Alvaro Orlando
Pedroza Rojas (Imágenes)
Al final, con la historia ocurre lo que pasa con las relaciones humanas, no se sufre tanto lo dialogado, lo que se transmite en la maloca, o lo que se plasma con la palabra escrita, sino que se nos vuelve martirio lo callado, lo que cada uno se guarda, porque de una u otra forma, al silenciar la historia o dejar en el anonimato a las personas, estamos de alguna manera aceptando que la muerte no nos llega cuando el espíritu abandona la morada de la alfarera arcilla, sino cuando el olvido nos habita.
La tarea de consultar diversas fuentes dejó al menos tres lecciones aprendidas:
Lección 1: Con esos actos de barbarie, pareciera que se aplicara la ley del uniformismo, en la que el presente es la llave del pasado; significando que los cuadros de violencia que sufrimos en nuestra Colombia del alma, nos retratan de los episodios de terror vividos en el ayer; desnudando la realidad proclive de recrear en espiral, episodios de dolor en un circuito en el que solo cambian los actores.
Lección 2: Observar que, salvo aquellos episodios en los que los historiadores han dejado testimonio escrito, otros han sido intencionalmente olvidados, para no dejar huella o dejar en el anonimato a sus protagonistas; no de otra manera se explica que se haya mantenido oculto el lugar de la fosa común donde reposan los restos mortales de los hombres y mujeres caídos bajo ese régimen del terror.
Lección 3: Observar que la dinámica de urgencia del modernismo social, nos hace pasar por alto lugares históricos, como la esquina suroccidental de la Avenida 5a con Calle 11, donde se erige el antiguo edificio del Banco de la República, que en 1813 ocupaba la cárcel de la villa, unidad anexa a la Casa Municipal de la época, cárcel a donde fue llevada nuestra heroína y mártir junto con los compañeros de infortunio, para luego ser asesinados en el patio interior. Los ríos de gente que pasan, desconocen que el privilegio a pasear hoy, libres por esas calles, fue producto de un derecho escrito con la sangre y vida de quienes rendimos tributo. Me pregunto si tal “despreocupación” es cuestión de falta de arraigo, o es olvido voluntario que prefabricamos para hacerle trampas al dolor, o es consecuencia del estado de distracción de la vida que nos puebla, o es el poder de resiliencia que nos lleva a izarnos sobre las cenizas y las tormentas de nuestros viacrucis y a no mirar atrás para evitar que el recuerdo nos confronte o es la condición de palimpsestos al reescribir versiones sobre los mismos lienzos donde otros escribieron otra historia.
El año 1813 fue de zozobra bélica en la región, la cual, por su situación geográfica era, como ahora, punto estratégico territorial, militar y comercial, destacándose la ruta del cacao y los caminos que eslabonaban Venezuela y Colombia unificadas. Y fue escenario de varias batallas, unas en favor de los patriotas y, otras del ejército realista, el cual para ese año mostraba superioridad numérica y militar, apoyado por los destacamentos realistas asentados en Venezuela.
Infortunada para la región fue la derrota sufrida por los patriotas comandados por Francisco de Paula Santander, en el Llano de Carrillo, cercano a La Garita, porque quien salió ganador (el español Bartolomé Lizón, apoyado por las guerrillas de Aniceto Matute e Idelfonso Casas) no tuvo la nobleza de quien triunfa; le faltó la magnanimidad del vencedor y su desaforado apetito revanchista le llevó a sacrificar a los capturados, a tomar venganza y a cobrar la vida de muchos inocentes.
Sin embargo, pese al dolor vivido y padecido, la lección no fue aprendida y, tristemente, este retrato hablado pareciera haberse arraigado, con el agravante, de que la contienda ahora es entre nosotros mismos. Esa actitud de exceso y abuso de poder mostrado por Lizón, dejó al español para como un vencedor vencido, porque sus desmanes de terror contra una población indefensa, inmortalizaron a los nuestros mientras que a él le costó, de una parte, enfrentar y sufrir en vida un proceso que le instauró el establecimiento del momento, en Maracaibo y, por otra, se ganó la desaprobación perenne de la historia, aún entre los suyos, y el calificativo de cruel y sanguinario.
