PARTE II/II
Carlos Humberto Africano
MAMAR GALLO
Si hay una expresión que identifique al cucuteño, es esta. Cómo será, que hasta un monumento hay. Así como lo leen. Un monumento a la mamadera de gallo del cucutoche, situado en la avenida 5 con calle 4. Es una lástima que esté tan mal ubicado, pero tal vez por eso mismo: para mamarle gallo a la mamadera de gallo. Porque la verdad es que de esta ciudad todo el mundo se burla: Presidentes —y hasta de aquí mismo—, ministros —y de aquí mismo—, senadores, alcaldes, concejales, etc.
Justamente el monumento está en el sitio preciso, para recordarles a aquellos que ese sector, el mercado “La Sexta”, hace centurias debió ser liquidado, construyendo allí un gran centro de recreación con centros comerciales y viviendas. Un proyecto de estos se vende solito, pero, como aquí ¡sólo nos gusta mamar gallo!..
Por esas vainas que suceden en Cúcuta, alguien también tuvo esta idea y hoy se está construyendo un gran parque de recreación con avenidas y puentes elevados. ¡Qué gran noticia!
Desde otro ángulo (… “de la noticia”, como dicen los comentaristas deportivos) de este tema, cuando uno se mete en estas vainas se ve obligado a la consulta bibliográfica. Roberto Cadavid (cuyo seudónimo era Argos) en su libro Refranes y dichos, de la editorial Universidad de Antioquia, registra la expresión “mamar gallo” como un venezolanismo, introducido en el siglo pasado y dice que desconoce el origen.
Alirio de Filippo, en su obra Lexicón de colombianismos, describe la expresión como originaria de las islas antillanas y le da un origen un tanto caprichoso: «su origen nace de aquella práctica en las antillas de chuparle, a los gallos de pelea, las heridas; con esto los ciegan y los ponen a pelear de nuevo». ¿Extraño, verdad? Extraña la relación entre “mamar gallo” (burlarse) y chuparle las heridas a un gallo.
Héctor Atilio Pujol, en su libro: Sentido y humor del habla popular venezolana, refiere lo siguiente: «Mamadera de gallo es una expresión venezolana sustitutiva de la proverbial y castiza “tomadura de pelo”. La explicación más lógica del origen de esta frase la da nuestro distinguido, muy apreciado profesor y amigo, Orlando Araújo. Dice que “en las galleras —escenarios donde se realizan peleas de gallos—, cuando uno de los contendores pierde fuerza y no puede picar (agarrar fuerte con el pico) para afianzar el espuelazo, se dice que ya no pica, sino que mama. En estas circunstancias, el dueño del gallo suele tomar un buche de aguardiente y con él le lava la cabeza al gallo para sacarle la sangre y animarlo, acto que se conoce como ‘mamar el gallo’”. Lo que no queda definitivamente claro es la relación entre mamar el gallo y hablar o actuar en broma». Remata don Héctor Atilio.
Mi versión es otra y hasta puede que en Las Antillas usen la expresión y le den un origen rebuscado. Puede ser que nos haya llegado de Venezuela, pero la expresión es tan cucuteña como la palabra “toche” y, a falta de una versión mejor, la que oí es la más cercana a la verdad.
En otro escrito mío me referí al origen de “le compro el gallo”, y les hablé de aquella costumbre de comprar viva las gallinas para el sancocho. Reservé una parte del cuento para este artículo. In illo tempore, cuando alguien regresaba a casa desde el mercado, con la gallina debajo del brazo, el grito bromista era: “le compro el gallo”. El grito era bien irónico, era una burla, pues, además de significar que era robada, le decían al dueño que llevaba una gallina para el palenque. Generalmente quienes le gritaban eran sus amigos y, cuando se reunía con ellos, les recriminaba que dejaran la mamadera (la burla) (ahora se dice “la mamera”) del gallo. Poco a poco se fue extendiendo la expresión “mamadera de gallo”, por “burla”.
LE COMPRO EL GALLO
Cuando Cúcuta era aún una aldea, tal vez, por ahí hasta los años sesenta, era supremamente tranquila y sana, con sus mañanas diáfanas, sus tardes apacibles y sus noches frescas. Los únicos escándalos que se daban era cuando alguien se robaba una gallina que encontraba por ahí mal parqueada. También era por esa época, en la que no había supermercados ni neveras, que los alimentos debían comprarse frescos para el día. De modo que cuando a alguien se le ocurría hacer un sancocho de gallina, tenía que ir al mercado público a comprar viva el ave y regresar a su casa con ella bajo el brazo.
