Las peleas entre miembros de una misma familia suceden muchas veces. Hermanos que no se hablan. Suegras que detestan a los yernos. Cuñados a punto de matarse. Padres que desheredan a algunos hijos. Primos que ni se miran. Y sucede con más frecuencia de lo que uno se imagina.
En política también sucede. Sé de hermanos que militan en grupos políticos diferentes. Algunas veces, por táctica de estómago. Para conseguir puestos con sus respectivos jefes. Otras veces, por convicción política. Y por lo menos durante el tiempo de campaña, las relaciones fraternales se marchitan.
Simón Bolívar y Ramón Correa, respectivos comandantes de los ejércitos patriota y español, que se enfrentaron en la Batalla de Cúcuta, eran hermanos de leche. Habían mamado de los mismos senos de la misma mamá sustituta. Sustituta. Eso dicen. Otros dicen que eran cuñados. Hermanos políticos. Que la mujer de Correa era la que había mamado de los mismos senos que Bolívar.
Por aquellas cosas del destino resultaron en bandos contrarios, pero consta que no eran enemigos personales. De modo que no es raro que la noche del 27 de febrero se hubieran llamado por celular para saludarse y desearse suerte al otro día.
Nos vemos en la Loma mañana, hermano -debió decirle el uno al otro.
Bueno, pero nos andamos pasito, ¿no? -debió contestarle el otro al uno.
Tranquilo, hermano. Además hay que terminar rápido la furrusca porque en Cúcuta están en carnavales y hay que ir a la rumba.
- Listo, hermano.
Chao. Saludos.
- Una cosita, Moncho -debió decirle el coronel Bolívar, antes de que se le acabaran los minutos-. No olvides que yo debo ganar la refriega, porque sonaría muy feo que el barrio tuviera que llamarse la Loma de Correa. Y los colegios no irían los 28 de febrero, hasta la Columna de Correa. Ni los académicos, que, de por sí, son bastante perezosos para estas subidas patrióticas.
Me la pones peluda, Simoncho, porque mis jefes se van a cabrear. No olvides que ahora todo el mundo pide resultados, !resultados!
Hermano, te juro que en otra oportunidad te devuelvo el favor. Tú sabes que yo cumplo mis juramentos. Arrieros somos y en el camino andamos, como dice la canción, ¿vale?
Pudo o no haber sucedido el "arreglo" entre los dos 'parientes. Lo cierto es que los ejércitos se enfrentaron ese domingo, 28 de febrero. Correa estaba en Cúcuta y Bolívar venía de Urimaco.
Dos soldados patriotas muertos y 12 heridos fue la cuota de sangre que pusieron los nuestros, en tanto que la de los españoles fue de 20 muertos y 40 heridos. ¡Poca cosa!, dicen los que miden la importancia de las batallas por el número de muertos.
La historia destaca algunos héroes de la batalla. Además del coronel Bolívar, aquel día se hicieron sentir el teniente José Concha, el capitán Virgil, el mayor Juan Salvador Narváez y el coronel José Félix Rivas.
La historia, en cambio, poco menciona a Eugenio Sosa, un muchacho de 20 años que, desafiando balas, pedradas y bayonetas, repartió agua a los soldados de Bolívar.
Sosa era hijo del señor Sosa, a menos que hubiera sido hijo ilegítimo, o natural como se decía antes. No se conocen los nombres de sus padres, ni de sus hermanos. Ni siquiera el de la burra, su animal de trabajo, con el que recorría todos los días, la ciudad, de arriba abajo, cargando agua para vender o haciendo otros mandados, si era necesario.
Cuando las Empresas Municipales o la EIS decidían efectuar racionamientos de agua en algunos barrios, era Eugenio Sosa el que, en su burra, los surtía del "precioso líquido". En calabozos llevaba agua desde la toma y la vendía o la cambiaba por algún plato de comida.
A aquellos sectores donde no entraban los carrotanques, entraba la burra de Sosa. De modo que Eugenio era parte importante de la comunidad, casi imprescindible.
Pero no sólo llevaba agua. Si alguien necesitaba enviar algún recado urgente a otro barrio, o una encomienda, o un Alka Seltzer que fuera, bastaba con llamar al servicio de domicilios Sosa. Volando, al paso de la burra, llegaba y hacía la diligencia.
El muchacho sabía de la importancia de sus servicios y por eso nunca se hacía del rogar. Si sucedía alguna demora, era por casos fortuitos o causa mayor, como la caída de una herradura de la burra o el encuentro con algún asno turista. Los burros lugareños no daban lugar a retardos.
Pues bien. Con ese perfil, Eugenio Sosa y su burra entraron a la galería de los héroes de nuestra independencia. Alguien le comentó al joven que en la loma iba a haber jaleo, pues había visto paso de soldados realistas, camuflados y armados hasta los dientes, hacia la colina donde, ya se decía, acampaba Bolívar.
Por primera vez en su vida, Eugenio tomó la determinación de no hacer mandados ese día. Se iría a la loma y se pondría, junto con su burra, a disposición de los patriotas.
Dicho y hecho. Subió y vió que el sol mañanero era bravo. - Agüita para mis soldados -dijo, en una frase memorable, que después le copiaron algunos de la televisión.
Repartía agua en jícaras. De la infantería iba a la caballería; de la caballería a la artillería; de la artillería, a la fuerza aérea; de la fuerza aérea a la armada. A los jefes, a los ordenanzas, a los músicos, a los soldados rasos.
Cuando, después de la batalla, Bolívar lo felicitó y le propuso darle la Cruz de Boyacá por servicios prestados al Ejército Libertador, Sosa le dijo en un gesto magnánimo -que dejó al descubierto su amor por la patria y por su burra-:
- Mi coronel, condecóreme a la burra, que aquí se queda. Yo, en cambio, quiero seguir con usted.
Y se enroló con los patriotas. Sin la burra. Parece que los historiadores le perdieron el rastro al recluta Sosa Eugenio, y a la burra. Nunca más volvieron a hablar de ellos.
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