COMO ÍBAMOS, ÍBAMOS BIEN
Con el paso de los años, como cualquier muchacha, la ciudad se nos fue haciendo volantona. Y bonita. Las guerras de la independencia se habían acabado; en Villa del Rosario, monumento nacional, se había reunido el congreso con el nombre de Congreso de Cúcuta, que le dio constitución a la naciente República de Colombia; las peleas de Bolívar y Santander habían llegado a su fin por sustracción de materia (Bolívar murió en 1830 y Santander lo siguió a la gloria eterna en 1840); y la ciudad había echado a andar, sin prisa pero sin pausa, como dicen los viejitos.
Cúcuta era una ciudad tranquila, de mucho comercio, habitada por cucuteños y foráneos (sobre todo europeos que aprendieron a decir "toche" y consiguieron mujer cucuteña y echaron raíces, convencidos de que Cúcuta era -y es- el mejor vividero del mundo, según frase que alguien acuñó y que se hizo famosa).
Los cucuteños raizales eran una mezcla de sangre indígena y española, a la que después se le sumó sangre italiana y maracucha y alemana y costeña y rola y de muchas otras partes. Es decir, toda una feria de trasfusiones.
Así se formó un tipo de raza emprendedora, que madrugaba a trabajar y al medio día no se perdía la siesta; que vivía de la agricultura y del comercio; que laboraba y fiesteaba; que le abría la puerta a los de afuera, y, a veces, se la cerraba a los de adentro.
En Cúcuta se cultivaba y se exportaba por Maracaibo: cacao, café, añil, quina. Los cambia bolívares se instalaban, en cualquier esquina, con una mesita, un asiento, un maletín y calculadora.
Las calles tenían nombres sonoros que llegaban al corazón: Calle del amor, calle de la Fraternidad, de la Paz, del Porvenir, del Patriotismo, de Los Mártires...
La costumbre de tener alcalde de otras regiones viene desde entonces. Hasta alcaldes europeos hubo. Se cuenta, por ejemplo, que un italiano, Juan Luciani, fue burgomaestre de 1836 a 1846. Después vinieron otros. Y otros. O sea que si los de aquí no funcionamos, no hay problema. Los importamos.
Como íbamos, íbamos bien. Pero un mal día la naturaleza se nos vino en contra. Se sacudió con fuerza destructora. Mucha gente y muchos animales y muchas cosas perecieron. El bamboleo fue terrible. Ese día, San Emigdio, el patrono contra los terremotos, nos falló. El adagio lo dice, para señalar a algún incumplido: Quedó más mal que San Emigdio en Cúcuta.
Los sacudimientos terrestres habían comenzado desde el domingo anterior y se repitieron el lunes, pero la intensidad de los temblores no era preocupante. No se prendieron las alarmas naranja ni amarilla, el Comité de prevención de desastres no se mosqueó y la única alarma la daba un loco, sobreviviente del terremoto de Lobatera (Venezuela), que gritaba por las calles: "Huele a Lobatera, huele a Lobatera". Nadie le paró bolas. ¿Quién escucha a un loco?
Alrededor de las once de la mañana de ese martes 18 el sacudón fue terrible. Primero se escuchó un ruido sordo y grueso "salido de las más profundas entrañas de la tierra". Y enseguida uno, dos, tres temblores, cada vez más fuertes. Fueron 15 segundos de muerte. Las casas se vinieron al suelo, la gente quedó apachurrada, los árboles se desgajaron, la tierra se agrietó. Era costumbre almorzar temprano, pero ese día las señoras se quedaron con el almuerzo servido. Se salvaron algunos que andaban en la calle y los curiosos que estaban en el parque presenciando la retreta diurna con que la banda de músicos alegraba el reparto del programa de las fiestas julianas de ese año. La iglesia y los edificios se derrumbaron. Después sólo se escucharon gritos de angustia y desesperación. Y una nube de polvo gruesa se extendió por encima de la desgracia, hasta la una de la tarde, hora en que cayó un fuerte aguacero.
Los sobrevivientes, temerosos de nuevos temblores, y viendo la inutilidad de los ruegos a San Emigdio -que se hacía el sordo o estaba atendiendo súplicas de otras partes- se dirigieron hacia La Vega (hoy El Pórtico, perteneciente al corregimiento de San Pedro), donde fueron socorridos por los vecinos, e instalaron algunos toldos.
De los 8.000 habitantes con que contaba Cúcuta, más de la mitad quedó bajo tierra. Incalculable fue el número de heridos. Y millonarias, las pérdidas.
No faltaron los saqueadores. Grupos de vagos se dedicaron al pillaje y al hurto. Entre ellos un tipo, apodado Piringo, a quien fusilaron las autoridades, acusado de ir de casa en casa, sacando muertos, a los que iba dejando en fila ordenada en mitad de la calle. Hasta ahí todo bien, ya que se trataba de una obra de caridad. Lo malo es que los dejaba mochos, sin dedos, pues se los cortaba para quitarles los anillos. Algunos lo acusaron de haberles hecho el corte de franela a los cadáveres de varias damas para quedarse con sus cadenas de oro. La defensa nada pudo hacer a su favor, por la potente razón de que no tuvo defensa. Le abrieron pliego de cargos y se lo cerraron cuatro días después del terremoto, en un fresco amanecer cucuteño, cuando lo fusilaron. Como las paredes se habían caído, no pudieron pasarlo al paredón. Tampoco había lechoso a la vista para pasarlo al papayo. De modo que lo pasaron al cañafístulo, un árbol que por allí había.