El eterno buen humor cucuteño salía a relucir y era común oír gritos como:
“¡pa’donde va con ella!”, “¡Agárrenlo que ahí va!”, “¡Ahí viene la policía!”, “¡Le compro el gallo!”, en alusión a un fingido supuesto de que era robada. Así nació el nombre de “gallo” para designar todo artículo de dudosa procedencia y que se asume que es robado.
Con ese humor cáustico cucuteño, cuando alguien va por la calle con algún electrodoméstico: Televisor, radio, ventilador, es común oír que le dicen: “le compro el gallo”. Y no chicanee frente a sus amigos por la compra del nuevo artículo de última tecnología, pues se expone a que le digan: “le compro el gallo”.
VAYA DONDE JUAN PACHECO POR LA ÑAPA
Debemos empezar por decir que hay palabras muy nuestras, cuyo uso se ha extendido por todo el territorio nacional. Una de ellas es ñapa, palabra de origen italiano introducida aquí por ellos. El señor Alirio de Filippo, en su libro “Lexicón de colombianismos”, registra así ñapa: Del quechua yapa: añadidura en la medida. Añadidura, propina. Qué pena con el señor De Filippo, pero me temo que está equivocado. El Diccionario de la Real Academia Española sólo le da la siguiente definición: Del quechua: Yapa, ayuda, aumento. América meridional y Antillas, añadidura.
Entre nosotros, aunque tiene alguna similitud con el significado de Antillas, el origen que siempre nos han contado, es el siguiente. A principios del siglo XX hubo una fuerte inmigración de europeos a Venezuela. Prontamente muchas familias alemanas e italianas se desplazaron hacia Cúcuta, desde Maracaibo, con el fin de establecer un comercio entre las dos ciudades y sacar productos de esta rica región hacia Europa. En aquel tiempo y hasta principios de la segunda guerra mundial, esta región tuvo un importante desarrollo gracias a ese impulso comercial establecido por italianos y alemanes.
Así como trajeron el desarrollo, también legaron sus costumbres y hasta su idioma, aunque no tuvieron gran influencia por lo cerrado de esas colonias europeas. Con todo, nos quedaron palabras como: ñapa, nono y nona, ecole-cua, ah! y la bola del palacio, un adorno para la ciudad, un globo terráqueo de un metro de diámetro, que cuando nuevo, era una fuente luminosa, donada por la colonia italiana y colocada en el parque enfrente del llamado “Palacio Nacional”.
Volviendo a la expresión inicial, en algún barrio al oeste de la ciudad, hubo un señor, Juan Pacheco, (*) que tuvo una gran tienda de víveres. Para aquél tiempo no había supermercados. Aún hoy, en esos barrios populares no hay supermercados, y la costumbre es comprar en la tienda de la esquina.
A los muchachos se les enviaba a “hacer el mandado” de la compra de víveres y, como todo muchacho cucuteño, la costumbre era pedir la ñapa. La ñapa era un dulce, caramelo o galleta que el tendero le daba al muchacho, por la compra.
Juan Pacheco, que era una mierda y muy tacaño, tenía un esqueleto de plástico que movía los brazos y piernas al tirar una cuerda donde iban amarrados. Cuando los muchachos le pedían la ñapa, el señor les hacía una seña grosera con los dedos de la mano y les decía: ¿quieren la ñapa?, vean y tomen, y halaba la pita para que el muñeco se moviera.
De modo que en Cúcuta cuando alguien se pone pesado, exige demasiado, pide cosas poco menos que imposibles, pone demasiadas condiciones o en eventos similares, la respuesta bromista para sacarlo de lado es: mejor, vaya donde Juan Pacheco por la ñapa.
(*) El nombre es ficticio e invento de autor, cualquier homónimo, si lo hay, es una mera
YA CASI SOY PEÑARANDA. YO SOY PEÑARANDITA
Esta expresión es muy antigua y se puede decir que ya no se usa, pero la he dejado por pura nostalgia, ya que en algo nos atañe.
