De San Faustino hacia Cúcuta, las embarcaciones eran menores, pero de todas maneras es de suponer la belleza de nuestro río, con sus aguas surcadas por barcas, góndolas y lanchas. Supongo que en las fiestas julianas, las reinas desfilaban en balleneras, costumbre que más tarde nos copiaron en Cartagena los del reinado nacional de la belleza.
De Cúcuta a Pamplona subía la lancha del correo y algunas embarcaciones de turismo, cargadas de devotos del Señor del Humilladero en septiembre, y de amantes de rumbear en las fiestas de la independencia, a comienzos de julio de cada año. Otros lo hacían en mula, o a pata, según las circunstancias.
El río era alimentado por afluentes que le rendían sus aguas a lado y lado, aguas que bajaban cantando de las altas peñas, aguas cristalinas, aguas puras, sin las inmundicias de ahora, es decir, aguas aptas para el consumo humano, aguas que no necesitaban ser bendecidas pues aún no se conocía el refrán que se acuñó más tarde: “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”.
Pero había un problema: Como aún no se habían inventado las tuberías de hierro, ni las de gres, ni las de PVC, ni las mangueras de caucho ni las de plástico, la gente debía llevar el agua hasta sus casas en ollas, baldes, pimpinas y cuanto tatuco hallara a la mano. Se les ocurrió, entonces, a los cucuteños, hacer una toma, o sea, una acequia que atravesaba la pequeña ciudad de sur a norte, y por donde encauzaron el agua desde San Rafael. De manera que el agua les quedó más cerca a las amas de casa, para preparar los alimentos y para regar las matas. El baño corporal y el lavado de ropa se hacía en el río, por lo general, una vez a la semana. Y la gente no olía a feo.
Como nadie le arrojaba papeles a la toma, ni bolsas de plástico ni envolturas de helado ni bolsas de los almacenes, la toma permanecía siempre limpia. Todos ayudaban a cuidarla, a mantenerla aseada, a protegerla. ¡Esos sí eran buenos cucuteños!
A medida que la ciudad fue creciendo y que muchos se subieron a vivir a las lomas, apareció un nuevo oficio: el de llevar agua hasta las viviendas situadas en lo alto de la ciudad. Los muchachos de la época (que no se juntaban en las esquinas a meter perico, tampoco a besuquear a sus novias) la llevaban en cántaros al hombro, o en yugos (un palo que se atravesaban en la nuca, y de cuyos extremos colgaban vasijas), o en burros. Eran, por decir algo, los carro tanques de la época, con la diferencia de que el agua no la vendían: apenas cobraban el trabajo.
Pues bien. Allá por el año 1813, había en la ciudad un sardino cargador de agua, Eugenio Sosa, que en su agua-burra (si hay biblio-mulas, también puede haber agua-burras) surtía del precioso líquido (la expresión es periodística) a los habitantes de los cerros. Un domingo como hoy, 28 de febrero, se enteró de que en una loma, al occidente de la ciudad, se estaban dando candela un tal Simón Bolívar y sus bravos muchachos, contra otro tal, Ramón Correa y sus sanguinarios españoles. Eugenio, con ganas de ver en qué paraba la cosa, se fue con burra y agua y todo hasta la Loma. Allí presenció la refriega (Silvano Pabón dice que era una obra de teatro lo que allí estaban presentando), y viendo Eugenio que los de Bolívar estaban sedientos, abrió los calabazos y comenzó a repartirles jicaradas de agua. Con la sed mitigada, los patriotas ganaron la escaramuza, batallita o batalla, como sea.
-¿Cuánto le debemos? –le preguntó Bolívar.
-Fresco, mi coronel –le contestó Sosa-. La patria paga.
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