Con la muerte de Piringo los pillajes mermaron y la comisión de remoción de escombros, al mando del propio alcalde, el santandereano Francisco Azuero, pudo realizar su labor, en busca de cadáveres y de heridos.
Había que buscar salvación como fuera. Algunos, desde la misma tarde de ese fatídico 18 de mayo, salieron en dirección al río Zulia, en busca de trasporte fluvial para llegar a Maracaibo. Habían oído hablar de terremotos y maremotos, pero no de riomotos, lo que les hacía suponer que harían un viaje seguros. En Maracaibo los esperaban familiares vivos. En Cúcuta quedaban familiares muertos.
Otros corrían a pie hacia San Antonio, Ureña, Rubio, San Cristóbal, con la creencia de que el castigo divino era sólo contra poblaciones colombianas. En el viaje comprobaron que la naturaleza no sabía de límites fronterizos, pues también aquellas poblaciones habían sido sacudidas, aunque en menor escala.
Sin embargo, el mayor número de sobrevivientes decidió quedarse cerca de sus muertos. Fueron los que se agruparon en La Vega, donde había algunas haciendas de cacao y caña, y el río estaba cerca y la planicie era apropiada para levantar carpas y toldos.
Se organizó un mulotón: de varias partes llegaron mulas cargadas de alimentos, frazadas y otros artículos de la canasta familiar y de primera necesidad. Los de segunda y tercera necesidad llegaron más tarde. O no llegaron.
El Presidente del Estado Soberano de Santander, al que pertenecía Cúcuta, se trasladó al lugar de la catástrofe, como si estuviera en campaña de reelección, tan pronto supo los atroces estragos entre los vivos, solicitar ayuda nacional e internacional en víveres, medicinas, ropas y, ojalá, en efectivo, en morrocotas de oro. Las órdenes que dio fueron claras, precisas y contundentes: custodiar las ruinas, cubrir los cadáveres con cal para evitar que la putrefacción causara otros estragos entre los vivos. La Defensa Civil y la Cruz Roja brillaron por su ausencia: aún no existían.
Aquileo Parra, presidente del Estado, dictó varios decretos para hacerle frente a la emergencia, entre ellos el que prohibía el robo, el que alertaba a los muertos para que se protegieran de los vivos, y el que, con fecha 31 de mayo de 1875, trasladaba provisionalmente la cabecera del distrito de San José, a La Vega.
Del interior del país y de Venezuela llegaron auxilios que manejó la Comisión Nacional de Socorros, nombrada por el gobierno. La Procuraduría nada tuvo que investigar, por lo que se cree que los auxilios llegaron a sus destinatarios, las víctimas del terremoto.
Y VOLVER, VOLVER, VOLVER
Poco a poco las gentes comenzaron a regresar. De La Vega venían todos los días, echaban un vistazo, lloraban y volvían a su hogar transitorio.
Pero por sobre la tristeza y las ruinas y los muertos, se impuso la verraquera cucuteña. Levantar los escombros no fue fácil. Tampoco lo fue empezar a reconstruir. Sin embargo, empezaron.
Para que las calles no quedaran torcidas y las carreras no tomaran cualquier alocada carrera, se necesitaba alguien que supiera de urbanismo. Y ese alguien apareció. Se llamaba Francisco de Paula Andrade Troconis, ingeniero venezolano.
Andrade Troconis había nacido en Mérida, pero se había residenciado en Cúcuta diez años antes del terremoto. Se salvó y puso sus conocimientos al servicio de la reconstrucción de la ciudad.
El Concejo de Cúcuta le encomendó la elaboración de los planos de lo que sería la nueva Cúcuta. Calles anchas, arborizadas y rectas avenidas espléndidas, parques grandes, edificios, construcciones coloniales en el centro, todo estaba previsto en el proyecto de Andrade y así se hizo.
Las calles tomaron nombres de héroes: Bolívar, Santander, Maza, Camilo Torres, Córdoba... Y a las carreras les dieron nombres de países: Venezuela, Perú, Bolivia, Colombia...
Para nuestro infortunio, con el paso de los años las cosas cambiaron. El empedrado de las calles fue remplazado por huecos, los árboles se acostumbraron a no morir de pie sino a machete para que no den sombra, los vendedores ambulantes se tomaron las vías públicas y los balcones coloniales fueron a parar a Cartagena. Eso, para no hablar de la falta de empuje y de garra, que ahora nos carcome.
Le fallamos a la generación del terremoto y a reconstructores como Francisco de Paula Andrade Troconis, Melitón Añez, Trinidad Ferrero, Cristian Andressen Moller, Juan Atalaya Rodríguez, Eleuterio García, Foción Soto, Arístides García-Herreros y otros.
"...Cuando caíste destrozada
Voces dolientes te cantaron
(Del Himno de Cúcuta)
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