El apellido Peñaranda es muy común en esta región dándose la casualidad de que la mayoría de ellos están emparentados y casi todos son adinerados. De modo que un tiempo atrás era como un ícono de éxito económico que se debía imitar.
Así que cuando alguien sobresalía, cuando tenía un éxito, y si era económico, tanto más, decía con satisfacción y regocijo: Ya casi soy Peñaranda.
Pero ocurre que también hay algunos Peñaranda o emparentados con Peñaranda que no son adinerados. Siempre en broma, cuando alguien hace referencia a estos dos hechos: Ser Peñaranda y no tener dinero, la respuesta jocosa es: Es que yo soy Peñarandita.
A COMER PAVO
Cúcuta siempre ha sido una ciudad muy próspera, primera en todo de aquellas obras tantas veces contadas. A principios del siglo XX ocurrió la fuerte inmigración de italianos y alemanes a Venezuela, muchos de ellos llegaron a establecerse aquí. Fueron los tiempos del florecimiento del café y de su exportación por esta frontera. El doctor Jaime Pérez López nos refiere esas historias en el excelente libro “Colombia – Venezuela. Economía-Política-Sociedad-siglos XIX-XX”. En esos tiempos de gran esplendor, que como dice el doctor Pérez López, se bebía brandy y se vestía de lino y seda, además de ser la ciudad que tuvo florecientes industrias, (la primera planta eléctrica, la primera telefónica, la primera en tener alumbrado público, el único ferrocarril internacional de nuestro país), también tuvo sus clubes sociales muy exclusivos. Grandes fiestas se celebraban en ellos.
En nuestra época, aquello también fue corriente. ¿Quién no asistió a aquellos suntuosos bailes con las famosas orquestas venezolanas “La Billos” y “Los Melódicos”, alternando con las orquestas colombianas de Lucho Bermúdez y “Los ocho de Colombia”?
Por aquellos tiempos de los italianos y alemanes, las abundantes viandas de las celebraciones eran con pavo, tradicional para ellos. Por alguna razón no explicada, en Cúcuta, en las fiestas siempre aparecen más damas que hombres, de modo que en toda fiesta, a la hora del baile, siempre se queda más de una dama “cuidando” las mesas. Con el recato de aquel tiempo, no bailaban si no eran invitadas y muchas, ni siquiera “una pieza”. Así que, con ese humor socarrón, se decía que se quedaban “comiendo pavo”.
La expresión vino para quedarse y hoy, dama que no baila en una fiesta, porque no la sacan a bailar, se queda comiendo pavo. Haya o no haya pavo en la mesa.
En una reciente fiesta, a una dama de la sociedad cucuteña se le acerca un “borracho impertinente” —dice ella— y la invita a bailar:
—¿Baailamos, señoritaaa?
Ella, para evitarlo, le contesta:
—No, señor, gracias; estoy cansada.
El borrachito, que la había visto sentada toda la noche, con toda la frescura y la ironía le dice:
—¿Cansada de qué? ¡Si no ha hecho más que comer pavo toda la noche!
USTÉ CÓMO ES DE MUCHO LO… ¡UIS!
Esta se la inventaron las muchachas de servicio, aquellas jóvenes abnegadas y sumisas que las señoras encopetadas van a los campos y se las traen a la ciudad para recargarles todo el trabajo de la casa, porque, según ellas (las encopetadas), por aquello de la liberación femenina, no están dispuestas a realizar, pero en cambio, aquellas chicas, de las creen que no pertenecen a su mismo género y por tanto, no pueden alegar la tan manida “liberación femenina”, sí las obligan a hacer lo que ellas están obligadas. Para ellas (las de adentro), este escrito es un pequeño homenaje por su abnegada labor.
Es como su grito de guerra cuando el novio le dice “cositas de amor” y ella se pone toda remilgosa y zalamera. Como no le sale nada para responderle, dicen con ese remilgue sonriente: “Usté como es de mucho lo…”, y como tampoco le sale nada, sigue con el remilgue y continúa después de una pequeña pausa: “¡uis!, mejor no le digo”.
