Colegio Gimnasio Domingo Savio, avenida 4 calle 17.
Las hermanas Cortés Gamboa: insignes educadoras cucuteñas
Hugo Espinosa Dávila (Imágenes)
Sus genes de educadoras les venían por sus padres, doña Anita Gamboa de Cortés institutora y don José Cortés, inicialmente vinculado a la docencia y luego en labores propias de artículos escolares de la papelería y tipografía “Alemana” (la mejor en su género en Cúcuta, recordada en la primera mitad del siglo XX).
Sus hijas mayores, Sofía y Helena, luego de graduarse en
el Instituto Pedagógico de Bogotá, regresaron con la vocación y la definición
aprendida de la educación, que significa: crianza, enseñanza y doctrina que
se da a los niños y jóvenes. Además, raíz del vocablo latino educere,
que significa: conducir, llevar adelante; y de ella se deriva la palabra
Educar la cual compendia la actividad de desarrollar o perfeccionar las
facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos,
ejercicios y ejemplos entre otros recursos.
Con su formación, proponen a sus padres la fundación de un plantel educativo de niños de ambos géneros. Se utilizarían los métodos educativos de una moderna enseñanza pedagógica, obviando el aprendizaje de memoria.
Además, bajo los conceptos de una formación humanista que conllevara: “Exigencia, disciplina, responsabilidad, buenos modales y comportamiento social”, de esta manera transmitir valores, principios y expresiones culturales.
Se propusieron la exigencia del conocimiento del idioma español, la buena ortografía, la redacción y la gramática, derivadas del complemento de la lectura de algunos clásicos apropiados. Así mismo, de la música y el teatro, con todo lo cual se trazaría el azimut para la construcción de un fututo que lo aclamarían varias generaciones. Fueron estos, los premonitorios argumentos que se hicieron realidad.
Con la visión y misión conceptualmente generalizados, les expusieron a sus padres su ideario, quienes inmediatamente respaldan esa iniciativa, orientando sus primeros pasos, prodigándoles sabios consejos.
Así, en los primeros días de enero de 1949, se comienza a adecuar su amplia casona de habitación de la avenida 4, esquina con la calle 17, del barrio La Playa, a media cuadra del curso protegido de la “Toma Pública”.
Bajo la tutela patronal de “Domingo Savio”, las fundadoras Sofía y Helena, comienzan a promocionar entre sus amistades y allegados de sus padres, el nuevo plantel, cuyos cupos debían, en años posteriores, apartarse llamando al Nº 25-26 de la red telefónica de la época en Cúcuta.
En el mes de febrero de 1949, llegó el momento de iniciar el año escolar y la primera actividad oficial fue el examen de clasificación que definiría si las 13 niñas y los 12 niños matriculados, quedaban en kínder o eran promovidos al primer año de la primaria, separados por salones de acuerdo al género. Año a año, comenzaron a incrementarse tanto el número de alumnos como la promoción a siguientes años en el pensum de enseñanza primaria.
Entre tanto, don José y doña Anita, previendo el requerimiento futuro de personal docente, comenzaron a preparar a sus otras hijas enviándolas a estudiar fuera de Cúcuta, para que tomaran cursos intensivos y suplieran las futuras plazas docentes y materias acordes a la formación integral que preveían para sus educandos.
Consecuencialmente, las nuevas educadoras, desarrollarían las dimensiones académicas de manera que, los futuros estudiantes pudieran adquirir una conciencia que les permitiera comprender su propio valor histórico, su propia función en la vida, sus propios derechos y deberes. Para que, en su adultez, los hiciera capaces de intervenir y participar lúcida y responsablemente en la vida social, cultural, económica (y política), aportando su actitud creativa y aptitud crítica e investigativa, aprendidas y fundamentados en los albores de su niñez, formados por las hermanas Cortés Gamboa.
Mis recuerdos en el colegio Gimnasio Domingo Savio
Sergio Peña Granados
(Imágenes)
Helena Cortés Gamboa
Debo significar que, a pesar del tiempo, recuerdo con sumo agradado los momentos durante los cuales estudié en el Gimnasio Domingo Savio, el colegio de las señoritas Cortés, Helena y Sofía, en el cual estuve tres años: 1955,1956 y 1957, en el que cursé de primero a tercero primaria.
Estaba ubicado para la época de mis estudios, muy cerca de la casa, como decíamos en esa época “al voltiar de la casa”, porque mi familia vivía en la avenida 3 entre 16 y 17 y el colegio quedaba en la esquina de la avenida 4 y la calle 17 e igualmente cerca al Asilo Andressen y el monumento de Cristo Rey.
