A los indígenas, por lo general, no les gusta vivir en las grandes urbes. Ni en las pequeñas. Prefieren el monte. Y si se deciden por alguna ciudad, se retiran a los barrios alejados, periféricos que llaman.
Los de Cúcuta, los indios Cúcutas, comandados por el cacique Cúcuta, en Cúcuta, tampoco fueron la excepción. Se ubicaron en el barrio San Luis que, en ese entonces, no se llamaba San Luis sino ¡claro! pueblito Cúcuta. ¡Qué falta de creatividad!
No se instalaron en Quinta Oriental, ni en Barrio Blanco, ni por los lados del parque Santander. No. Se quedaron a vivir al lado del río, lo cual les facilitaba la pesca y el lavado de sus ropas, en especial la muda del domingo, y la venta de agua en bolsitas y ¡ hasta el baño!
En un comienzo habitaban todo el valle de Cúcuta, donde crecían unos árboles que los mismos indígenas llamaban Cúcutas y corría una quebrada de nombre Cúcuta y había unas minas "de tierra negra", también llamada Cúcuta. Con tales antecedentes, la ciudad que aquí creció no podía llamarse de otra manera sino Cúcuta.
Pertenecían estos aborígenes a la tribu de los Motilones, la que a su vez formaba parte de la familia Caribe. Los Motilones se enfrentaron a sangre y flecha a los conquistadores y colonos que, a partir de 1550, empezaron a llegar por estos contornos, procedentes de Pamplona y San Cristóbal.
Los indígenas, pues, debieron refugiarse al oriente, es decir, en la margen derecha del río Pamplonita, con lo cual daban cumplimiento a la ordenanza indígena de que el sol, al salir, alumbrara primero el pueblo y después el río. Desde allí se enfrentaban a los invasores que, al lado izquierdo del río, intentaban establecerse, con siembras de cacao, crías de ganado y usurpación de más tierras.
Pedro de Ursúa, uno de los fundadores de Pamplona, repartió las tierras de este valle entre sus amigotes Sebastián Lorenzo, Miguel de Tiebal, Alonso Durán, Juan del Rincón y otros. !Claro! Como las tierras no eran suyas, le resultaba fácil regalarlas. Pero el precio fue caro porque los Motilones resultaron un hueso duro de roer. Así como su espíritu. Durante casi dos siglos, su belicosidad y rebeldía mantuvieron alejados a los blancos.
Sin embargo, la superioridad numérica de los invasores, el poderío de las armas y otras tácticas de ablandamiento, como las misiones evangelizadoras, hicieron, poco a poco, su efecto, y los Motilones fueron reducidos al Pueblo de Cúcuta (después San Luis), donde aparentemente mandaba un cacique, pero era un español el que daba las órdenes y un clérigo doctrinero los enseñaba a ser pacíficos y humildes de corazón.
Así que la fama de la furia motilona viene desde aquella época y se habla de ella dizque para defender
lo nuestro, para hacerle barra al Cúcuta Deportivo y para echar p' lante, a pesar de las dificultades. Pero la garra motilona se acabó, el Cúcuta Deportivo bajó de categoría, dejamos de ser la capital basquetera de Colombia, Cúcuta ya no es la vitrina más vendedora de América y la ciudad se patrasió.
Sin embargo, como la esperanza es lo último que se pierde, los cucuteños aún esperamos retomar aquella furia, a ver si de pronto, tal vez, quién sabe...
A MOTILAR MOTILONES
Los aborígenes de la región se llamaban Patajemenos, en épocas primitivas. Pero el nombre no era muy comercial, por lo que decidieron cambiárselo.
Dicen algunos historiadores que, a raíz de una epidemia de viruela, los indígenas debieron cortarse el cabello (motilarse), por lo cual fueron llamados Motilones. El nombre les cayó tan en gracia que siguieron cortándose el cabello de la misma manera, y aún hoy, a los que sobreviven en las selvas del Catatumbo se les sigue llamando Motilones.
A quienes se refugiaron en la sierra de Perijá, en la frontera con Venezuela, los investigadores los conocen como Motilón-Barí, pero ese ya es otro cuento.
Hay, sin embargo, una curiosa leyenda, según la cual el nombre Motilón tiene otro origen, aunque también relacionado con el corte de cabello.
Habitaban los indígenas -dice la leyenda- otro planeta. Pero lo desforestaron de tal modo que su dios, preocupado por sus hijos, comenzó a mirar hacia nuevos horizontes, en busca de otros planetas donde hubiera mejores condiciones de vida.