Pero los requiebros continúan y el fulano anda en lo que anda. Seguramente entre abracito y piquito no dejará de hacerle propuestas de amor eterno con el manido cuentito de la pruebita… de amor. La buena muchacha no sabe decidir, si el zorro “venía con buenas intenciones”, lo deja mirando un chispero, en tres y dos, con la frasecita recurrente de rechazarlo y mantenerlo en vilo: “¡ora, pues!, ¡cómo se le ocurre!”. (Ver “¡ora, pues!”)
Y a todas estas, apareció el dicho y se quedó. Usado entre nosotros para evadir una respuesta, para evadir el compromiso y no opinar nada sobre un tema o persona. Es nuestra expresión favorita, junto con: me parece muy inclusive, en lugar de aquella más directa que dicen en otros lares: se me dañó el opinómetro.
De modo que ante la pregunta impertinente: “¿Qué opinión le merece el señor rector?” La mejor respuesta es: “Pues me parece mucho lo uis”. ¿Por qué será que los periodistas no encuentran mejor forma de entrevistar?, y siempre recurren a la socorrida preguntica: Qué opinión le merece… Qué opinión le merecen las declaraciones del ministro, preguntan con peregrino desenfado. Ante esto no queda más que salir con la nuestra: “pues que están mucho lo uis”. Y ¡san se acabó!
¡ORA, PUES!
Tal parece que hay expresiones que tiene sexo. Y esta es una de ellas, que se puede decir, sólo la usan las damas para responder a una proposición. Un hombre jamás responde así y si lo hace, se pone en duda su hombría porque es una expresión de damas, que la dicen con una gracia infinita, con una sutil entonación, volteando la cabeza hacia un lado sin mirarlo a uno y agitando la mano contraria que levantan a la altura del hombro, dejándolo a uno mirando para San Felipe, con el credo en la boca, antes de salir huyendo.
Sabido es lo impredecibles e indecisas que son las damas, pero en esto son maestras las cucuteñas. Jamás dan una respuesta que se pueda decir contundente, ni siquiera que se pueda interpretar como afirmativa o, bueno, negativa. Siempre lo dejan a uno en la duda, porque invariablemente contestan con un “¡ora, pues!” O un “¡déjese de vainas!”
Por lo general es su respuesta favorita que deja una sombra de duda sobre la negación y más bien se interpreta como un aplazamiento de la decisión. Casi siempre la usan con el complemento: ¡cómo se le ocurre! Es su frase recurrente cuando se les pide los favores amorosos, por aquello de que cuando dicen no, es que tal vez y cuando dicen “¡ora, pues!, ¡cómo se le ocurre!”, es que si.
¡ESA VAINA! ¡ESA VOLERA! (ESA BOLERA?)
Si hay unas palabras que nos identifican son estas: vaina y volera. En mi concepto, forman la trilogía lexicográfica del cucuteño, junto con la palabra “tochada”.
De ellas se puede decir también, lo que dije de esta última en “Cúcuta detochada”: “es: sujeto, nombre, adverbio, adjetivo, verbo, antónimo, parónimo, demostrativo, diminutivo, aumentativo, vivo, pendejo, audaz, tonto, loco, cuerdo, saludo, despedida, ignorancia, duda, saber, lujuria y desencanto”.
Pero tal parece que algunas palabras tienen estrato social y hasta sexo. Y estas tres lo demuestran. Mientras los caballeros, en general usan “tochada”, las damas de estratos dos y tres dicen “vaina”, y las de estrato medio sólo se permiten decir “volera”. Una dama jamás diría “tochada” y mira con reproche a quien la diga porque la considera muy grosera.
Con volera significan todo aquello de lo cual no tienen ni idea. ¿¡Y esa vaina!?, ¿esa volera qué es?, pregunta la legítima, con cara interesante, cuando uno llega a las diez de la noche con más de tres cervezas entre pecho y espalda, todo engrasado y con un montón de hierros arrastrando. Como uno no sabe a qué se refiere, si es a la hora, a las cervecitas, a la ropa engrasada o a los hierros, sale con la más fácil: “el cuchuflí de carro que se desarmó”, responde uno con fingida inocencia.
¡Déjese de vainas! Que usted sabe lo que le pregunto, dice con cara de pocos amigos, poniendo peligrosamente los brazos en jarra. ¡Ni de vainitas!, esa volera no me la voy a aguantar todos los días. Y la verdad, la puritica verdad, es que uno no sabe que quiso decir con esa volera, porque: ¡Esa vaina! ¡Esa volera!, significan todo, dependiendo de la entonación y de la circunstancia. Es pregunta, duda, afirmación, negación, reproche, satisfacción.