Apuntes históricos de don Luis Febres Cordero, don Luis Salas Peralta y, don José Restrepo Laverde señalan que, además de sacrificar a los 44 soldados patriotas, tomados como rehenes, fueron ajusticiados: doña Mercedes Abrego, Susana Cote, Eulalia Galvis, las hermanas Trinidad, María Inés, Josefa de Jesús y María Modesta Ramírez Ceballos, Florentina Salas, Carmen Serrano, D. Juan Agustín Ramírez de Arellano, patriarca insigne, octogenario, antiguo servidor del régimen español que por muchos años fue del cabildo y alcalde Mayor provincial; su yerno D. Francisco Santander Martínez; el hermano de éste el Dr. Frutos Santander Martínez; D. Andrés de Colmenares; D. José Otero, D. Francisco Sánchez; Mariano Quintero y otros cuyos nombres no registró la historia.
Si censurable es la muerte de tantas personas acusadas de informantes o colaboradores del ejército patriota, oprobioso, macabro y morboso es el ritual de tortura y humillación, usado con algunas mujeres, a quienes despojaron de sus ropas, para luego embadurnar sus cuerpos con miel de caña, y sobre aquella untura pegajosa, adherir plumas de aves y después de hacerlas sufrir con heroica fortaleza ese vejamen, conducirlas a pie hasta la cárcel de Cúcuta, para ser azotadas a látigo y ajusticiadas, ya por fusilamiento o por la fría y cruda decapitación a sable.
En el caso de doña Mercedes Ábrego, puesta prisionera en su propia residencia en Urimaco, la historia menciona que fue conducida desde allí, en pijama y descalza, hasta la Calle 11 con Avenida 5a, de Cúcuta, donde quedaba la cárcel municipal, despojada de sus ropas y decapitada.
Después enterraron los cuerpos mutilados de nuestros compatriotas en una fosa común, como abonando las rutas del olvido, para que sus vidas quedaran en un anonimato programado. Como en una obra de teatro, en la que los aplausos solo los reciben los actores, los utileros, que hacen que la obra sea grandiosa, pasan a engrosar esa inmensa lista de anónimos detrás de los telones, aun cuando la cuota parte de su contribución haya sido haber cruzado la puerta giratoria de la muerte, por estar al lado de una causa, haberse atrevido a llevar el sustantivo Libertad a verbo y, al conjugarlo, haber contribuido a eliminar las cadenas del cuerpo y del espíritu.
Por suerte, siempre quedará en el tejido familiar y
social el recuerdo del hecho que en su momento fue luz o sombra, alegría o
tragedia, y siempre habrá alguien que conserve la tradición oral de la maloca o
plasme en la palabra escrita, la relatoría, desde su visión y orilla, de lo
ocurrido, lo suficiente para dejar una huella histórica.
Y en ese juego de la historia sin relato, de los protagonistas que lucharon en silencio, de las voces sin eco que estuvieron, sirvieron y se fueron hacia el firmamento, de quienes le apostaron a ser utileros de una lucha, poco o ningún registro queda. La información o es escasa o imprecisa, sin adicionar que aquella que tenemos como referente, siempre está revestida de la pasión y romanticismo de quien grabó esas historias al lomo del tiempo.
Así las cosas, que si el nombre de pila era o no Mercedes Ábrego, que si nació en Cúcuta, San Cayetano o Urimaco, que no es precisa la fecha de registro de su nacimiento, pero sí el de su partida, que si era casada, madre soltera, o viuda, que si sus hijos fueron tres o sólo uno, que si vivió en una próspera finca en Urimaco propiedad de su padre, y otras aristas de su biografía, llena de incertidumbre… son datos circunstanciales que nos gustaría tener un poco más precisos, pero no son tan importantes como el destello de luz de sus actuaciones, ni el vigor de sus ideas.
Ese momento de luz de la heroína de apoyar la causa de la libertad, de tejer con sus manos una prenda insigne para el intrépido líder de la Campaña Admirable y confeccionar uniformes para sus tropas, fue suficiente para dejar una huella, para ayudar a cambiar el rumbo de Colombia.
