El mundo estaba triste. El jueves aprehendían a Jesús y debíamos solidarizarnos con él, visitando monumentos y orando por su agonía en el Huerto. El viernes le daban muerte, en la más cruel infamia de todos los tiempos, y los creyentes debíamos llevar luto en el cuerpo y en el alma. En lo posible debíamos vestir prendas blancas u oscuras, y las muchachas debían abstenerse de llevar blusas de colorines. Les eran prohibidos los escotes y la falda arriba de la rodilla.
Para llamar a los fieles a las ceremonias religiosas, durante los días santos, se usaban matracas en lugar de campanas. Las imágenes de los santos en los templos estaban cubiertos con velos morados.
Para los muchachos de entonces, las procesiones eran la única distracción de aquellos días y en ellas encontrábamos el pretexto preciso para acercarnos a la novia o a la amiguita, sin que la suegra se interpusiera.
El sábado era día de luto y de silencio. Los curas nos invitaban a solidarizarnos con la soledad y la infinita tristeza de María. Hablábamos en voz baja, casi que a señas. Pero casi que a señas, los muchachos nos dábamos nuestras mañas para organizar la rumba con la cual celebraríamos, a partir del canto de gloria, la resurrección del Señor.
El gloria de Resurrección lo cantaban a la media noche en las iglesias, y de inmediato venían la polvorada, los repiques de campanas, los abrazos de “felices pascuas”, la risa, el hablar recio, la alegría, la música en la radio. Desde el canto de gloria se formaba el despiporre.
A partir de ese momento, armábamos la fiesta en la casa de alguna de las muchachas del parche. Allí nos desquitábamos, durante unas cuantas horas, del sacrificio impuesto durante los días anteriores.
Todo aquello fue antes del Concilio Vaticano Segundo. Para bien o para mal, las costumbres se suavizaron, se acabaron el ayuno y la abstinencia, ya no hay matracas ni campanas, las imágenes se acabaron, los santos se mermaron, y la Semana Santa, en muchas partes, se volvió una semana de fiesta, parranda y jartadera. Ahora pienso que en ciertas cosas se le fue la mano al Concilio. Ahora no hay necesidad de esperar al Sábado de gloria, para armar la rumba después de la media noche. La Semana Santa, para la gente joven de hoy, y para muchos viejos, es una sola gozadera.
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