HUELE A LOBATERA
Lobatera es un bello pueblo andino del estado Táchira, Venezuela, donde hace mucho tiempo ocurrió un terremoto que lo dejó destruido y cuentan que después del sismo quedó un extraño olor que duró varios días. Dice la historia hablada y escrita, que días antes del terremoto de 1875, que destruyó totalmente la ciudad de Cúcuta, llegó desde Lobatera un personaje, que algunos lo describen como un profeta de luenga barba y báculo en mano y otros como un simple pordiosero, según las consejas, pero la historia escrita lo describe como un arriero que con su recua de mulas hacía recorridos desde ambos lados de la frontera, llevando mercancías. Su nombre era Dositeo López, y meses antes del terremoto recorría la ciudad anunciando: Huele a Lobatera, Huele a Lobatera, aludiendo al extraño olor que él solo percibía, como el que había quedado en Lobatera después del terremoto.
La historia relata que días antes del terremoto de Cúcuta, el personaje desapareció y no se sabe si por psicosis colectiva o porque en realidad ocurrió, el ambiente se impregnó de un fuerte olor a pólvora, que persistió aún después del sismo, pero que aun así, la gente no interpretó el mensaje y los que lo hicieron, porque conocían lo de Lobatera, no le pararon bolas. Pero, además del fuerte olor a pólvora, por esos días previos al terremoto, se levantó una ola de calor impresionante que sólo vino a aplacarse con el aguacero que cayó después del sismo. Continúan los relatos.
Cierto es que Cúcuta tiene un clima cálido, como quiera que está en un valle, donde la temperatura promedio es de 28 °C, que ahora, por el efecto invernadero y por los cambios climáticos, puede llegar a los 32 °C. Pero hay épocas en que sobrepasa esta barrera y el calor se hace insoportable. En esos días de intenso calor, no deja de haber alguien que recuerde el episodio narrado y comente: Huele a Lobatera. Pero aun así, con lo calentanos desprevenidos que somos, nadie toma precauciones, y sólo acatamos a decir que “nadie se muere la víspera, sino el día”, pese a que estamos en una zona altamente sísmica, en medio de tres puntos de actividad volcánica: al norte, el cerro Tasajero; al oriente, Aguas Calientes, en Ureña, Venezuela; y al sur, Termales (entre Cúcuta y Pamplona).
PÍDALE AL SAMÁN DE TÁRIBA
Táriba es otro bello pueblo, muy cerca de San Cristóbal, la capital del estado Táchira, Venezuela, perdido en la ladera del rescoldo del brazo de la cordillera oriental, que parte para Venezuela.
Naturalmente, muy parecido a todos los pueblos andinos de uno y otro lado de la línea fronteriza. Línea imaginaria que sólo hasta 1948 se delimitó con puestos de control, aunque al menos nos respetaron el derecho consuetudinario de la frontera abierta.
También, como todo pueblo andino, crece alrededor de una plaza principal con su iglesia al frente. En la plaza de Táriba creció un gigantesco samán que por cosas de la viajadera en uno y otro sentido, se hizo famoso y muy ponderado.
Pues bien, alguien, con el eterno sentido del humor, ante la queja de otro por no poder obtener algo poco menos que imposible, le dijo: vaya y le pide al samán de Táriba.
En Cúcuta, al lagarto que busca puestico para sí o para un familiar, a la mujer rebuscadora, al chino malcriado, al sablero de los veinte mil, con ese buen humor cáustico, ese desparpajo y franqueza de que hacemos gala, se le manda a pedirle al samán de Táriba.
Hoy, el frondoso samán de Táriba desapareció y en su reemplazo hay uno más pequeño, sin embargo, la expresión persiste.
Hay otros frondosos samanes, como el de Bochalema, el de Acacías, Meta, y se puede decir que casi todo pueblo tiene su samán. Por ello, propongo que el árbol nacional de Colombia, no debería ser la palma de cera del Quindío, sino el samán, inmenso y frondoso árbol de la familia de las leguminosas.