Le llamó la atención, en especial, el planeta tierra, lleno de selvas y animales y mucha agua.
¿Pero cómo llegar hasta ella, allá, abajo, si todavía no habían inventado las naves espaciales? Como era dios, para todo tenía solución. Así que les ordenó cortarse el pelo (motilarse), que lo tenían bastante largo, y con estos cabellos tejieron una gran trenza que llegó hasta la tierra, por donde descendió la primera pareja que habitó este planeta.
El hombre y la mujer pusieron los pies en un cerro -seguramente el cerro Tasajero- y desde allí pudieron observar el valle, la vegetación, los ríos, los animales y la gran cantidad de riquezas. Y todo les pareció tan encantador, que se quedaron a vivir, cultivando la tierra, pescando y procreando.
Mucho después, cuando ya el valle estaba poblado, una pareja de enamorados, hombre y mujer, quisieron escapar de la tribu para vivir su amor donde nadie se entrometiera en sus vidas. Ellos sabían que, en alguna parte del territorio, existía un árbol al que estaba atado el extremo de la cuerda de cabellos, por donde habían descendido los primeros habitantes.
Cuando hallaron el árbol y la cuerda, comenzaron a trepar por él, lo cual estaba prohibido por Dios. Este, al ver la desobediencia de los dos enamorados, se enfureció y los castigó, convirtiendo al hombre en SOL y a la mujer en LUNA.
Es por eso que el sol de Cúcuta alumbra tan fuerte, pues es un guerrero motilón, furioso por haber sido separado de su amante; y en las marianas, el rocío que amanece sobre las flores son las lágrimas de la luna que llora de tristeza por haber sido separada de su gran amor. El sol todos los días recorre el cielo cucuteño en busca de su amada, y ésta, de noche, hace el mismo recorrido, pero nunca se encuentran.
GUAIMARAL Y ZULIA, EJEMPLO DE INTEGRACIÓN COLOMBO VENEZOLANA
Como su nombre lo dice (Guai: hijo; Maral: de Mara), Guaimaral era un joven indígena, hijo de Mara, cacique que gobernaba por los lados del lago de Coquivacoa o Maracaibo. Guaimaral le pidió permiso a su padre para venir a Cúcuta, ciudad que había tomado fama por sus mujeres bonitas y el sol de los venados y el comercio formal e informal.
Llegó a Cúcuta donde fue bien recibido -en Cúcuta se recibe muy bien a los venezolanos, incluidos los maracuchos-, y donde en poco tiempo se hizo a la plaza. El cacique Cúcuta no sólo le entregó las llaves de la ciudad sino a una de sus hijas, llamada Chita (no confundir con Chita, la de Tarzán) con la que contrajo matrimonio poco después.
No se sabe muy bien -los historiadores a veces son muy parcos- dónde pasaron la luna de miel, pero se cree que no fue ni en las islas Margarita, ni en San Andrés, sino probablemente en alguna caba'ñ'a de Chinácota, región de suave clima y gente encantadora, habitada en ese entonces por los indios Chiflacotas, también llamados Chitareros.
Pero aquella integración tuvo sus tropiezos, no por culpa del contrabando de gasolina ni por la carrera armamentista de Venezuela, sino por la muerte de Chita, al año de casados. Guaimaral, viudo y apesadumbrado, resolvió quedarse a vivir en la región, donde su ex suegro lo adoptó como hijo.
Tiempo después apareció por estas tierras el español Diego de Montes, que, como todo conquistador, arrasaba con cuanta comunidad indígena encontraba. Los Cíneras, (en Salazar de las Palmas), enfrentaron valerosamente a Diego de Montes, pero Cínera, el cacique, fue ahorcado de un árbol, por lo que la tribu salió en desbandada. Y ahí es donde entra en escena la hija de Cínera, Zulia. Dicen los que la conocieron que era una mujer de extraordinaria belleza, morena -de esas morenas que ¡ay! ¡Dios mío!-, facciones aindiadas y 90-60-90. Zulia, en lugar de ir como representante de su pueblo al reinado de Cartagena, se dedicó a organizar un ejército que enfrentara a Diego de Montes.
Después de un cónclave que organizó con su gente, envió señales de humo a las tribus vecinas (Tunebos, Chitareros, Bocal emas, Cáchiras, Guanes, Cúcutas...) De este cónclave no salió humo blanco ni negro, sino color de hormiga, porque así estaba la situación por culpa de los españoles.