En esos tiempos no había los años de preprimaria, en mi caso entré directamente a primero, por cuanto mi mamá me había enseñado a leer y a escribir, como lo certificaron mediante examen las señoritas Cortés al entrar.
Era un ambiente muy acogedor y los cursos eran de niños y niñas, pero me acuerdo que había salones separados para cada sexo, cuando no concurríamos al salón “grande” para las clases que nos dictaban por igual a niños y niñas.
Se inculcaba mucho sobre la religión católica y a través de la vida de Domingo Savio, quien fue estudiante salesiano, como patrono del colegio nos fomentaban su virtud y estar en gracia de Dios permanente. Esa frase del Santo de “morir antes que pecar”, me producía permanente preocupación, porque no sabía que era pecar y me daba más miedo morir. Permanentemente nos mostraban al Santo, encaramado en un árbol con un cuchillo en la mano, persiguiendo a Satanás. No sé qué tanto era seguir esa enseñanza, pero sí sé que era un permanente tormento, que me mantenía atento a mi comportamiento.
Siendo alumno de ese colegio, hice la primera comunión, en un acto que congregaba varios colegios de la ciudad en una ceremonia en el Ancianato de la ciudad, luego de una procesión cantando y llevando al Niño Jesús.
Otro aspecto importante era la presencia a ciertos eventos culturales que se desarrollaban principalmente en el Teatro Guzmán Berti, acordándome especialmente de un grupo de marionetas, “Los Pupi”, las cuales decían ser italianas. La enseñanza, era quedar pensando en esos muñequitos con sus historias, como un adelanto del Topo Gigio, cuando no teníamos ni televisión, ni a la mano cuentos o historietas gráficas.
Sofía y Helena Cortés eran sus dueñas y las que prácticamente tenían a su cargo la enseñanza de casi todas las materias.
La aritmética, como se llamaba la matemática, era un espectáculo, porque para las sumas y las multiplicaciones, se dividían entre grupos de niños y niñas, enfrentados en el tablero o pizarrón, a ver cuál grupo sabía más, al responder las operaciones acertadamente.
En trabajos manuales, nos ponían a dibujar lo visto en las salidas del colegio y a trabajar haciendo sillas, mesas y otras cosas, con las latas de las gaseosas, “espichadas y dobladas” previamente. Cuanto trabajo me costaba que quedaran firmemente paradas, esas mesas y esas sillas.
Pero si las clases eran importantes, también lo eran las sesiones de baile y comportamiento social, que teníamos los sábados, cuando bailábamos en parejas los bambucos y ritmos del interior, amén de los españoles y la música de cumbia, enseñada por Amparito Pérez, ilustre pamplonesa. Ella de verdad se esmeraba por darnos esas clases, porque aparte de darnos las técnicas de baile, nos enseñaba cómo se saca la pareja, cómo se conversa con las niñas, porque en ese tiempo no era factible estudiar en un colegio mixto, para hacerlo normalmente.
Un aspecto que recuerdo, fue la enseñanza sobre el manejo de una cooperativa. Lógicamente, con la dirección de las hermanas Cortés Gamboa, constituimos una cooperativa, la cual era la dueña de la “cafetería”, que aparte de ofrecernos artículos para los recreos, realizábamos ejercicios sobre el tema, hasta llegar a los momentos de dicha, cuando recibíamos los “dividendos” por nuestros ahorros en la misma.
La permanente enseñanza sobre la patria y sus símbolos era continua, como lo era la ceremonia de la izada de la bandera, la cual se realizaba en el patio con la presencia de todos los cursos (en dicha época eran hasta tercero primaria). La bandera la izaba un alumno distinguido, ante la envidia de quienes la queríamos izar. Luego de la ceremonia y de jurar fidelidad a la bandera, decían: “Sigan al salón”, y de vuelta a la normalidad.
Alcancé también a ir a clases de canto, que eran dirigidos por la señorita Matilde, en un segundo piso que quedaba sobre la calle 17. Salíamos felices después de aprender las canciones Mambrú se fue a la guerra, Los patitos, Simón el bobito y muchas más, las cuales disfrutábamos mucho, como si fueran los éxitos del momento y nos las aprendíamos rápidamente.
Pero si algo era molesto para mí, eran los “pellizcos” que, como castigo nos aplicaban con gran sabiduría, porque nos dolía hasta el alma y esta es la hora que, ante un pellizco, confieso lo que yo no he hecho.
