. Estos paseos que fueron clásicos en
la ciudad, se llamaban “Lunadas”, y reunían notables grupos de la sociedad que los
verificaban con frecuencia; del fútbol, de las paradas militares y de las
tardes de toreo, en la plazuela de El Libertador, la cual era cercada y construida
con balcones o palcos, para el efecto. Hoy es la plaza del Edificio Nacional
inaugurada por el doctor Eduardo Santos, quien vestido con un espectacular sacoleva
y cubilete grises, nunca antes visto en la etiqueta regional, trajo de estreno
un lujoso convertible Oldsmovile rojo. La colonia italiana, encabezada por el
capitán Gaetano Severini, regaló la Fuente Luminosa de forma esférica que
adorna dicha plaza.
De los periódicos El Trabajo, El Combate, El Heraldito Católico, la
Hojita Parroquial, Hoy y Sagitario; de los parques Mercedes Ábrego, Antonia
Santos, Colón, cuya estatua de La Libertad fue obra del notable escultor de
recuerdo no suficientemente agradecido, Don Olinto Marcucci, inaugurado en
1917; y el parque Santander, el más grande y hermoso, muy arborizado, iluminado
al comienzo por sólo dos bombillas de 2.500 bujías, cada una de las cuales yo
conservo desde hace más de 25 años, y que estaba cerrado por una verja metálica
muy bella, traída de Alemania. Tenía, también, este parque una glorieta especial
para las retretas que daba la Banda Municipal todos los domingos por la noche y
que eran muy concurridas por gentes de todas las clases sociales, que daban la vuelta
continuamente por los andenes de sus cuatro costados. Esta Banda daba cada semana
en noche determinada, una Retreta en casa del gobernador de turno.
El centro de la ciudad estaba ocupado por la Casa Beckman, Casa Van
Dissel, El Louvre de don Simón Meléndez, El Conde Luxemburgo de don Cayetano
Hernández, el almacén de don Agustín Berti, La Casa Tito Abbo, el Café Rialto,
Almacén Useche, Botica Ayala, (con su famoso Purgante Inca), Botica Estrada,
Botica Alemana, Botica Ruiz, en la que fue empleado Juan Vicente Gómez,
posteriormente Generalísimo y Presidente de Venezuela, la cual sigue en su
sitio, la Droguería Eslava, la Casa Browell Moller, la tienda de Don Pancho
Hevia, la Bomba de gasolina de Roque Abel González y Cañizares, donde hoy está
Mara-Maracay y Maracaibo, y la bomba de la Avenida Segunda; la sastrería de don
Julio Sánchez, y la sastrería de don Avelino Ramos. La Casa Víctor, la
Heladería la Siberia. El Club del Comercio, la Casa Cural, la Imprenta
Parroquial, el Cine parroquial, la tienda Benhur, la tienda el Circo, de
Marcelino Véjar, el Club Deportista, la Cárcel Municipal, Mutuo Auxilio, Asilo
Andressen, colegio Gremios Unidos, Templo Evangélico, Gran Logia Masónica, el
Cuartel o Batallón Santander. Y hubo un hipódromo donde los caballeros de
Cúcuta se daban cita para exhibir sus destrezas de equitadores y entre los cuales
era notable el doctor Manuel José Cabrera, ingeniero calificado, lingüista, escritor,
políglota y gran caballero. El Rialto, El Delka, la Cervecería de Cúcuta, la
Casa de Mercado, con techo metálico y la cual era muy ordenada y abundante, y
ocupaba toda la manzana que hoy tienen las oficinas de las Empresas
Municipales, que desapareció en pavorosa conflagración en 1949. De los colegios
Sagrado Corazón, de los Hermanos Cristianos, San José, de don León
García-Herreros, distinguido historiador, pedagogo, escritor, lingüista,
académico y gran señor; otro de un notable educador de nombre don Luís Salas.
