Gerardo Raynaud (La Opinión)
Antes de la arremetida de la modernidad en nuestro territorio, vivían apaciblemente en las selvas del Catatumbo, una de las tribus indígenas más inaccesibles para el hombre ‘blanco’: los Motilones. Se recuerda que los primeros exploradores que penetraron esa selva, en busca del inapreciable “oro negro”, a comienzos del siglo XX, se tropezaron con la enconada rivalidad de esta tribu.
Las crónicas de la época decían que “de la población indígena de Colombia, son tal vez, los Motilones los menos conocidos y los que menos se acercan a nosotros”. Para entonces era poco lo que se sabía de ellos y se desconocía completamente cuáles eran las formas de su gobierno, de su organización familiar y de su religión.
Aquellos que en los primeros años del siglo pasado habían explorado las selvas del Catatumbo hasta la serranía de Perijá, sólo habían logrado verlos a la distancia, pudiéndolos fotografiar junto a sus enormes casas, donde vivían en asentamientos colectivos, pero jamás lograron la menor comunicación.
Quien más los conocía, era el geólogo del Departamento de Petróleos del Ministerio de Industrias, Julio de Mier, experimentado conocedor de aquella región, toda vez que durante cuatro años trabajó con la Colombian Petroleum Company explorando la selva y detectando los puntos clave para iniciar las perforaciones en búsqueda del preciado elemento.
En sus explicaciones sobre esta tribu, refiere el doctor de Mier, que habitaban vastas extensiones en todo el flanco oriental de la sierra de Perijá. Sus núcleos de población se extendían hacia el norte, cerca de la región de Machiques en Venezuela, donde existían otros indígenas, completamente salvajes también y que eran conocidos como “Macoas” y hacia el sur, a unos cincuenta kilómetros de la población de Las Mercedes, en Norte de Santander.
No se sabía exactamente cuánta era la población indígena de las selvas del Catatumbo, pero se calculaba que fueran un poco más de diez mil, que, sin embargo, para algunos consideraban un número bastante crecido. Su vida y costumbres eran desconocidas, porque no se sabía de persona alguna que haya podido penetrar hasta sus viviendas, toda vez que se trata de un pueblo absolutamente salvaje, que no tienen el menor respeto por la vida y que guardaban un odio terrible por los ‘blancos’.
Quienes estuvieron internados en esa selva desarrollando actividades de exploración para las compañías petroleras y que tuvieron la oportunidad de verlos, siempre desde lejos, nunca pudieron aproximarse a ellos, ya que su sola presencia les infundía miedo.
Según cuentan, eran hombres corpulentos, de una raza fuerte, que caminaban semidesnudos y que merodeaban entre la espesura de la selva, sin salir al campo raso.
Quienes iniciaron los trabajos de exploración petrolera, siempre tuvieron como consigna invariable no presentar jamás combate, a pesar de andar armados y listos a defenderse. Preferían huir antes de emplear las armas en contra. Tal vez intuían que las retaliaciones serían peores.
Era muy poco lo que se sabía de ellos, salvo que sus principales actividades eran la cacería y la agricultura, que utilizaban para su propio consumo. También se estableció que permanecían bastante aislados del mundo exterior pues estaba claro que no mantenían relaciones de ninguna clase con otros núcleos humanos.
Para los ‘blancos’, los Motilones no poseían espíritu de sociabilidad y a juzgar por las huellas que se habían encontrado al recorrer las extensas regiones de la selva de Catatumbo, se determinó que solían atacarse ferozmente entre sí, posiblemente para defender sus intereses económicos.
Socialmente, los Motilones no se dividían en tribus, sino en familias o clanes. Habitaban rústicas casas comunales, con la característica que cuando se sentían amenazados no se resguardaban en ellas, sino que preferían huir y contraatacar cuando estuvieran preparados.
Su odio visceral contra los ‘blancos’ se manifestaba con frecuencia, a partir del momento en que instalaban sus campamentos invadiendo su territorio, cuando atacaban con sus flechas de macana, previamente elaboradas en asedios que a veces duraban varias horas.
Ante las arremetidas motilonas, los obreros y el personal de las petroleras se refugiaban en los albergues de los campamentos, que por fortuna habían sido construidos con materiales resistentes a esos ataques, con la peculiaridad que los indígenas no arrasaban con ellos de forma bárbara como sucedía con indígenas de otras latitudes.
No se les conocía religión ni forma de gobierno, lo que había impedido que pudiera establecerse algún tipo de relación con ellos. De acuerdo los estudiosos de la época, los Motilones eran los únicos indígenas que no habían podido ser investigados.
De muchas formas se trató de atraerlos y nunca se ordenó disparar contra ellos durante los ataques, tratando de crear un ambiente de confianza que les hiciera entender que el hombre ‘blanco’ no era su enemigo, táctica que no les produjo ningún resultado, pues se empeñaban continuamente en obstaculizar las labores de los obreros de las petroleras.
Lo que más llamaba la atención de los funcionarios de las compañías que allí laboraban no eran los asaltos, que al fin y al cabo realizaban para defender su territorio, sino las cosas que se llevaban luego de la huida de los trabajadores: las herramientas.
Tuvieron que pasar varios años para que sucediera el milagro del acercamiento con esa belicosa tribu, correspondiéndole el honor al misionero gringo Bruce Olson, de quien conocemos las peripecias que tuvo que sufrir para coronar con éxito su aproximación con la tribu más salvaje del hemisferio.
Comenzó por acercarse a un grupo de indios en la zona de Machiques creyendo que eran Motilones, pero resultaron ser ‘Yukos’, vecinos que los conocían como el ‘pueblo del petróleo’.
En un recorrido acompañando a los ‘Yukos’ fueron atacados por los Motilones y Olson resultó asaetado en una pierna y capturado. Obligado a caminar hasta su aldea, luego de tres horas llegaron hasta una inmensa choza de unos 15 metros, donde fue abandonado. No lo dejaron morir. Un joven motilón lo protegió durante días hasta que, en un descuido, una noche logró huir.
Por fortuna se encontró con un grupo de soldados que lo rescataron. Aliviado de sus dolencias, retornó a la selva, esta vez instalándose cerca de un río por donde transitaban los ‘Motilones’. Se protegía de los elementos con una lona plástica y dejaba “regalos” para que cuando pasaran los tomaran.
Pasaron semanas antes que se decidieran a tomarlos, hasta que un día le dejaron unas flechas como intercambio y a partir de entonces, en compañía de su antiguo protector, quien lo reconoció, logró el tan ansiado contacto iniciándose una nueva etapa en las relaciones con los belicosos ‘Motilones’.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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