El amor, o lo que pensábamos era eso, también tocaba nuestros corazoncitos. Recuerdo cómo una niña de apellido Mejía me aceleraba el pulso y tal vez como ahora se dice, no le era tan indiferente, pues me dijo que aceptaba ser mi novia, pero el requisito obligatorio era que fuera a hacerle visita en cicla. Me encantó la idea, tenía cicla, pero mi madre me impidió el romance, porque le daba miedo que me fuera en cicla. Como no podía cumplir lo exigido, no pude tener novia, mi madre me frustró el primer amor.
Los recreos los utilizábamos para jugar balón y pensábamos en ser los sucesores de los uruguayos del Cúcuta Deportivo. Pero los encuentros más importantes eran los de “quemados” que disputábamos entre niños, con niñas, o contra niñas, en eventos muy animados y de reñido desenlace.
Algo para destacar es que, al pasar a cuarto primaria, los 4 niños que estábamos en tercero: Raúl Canal, Domingo Monsalve, un niño de apellido Villamizar cuyo nombre no recuerdo y yo, queríamos hacerlo en el Colegio Calasanz. Luego de los exámenes que nos hizo individualmente el padre José, en especial pintar el mapa de Colombia, pasamos los cuatro y logramos llegar hasta sexto bachillerato Raúl, Domingo y yo.
La educación del Gimnasio Domingo Savio, según decían nuestros padres, era muy buena y realmente así lo creo, porque su calidad como la propaganda, “volaba de boca en boca” por la ciudad.
No me quejo, lo pasé bien, recibimos buenas bases morales y de instrucción, por lo cual le tenemos un gran agradecimiento a nuestras profesoras Cortés Gamboa, ya desaparecidas, y con orgullo decimos que, “estudiamos donde las Cortés”.
Oscar Peña
Granados
Sofía Cortés Gamboa
Recuerdo con bastante claridad la corta etapa que pasé en el Gimnasio Domingo Savio, ya que fue la primera institución escolar a donde asistí en calidad de alumno. Fue bastante difícil adaptarme a la disciplina de un colegio, ya que hasta entonces había disfrutado de absoluta libertad de movimientos y se me permitía vagar por horas en la casa o en el solar adjunto, donde perdía mi tiempo en el más delicioso ocio.
El colegio estaba situado en una amplia y antigua casona, situada en la esquina de la avenida cuarta con calle 17, a tan solo cuadra y media de mi casa. Llevaba el nombre de un Santo nacido en Italia que murió a los 15 años y que tenía como lema “morir antes que pecar”. Era regentado principalmente por las hermanas Sofía, Helena y Josefina Cortes Gamboa, encargadas de la administración y la cátedra.
Tenía el aspecto común de estas construcciones cucuteñas que han ido progresivamente desapareciendo: un portón grande de acceso, seguido por un zaguán que terminaba en una segunda puerta –contra portón me parece la llamaban- más pequeña, la cual se abría hacia un patio grande con muchas matas y flores.
El patio estaba rodeado por un pasillo en forma de L, alrededor del cual se alineaban los salones de clase. Las paredes de la parte antigua eran de adobe y no tenían la uniformidad del acabado del ladrillo, pero estaban bien conservadas, tenían ventanas grandes hechas en madera que junto con los techos altos ayudaban a disipar el calor. En la parte posterior, se había añadido una construcción más moderna para que hiciera las veces de otro salón y había también un patio de juegos.
Recuerdo igualmente que, en ese año de 1958, se construyó un estanque que fungía las veces de piscina y que fue inaugurado con bombo y platillos, siendo muy disfrutado por los alumnos, ya que eran pocas las oportunidades de acceso a piscinas en esa época.
Después de la visita protocolaria para la matrícula, llegó el momento de iniciar el año escolar y la primera actividad oficial fue, el examen de clasificación que definiría si quedaba en kínder o era promovido al primer año de la primaria. Para mi fortuna, consistía en una prueba de lectura, la cual yo dominaba a la perfección, pues el año anterior le había pedido a mi mamá, me enseñara a leer, para poder ojear la colección de libros de Monteiro Lobato, propiedad del hermano mayor y las aventuras dominicales de los periódicos capitalinos.
Mamá no seguía las recomendaciones de enseñanza de María Montessori, sino las de “María Pelliscori”, para corregir los errores, técnica que por la época también usaban algunos docentes, por lo cual rápidamente leí de corrido y sin errores, y así terminé sentado en el salón de primero primaria, saltándome el Kínder.
