Después de atenderme con un raspado, cargado de una manera especial con cola, miel y leche condensada, pues según él soy un invitado especial, Jorge me contó una a una las historias que tiene en su mente de lo que era salir a pasear en el ferrocarril o de lo que significaba simplemente verlo pasar. Sus anécdotas, se remontan a los últimos años de la década del 50, cuando empezaba el ocaso del tren.
Jorge Ramírez, conocido por vender hace más de 20 años los mejores raspados en las diferentes esquinas y colegios de la ciudad, conoció de cerca los vagones de la mula de hierro y, como él mismo lo dice, fue un afortunado más de los que pudo usar el sistema férreo cucuteño.
Jorge recuerda con tristeza y algo de melancolía como era la ciudad que a él le tocó vivir cuando joven. Dice que a pesar de que todo cambió mucho, la esencia sigue siendo la misma. Lo que sí era diferente eran las vías. “Las calles eran puro polvo, cuando hacía mucho viento, se veían nubes de tierra moviéndose por la ciudad”.
Mientras muele el hielo y arma los raspados, Ramírez, de piel oscura, debido al permanente contacto con el sol, trata de remontarse a la década del 50, lejana y en el olvido, para recordar el tren que lo llevaba de paseo, pues no lo usaba para moverse en la ciudad, ya que siempre ha sido amante de caminar y hacer ejercicio. “Yo usaba el tren para ir a Guayabales. Eso era como hoy en día pasear en el carro a Chinácota o Pamplona”.
Este cucuteño, mientras atiende con agrado a los niños, con un cigarrillo en su mano, resalta que el tren era para todas las clases sociales, pero asegura que para él, en particular, era difícil subirse a los vagones pues resultaba caro comprar el pasaje. No recuerda exactamente cuánto costaba, pero se atreve a decir que más o menos, cuando él lo abordó, pagaba entre 10 y 50 centavos, dependiendo del lugar al que se fuera a desplazar. Él, es consciente de que la suma de dinero para abordar el sistema no era tan cara para el momento, pero asegura que de igual forma gastar plata en esto le negaba la posibilidad de comprarse un pan y una gaseosa. “Era un poco costoso para nosotros”.
Cuando habla de las posibilidades de acceso al sistema, dice con algo de resignación que el ferrocarril de la ciudad estaba hecho para los trabajadores de las compañías de petróleo o en su defecto, para las personas de la clase alta. Para la clase media y baja, era difícil el acceso pues los altos precios, además de los vagones comunes y corrientes llenos, hacían imposible abordarlo, pues los buenos furgones no estaban a su alcance. “Yo recuerdo que los de clase alta tenían vagones especiales. Ellos se subían y a ellos sí muchas veces no les cobraban”.
Sin embargo, no cree que esto haya sido algo discriminatorio, pues como siempre, “hay unos que tienen más y hay otros que tenemos menos”.
Una de las cosas que más recuerda y trae a colación, son las memorias que tiene del maquinista que ponía en marcha el ferrocarril. Cuenta que la gente que manejaba las inmensas y ruidosas máquinas eran personas humildes que se ganaban la platica trabajando responsablemente en una compañía que ofrecía diferentes labores.
“Había los que manejaban, los que cobraban la plata, los que hacían el aseo, los mecánicos, en general, mucha gente vivía de este medio de transporte”. Del maquinista, como llamaban al chofer del tren, recuerda mucho pues era un hombre recio, malgeniado y en especial, era un gordo que les producía algo de miedo a los pasajeros. Cuando él lo montó, siempre salió con la sensación de que ese señor era un hombre muy importante y reconocido, pues conducía una de las inmensas locomotoras que rodaban por los rieles de la ciudad y que muy, pero muy pocos, entendían cómo hacía para funcionar. “A él le teníamos mucho respeto por lo que era capaz de hacer, era un berraco”.
Cuando el tren llegaba a la Estación, la gente, en desorden, tal y como sucede hoy en día, abordaba los vagones. Los usuarios se paraban en la orilla de la plataforma de ingreso y cargados con mercancía, objetos personales y cualquier otro objeto de carga, se subían para llevar sus cosas a su destino final. “En esa época no había carros ni busetas, todo lo que uno fuera a hacer lo tenía que hacer por medio de los pies o del ferrocarril”. El tren, cargado mínimo con seis vagones, reservaba tres para los pasajeros y el resto para la carga de productos que se producían en la región, como el café y cacao.
Mucha gente proveniente del campo entró a trabajar en la compañía y empezó a obtener cierto reconocimiento, pues en Cúcuta la gente que laboraba en el Ferrocarril se le miraba con mucho respeto. A partir de ese momento, en el que se posesionó el uso del tren en la ciudad, se crearon nuevas relaciones sociales pues los trabajadores del sistema eran vistos de manera diferente a los demás. Pero la alegría no les duró mucho pues los tiempos de gloria no fueron largos.
En 1960, cuando las carreteras empezaban a consolidarse en el territorio nacional, mandaron, por orden del gobierno, a quitar todos los rieles y a abrirle campo a las vías que venían desde diferentes lugares del país. Para Jorge, el momento fue sumamente triste pues muchos de sus conocidos y amigos cercanos, que tenían algún vínculo con el tren, fueron despedidos y quedaron sin trabajo, después de varios años de buenos sueldos.
Aquellas épocas de finales de los años 50 son recordadas por haber sido muy tristes y amargas, pues lo que desde pequeño le interesó a este raspadero y le dio solvento a muchas de sus personas allegadas, murió sin pena ni gloria en la ciudad, y sin que los de arriba, los que mandan, hicieran nada por detener la extinción de la tradición ferroviaria en la ciudad. Es que es difícil pensar que lo que en algún momento fue novedoso, costoso y lujoso, pasó a ser inútil para los habitantes de la región.
“Lo que hicieron fue destruir todo y montar carreteras. Es que llegó el momento en que ya nada de esos armatostes grandes y viejos servían. Lo que quedó del tren podría estar exhibido en algún lado donde se puedan ver, pero aquí nadie le interesa eso, esos artículos son vistos como basura”.
En las oportunidades que ha tenido Jorge de entrar a la Estación Sur, ha entendido el valor que tienen estas estructuras y por eso siempre cuando sube por la avenida primera, con su carro de raspados anaranjado, se enfurece con los mandos de la ciudad y los critica fuertemente por no hacer de todas estas casas antiguas lugares dignos de visitar.
Jorge, al despedirse, luego de invitar varios raspados, avisa que “ojalá algún día todos estos objetos que dejó el tren se recuperen y vuelvan al lugar donde siempre debieron estar. En manos de los cucuteños y no de los particulares. Ya es hora de tener un museo en la ciudad”.
Este cucuteño, de 69 años de edad, recorre día a día las calles de la ciudad en busca del sustento para su familia. Con un viejo carro de raspados, que es como su oficina de trabajo, Jorge camina en busca de los niños de los colegios, que son quienes han mantenido su negocio por más de 20 años. Aunque a veces se cansa, este raspadero, el más conocido de la ciudad, no tira la toalla y aún hoy, con algunos achaques propios de la edad, sigue con su trabajo y cree que lo hará hasta el día de su muerte.
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