Los indios respondieron al urgente llamado femenino. El cacique Cúcuta, que debía atender otros asuntos de su gobierno, como el parcheo de las calles, el racionamiento del agua y el nombramiento de maestros, no pudo asistir a la convocatoria, pero envió a sus mensajeros al mando del joven viudo Guaimaral.
El ejército indígena tomó por sorpresa el campamento de Montes, en los montes de Arboledas, y le dio su merecido. El español y sus hombres fueron aniquilados y apenas quedaron dos o tres para contar el cuento.
Después del triunfo sucedió lo que tenía que suceder: Guaimaral y Zulia resultaron flechados de amor. Guaimaral hizo a un lado el recuerdo de su primera esposa y trajo al otro lado a su segunda. Aún estaban comiendo perdices cuando apareció otro Diego español, Diego de Parada, resuelto a vengar a su tocayo. Los ejércitos indígenas habían regresado a sus respectivas tribus, por lo que los Cúcutas y los Cíneras debieron enfrentar en inferioridad de condiciones al invasor.
El desastre criollo fue total. Zulia murió en pleno combate, no sin antes haberle exigido a Guaimaral, mediante juramento in artículo mortis, que no volviera a casarse. ¿Qué harás cuando yo muera? -le preguntó la desgraciada agraciada. Escribiré la historia de nuestro amor, la escribiré con sangre, con tinta sangre del corazón -le respondió el guerrero, al borde de la desesperación y del susto porque ahí venían los españoles. Déjate ahora de boleros. Lo que quiero saber es si buscarás otra india -le insistió ella, con voz exánime. - ¿Otra india? ¡Jamás! -dijo Guaimaral, con los ojos anegados en llanto.- Soy indio, pero no tanto. Jú - ra- me- lo -volvió a decirle ella, con voz entrecortada. Guaimaral ni siquiera tuvo tiempo de hacer la cruz con los dedos para jurarle fidelidad eterna. El enemigo le pisaba los talones. Sabiéndose reviudo huyó despavorido, como loco.
Queda demostrado, pues, que los españoles no sólo aniquilaron a los indígenas, despojándolos de su cultura y sus riquezas, sino que no los dejaron vivir sus historias de amor con final feliz.
PIDIENDO CACAO
Decíamos que a los indios Cúcutas les tocó replegarse a la margen derecha del río Pamplona, llamado después Pamplonita, cuando empezó a secarse. El diminutivo les facilitó a Roberto Irwin y a Elías Mauricio Soto la inspiración para ponerle nombre a su bambuco. En efecto, decir Brisas del Pamplona no tiene tanta sonoridad, tanto ritmo y tanto colorido como decir Brisas del Pamplonita. La rima, de igual modo, quedaría coja, lo que hubiera dificultado la composición musical.
Veamos:
y si al correr de tus ondas
!Qué tal!
Sometidos los Cúcutas, debieron resignarse a vivir en la "reducción" Pueblo de Cúcuta (San Luis), bajo el mando de los españoles, mientras los colonos se ubicaban a su alrededor. Pero como la beligerancia de los Motilones continuaba, los colonos prefirieron vivir al lado izquierdo del río.
En el valle, los blancos que iban llegando se dedicaban a la siembra del cacao, que era enviado a Europa, a través del Pamplonita, el Zulia y el Catatumbo hasta el lago de Maracaibo. Durante mucho tiempo el cacao cucuteño fue la base económica de la región y hasta dicen que los reyes de España y de Inglaterra no jartaban chocolate si no era de cacao cucuteño. Por tal motivo, se fundaron muchos puertos en estos ríos y florecieron poblaciones que se hicieron importantes como San Faustino de los Ríos, San Cayetano, Santiago y otros.
Además del cacao, los colonos se dedicaron al ganado. Había que echarle leche al chocolate, por lo que la cría de vacas se hizo extensiva en la región. Había que vender cortados de leche de cabra, por lo que hubo que criar cabras. Y había que viajar hasta otros pueblos, por lo que fue necesario criar caballos.
Fue una zona próspera, cuya fama llegó a todas partes, lo que atrajo más colonos. Y hubo más cacao para consumir y para exportar. Y más colonos. Llegaron los Rangel de Cuéllar, los Colmenares, los Ramírez de Andrade, los Araque Ponce de León, los Fernández de Novoa, los Rodríguez, los Orozco, los Villamizar... La lista es larga. Y la siguieron alargando.
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