Según los historiadores, sacerdote salesiano don Eladio Agudelo y Carlos Ferrero Ramírez, su verdadero nombre era María Mercedes Reyes Ábrego, e indican que su partida de bautismo data de 1772, de manera que sitúan su nacimiento entre 1770 y el año de registro bautismal; señalan que fueron los propios vecinos de la época quienes les dio por llamarle Mercedes Ábrego, para distinguirla de una dama contemporánea residente en Cúcuta, de nombre Mercedes Reyes Azua.
Para el padre Eladio Agudelo, doña Mercedes Ábrego era madre soltera de un solo hijo (José María Antonio Reyes) y, no de tres como lo señalan otros biógrafos. José María figura en su partida de nacimiento como “hijo natural” de doña Mercedes. Para el presbítero, José Miguel y Pedro María Reyes, eran hijos de sus primas; Miguel, aparece registrado en el censo de noviembre de 1792 como uno de los habitantes de la casa encabezada por doña María Inés Reyes, madre de doña Mercedes, igualmente madre soltera, cabeza de familia, junto con un grupo de familiares, reseñados como sirvientes, en el empadronamiento, sin parentesco alguno. Pedro, según don Eladio, tenía 26 años al morir la heroína, era médico de profesión, y él mismo se declaró hijo de doña Mercedes y legalizó su situación en las partidas de nacimiento de sus cinco hijas.
Igualmente, el sacerdote, al referirse a don Marcelo Reyes, plantea que él era primo y no esposo de doña Mercedes Ábrego y, que de conformidad con su partida de defunción era seis años menor que la heroína y falleció soltero en 1826.
Para los historiadores Carlos Ferrero Ramírez y José Monsalve, sí fueron tres los hijos de doña Mercedes Ábrego: José Miguel, Pedro María y José María Antonio. El historiador declara ser tataranieto de doña Mercedes Ábrego, bisnieto de Trinidad de la Ascensión Reyes Vega (segunda nieta de la heroína) y de José Antonio Atalaya Ramírez (Hijo de Don Juan Atalaya, insigne benefactor de Cúcuta).
Doña Mercedes sirvió a la causa de la libertad colaborando con los ejércitos patriotas que lucharon en el valle de Cúcuta y áreas vecinas contra las tropas españolas de Ramón Correa y Bartolomé Lizón. Coordinaba una red de contactos secretos que mantenía informadas a las tropas del general Francisco de Paula Santander, lo cual le permitió al prócer triunfar militarmente en San Faustino y Capacho, contra los movimientos del ejército realista.
Procedente de Ocaña, Simón Bolívar entra a los valles del Zulia, camino a Cúcuta, y, encuentra a doña Mercedes Abrego, en Urimaco. La prestigiosa dama, al conocer los planes de libertad, suministró al libertador la casaca bordada con hilo de oro, y donó uniformes al ejército, prendas que lucieron después de la victoria del 28 de febrero de 1813, y que la historia recuerda como la Batalla de Cúcuta.
Para rendir tributo a nuestros héroes conocidos o anónimos, basta con saber que en el momento crucial en que se buscaba saciar la sed de libertad, hubo manos que amasaron la arcilla y dieron forma al cántaro de greda y, y manos que llenaron la vasija con el agua, para asistir a quien luchaba; hubo manos que sostuvieron un rosario rezando padres nuestros para pedir a Dios su amparo por quienes enarbolaban las banderas de la independencia; hubo manos, como las de la mártir doña Mercedes Ábrego, que abrigaron la seda y la lana y bordaron la fina filigrana de hilos de oro; manos estas prodigiosas, musicales, que afinaron el mágico entramado para tejerle al libertador una casaca. Porque, la alta costura y el arte de tejer se hicieron camino en la heroína; un camino que le condujo hasta la misma puerta giratoria de la muerte, cuando su férrea voluntad por la noble causa de la libertad le llevó, en señal de gratitud a deslizar la aguja entre sus manos e hilvanar los hilos y bordar una chaqueta para el líder de la gesta emancipadora y uniformes para los soldados.
Para muchos historiadores, la obra cumbre de sus
manos, fue tomada como causa para ser condenada a muerte.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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