Existía desde luego el “desnucadero” (“desnuquin room”), en lenguaje
privado que lo era el barrio La Magdalena, años después trasladado a La Ínsula;
su “sucursal era el bailadero King Kong, hoy Convento de Monjas de Clausura. El
Cementerio Central. El Cúcuta de la aduana de la avenida Séptima cuya estructura
metálica, famosa por su tamaño y belleza llegó equivocadamente a la ciudad y sirvió
como símbolo de arquitectura moderna; se dice que su destino era para Calcuta,
en la India; hace apenas pocos años (Administración del Alcalde Don Pauselino
Camargo) desapareció y no se sabe quién la tiene. Las librerías de don Alfonso
Rojas, don Luís Gabriel Castro, don Luís Uribe Acevedo, don Manuel V.
Hernández. También cabe recordar la Botica Alemana, la Botica Americana de don
Numa Pompilio Guerrero, primer químico farmacéutico graduado en la Universidad
Nacional. La farmacia de don Roque Peñaranda, quien jugaba ajedrez en la puerta
de su establecimiento, 7 de las 8 horas de trabajo diario y cuando alguien preguntaba
por un medicamento le decía: “entre, fíjese si lo encuentra”.
Las inundaciones eran conocidas y temidas y hubo ocasiones en las
cuales el agua del río Pamplonita llegó hasta el parque Colón. Las casas de
todo este sector tenían unos parapetos o protecciones a la entrada de sus
puertas para evitar la inundación por las aguas. El acueducto era sencillamente
la “toma pública” y sus tanques principales estaban en la calle 17 entre 4 y 5,
donde hoy está La Opinión. El agua era en el 80% de los casos, una verdadera mazamorra
y había oportunidades en las cuales salían lombrices por los grifos. Las
enfermedades parasitarias en niños y adultos eran el fuerte de la consulta de
los médicos de la época, que eran los doctores José María Forero Cote, Jesús Mendoza
Contreras, Luis E. López, Alberto Durán Durán, Félix Patiño Camargo, Rafael
Lamus Girón, Miguel Roberto Gelvis, Félix Enrique Villamizar, Rodolfo Luzardo,
Luis Felipe Herrera, Miguel Isaza Restrepo, Carlos Ardua Ordoñez, Pablo E.
Casas, Santiago Uribe Franco, Luis U. Lozano, Roberto Gómez Parra, Epaminondas Sánchez,
Agustín Becerra, Luis E. Moncada, Wilfrido Ramírez, Carlos Vera Villamizar,
Gabriel Gómez, Darío Hernández Bautista, Fructuoso Calderón, Fernando Troconis,
Alfonso Meisel y los bacteriólogos universitarios Luís Humberto Duplat y Jesús
Cortes Velandia y también don José A. Urdaneta, quien fue el primer
laboratorista “práctico”, en Cúcuta. Había dos puentes principales: El puente
de San Rafael, cuya primera mitad era colgante y en la cual había que pagar,
por pasar, 1 centavo por persona, 2 por animal cargado y 5 por vehículo; el
otro era el puente de San Luis, ya referido.
Era esa Cúcuta hermosa y tranquila, trabajadora y honesta y en la
cual circulaba como moneda colombiana el Peso llamado “fuerte’, el centavo, los
2 centavos, los 5, los 10 y los 20, hoy prácticamente desaparecidos y
circulaba, también la “puya”, la ‘locha”, el “medio”, el “real” y el “fuerte”
venezolano, a un precio muy por debajo del Peso colombiano. Cuando las
consignaciones en los pocos bancos que había en la ciudad, se hacían casi a la
“tapada” y bajo la palabra del depositante. El cajero preguntaba simplemente: “cuanto
viene acá”, y la respuesta debía ser exacta a lo entregado, pues el depositante
se “exponía” a que al otro día le buscaran y le llamaran la atención. Eran sólo
dos Bancos: el Banco Bogotá, cuyo gerente don Jorge Soto Franco dejaba gran parte
de su oficio en manos de don Carmelo Díaz Acevedo, secretario ejecutivo. El
otro era el Banco Colombia, gerenciado por don Luciano Jaramillo, General de la
Guerra de los Mil Días, su secretario era don Marco Antonio Muñoz Delgado.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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