Ese primer día, también me sucedió algo que, posteriormente vi dibujado en un episodio de la tira cómica de Calvin Hobbes. Ignorante por completo de la rutina escolar, decidí aprovechar que los columpios habían quedado súbitamente libres y el patio a mi disposición, y seguí mis juegos hasta que, una de las profes llegó a buscarme, preocupada porque no aparecía en el salón de clases.
Recuerdo como compañeros de curso a mi primo Juan Lizarazo Granados, a un amigo de toda la vida, ya que nos volvimos a encontrar en el Calasanz: Carlos A Rodríguez Duarte, los hermanos Bustamante (a quienes nunca más volví a encontrar); y como era mixto estaban María Eugenia Lara y las hermanas Consuelo y Clara Inés Lizarazo Niño, y otras que la memoria no registró.
El salón lo compartíamos con los alumnos y alumnas de segundo primaria, alternándonos los puestos de la primera fila, cercanos a la profesora y el tablero; y compartiendo los pupitres, que en esos tiempos no eran provistos por la institución, sino que debía ser llevado por el alumno. Así, por ejemplo, yo prestaba mi pupitre a Humberto (Beto) Barrera, cuando llegaba el momento de que los más grandes recibieran su clase y me sentaba en su sitio en las filas de atrás.
Esos momentos los utilizábamos para leer libros, que depositábamos en un fondo común a comienzos de año o para hacer tareas. Recuerdo mi decepción porque nunca logré intercambiar mi libro de historias, viejo y poco atractivo, heredado de mis hermanos mayores, con el colorido texto de hermosos dibujos con las aventuras de un elefante que era propiedad de mi condiscípula Clara Inés Lizarazo, a quien además le admiraba “esos huequitos en tus mejillas”, como dice el vallenato.
El aseo era importante y las profesoras pasaban estricta revista en especial un día a la semana, con revisión de dientes, orejas, uñas y zapatos. Quien era sorprendido violando las normas, no podía ingresar al salón hasta corregir la falta, por lo cual las rosas se quedaban sin espinas, que eran usadas para limpiar las uñas y las hojas para limpiar los zapatos.
Como corría el año 1958, año del Mundial de Suecia en el cual ganó Brasil y apareció el genial Pelé, el colegio también decidió organizar un torneo de fútbol con todos los juguetes y las niñas organizadas en barras. Recuerdo que formé parte de uno de los equipos, no recuerdo el marcador final, pero sí que, después de ese primer partido, la entrenadora imitando a Zidane, decidió condenarme a la banca.
Así entre aventuras y desventuras, aprendiendo las operaciones matemáticas básicas, perfeccionando la lecto-escritura, pero además conociendo las obligaciones de la vida escolar, pasó ese primer año.
El país también estaba aprendiendo nuevamente a vivir en paz, con la transición a la época del Frente Nacional y olvidando un poco la violencia partidista. Sin embargo, sufrimos un intento de golpe de estado que nos sorprendió en clase y que obligó a la evacuación del colegio, con gran susto de los alumnos que no entendíamos la preocupación de nuestros padres y los preparativos para un posible período prolongado de toque de queda.
Cuando llegó el momento del acto final, las profesoras decidieron montar con los niños del primer año una obra musical llamada “Los enanitos”. El disfraz recreaba la figura de un gnomo, era de colores rojo y amarillo; pantalones que cubrían los pies y terminaban en una curva; gorro largo terminado en pico y luenga barba blanca. A pesar de los peros de la profe, quien opinaba que mi talla superaba las características de un enano, me empeñé en ser parte de los artistas y logré, gracias al empeño de mi madre, un precioso disfraz muy bien confeccionado.
El Teatro Guzmán Berti fue el escenario para el montaje de la obra y desde entonces quedé encantado con las facilidades que tenía el teatro (camerinos, foso para orquesta, luces, etc.), para la presentación de obras y lamenté profundamente su desaparición. Afortunadamente se preservó el Teatro Zulima que tiene algunas de estas características.
Ya había tomado la decisión de seguir a mi hermano a otro colegio más grande, por lo cual, mientras se apagaban las luces del escenario dejando de iluminar a los enanitos, dije adiós al Domingo Savio y a mis compañeros, uno de los cuales aún es mi amigo, para buenos y malos momentos.
Hace poco
recorrí mis pasos por ese barrio La Playa y busqué la esquina donde había
estado el colegio, llevándome la decepción de encontrar uno más de esos bloques
cuadrados de ladrillo y metal, sin ninguna pretensión arquitectónica,
encogiéndoseme el corazón, al comprender que esa época se fue para siempre y
van desapareciendo los vestigios.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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