Haciéndole honor al de Guacarí, las monedas de $500 llevan dibujado un samán en el anverso (bastante abstracto, por cierto).
A los que ya no se les puede pedir nada, es a los dos frondosos samanes de Gramalote. Fueron derribados por allá en 1955, por orden del alcalde, con un argumento bien peregrino.
Aún lo recuerdo como si fuera ayer. A golpes de hacha fueron derribados y el reguero de su verde sangre se esparció por todos lados, como el samán retiene mucha agua, esos gigantes caídos la esparcieron a cántaros.
Tal vez lo que más recuerdo fue la arremetida que les dio el cura Manuel Grillo Martínez, recientemente fallecido en Medellín, a los causantes de aquel giganticidio, el domingo siguiente, en la misa mayor. Por costumbre y rango, el párroco celebraba la misa mayor, solemne y cantada a las nueve de la mañana y el cooperador, la misa rezada de las 6 a. m. Yo era monaguillo, y aquella vez noté algo extraño. El cura párroco Samuel Jaimes, fallecido también, llegó a las seis y para la misa mayor, a las nueve, el padre Grillo. Definitivamente algo estaba pasando, me dije. A la hora del sermón, bajó el presbiterio con paso apresurado y se dirigió al púlpito. Algo grave pasó. El cura se subió al púlpito. ¿Qué iría a decir? En ese tiempo y aún hoy, un sacerdote se sube al púlpito sólo en los actos solemnes o cuando tiene que comunicar algo grave o de gran trascendencia.
Pues bien, el padre Grillo en verdad, estaba embejucado, en lugar de la homilía, echó una arenga contra los autores del magnicidio: contra el alcalde, quien dio la orden, contra el jefe de policía, que la ejecutó y contra el personero municipal, por no defender los intereses del pueblo.
RECOJA SUS MACUNDALES
Pasaron las épocas de las vacas gordas, cuando llegaba el tren de “Petrólea” con su carga de trabajadores de la “Colombian Petroleum Company” desde Tibú, con sus bolsillos repletos de petrodólares a gastárselos en las farras del sábado en la noche. Era una algarabía la que se formaba cuando, desde las cuatro de la tarde, el tren se anunciaba desde lejos con su pito. Recuerdo que nosotros poníamos tapas de cerveza sobre los rieles para hacer runchos. Después, cuando el gobierno nacional de los rolos lo nacionalizó, ordenó cerrarlo y lo desmanteló, se construyó “El Terminal de Pasajeros” en el sitio donde estaba la Terminal del tren y, como monumento a esta desidia, en la redoma frente al Terminal nos dejaron una de las locomotoras, porque las otras veinte fueron vendidas como chatarra, mientras a las estaciones de “El Salado”, “Patillales”, “Oripaya”, “La Javilla”, “Alto Viento”, “Agua Clara”, declaradas monumentos nacionales, se las comió el tiempo.
Entonces, al Terminal llegaba “el tren” de buses amarillos de la Colombian con sus mismos trabajadores con sus mismos petrodólares a la misma farra de sábado por la noche.
Quién mejor que nuestro Nóbel, Gabriel García Márquez, para que nos narre esas farras:
Para los forasteros que llegaban sin amor, convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el otro, y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de ungüentos y dispositivos para estimular a los inermes, despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a los modestos, escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios. La “Calle de los Turcos”, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los viejos bazares de colorines, bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas de suerte y azar, los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritanga y bebidas, que amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera.
(Fragmento de Cien años de Soledad. Versión macondiana de cuando se estableció la compañía bananera en Aracataca. Aquí fue cuando se estableció la compañía petrolera en Tibú.)
Todo aquello acabó —compañía y farras— y los obreros tuvieron que “recoger sus macundales”. Expresión que viene de allá, de la compañía, de Tibú. Había una marca de herramientas denominada Mack and Dale y, cuando se terminaba una labor, la orden era: “Recoja las Mack and Dale”, que prontamente los obreros la deformaron (o españolizaron) como “recoja los macundales” y esta palabreja entró a formar parte del léxico nuestro como genérico de objetos; más propiamente, de objetos personales. “Recoja sus macundales” es, pues, “Recoja sus cachivaches”.
¿SE TOMA UNA O SE METE UN PALO?
Con ese sentido, siempre guazón del cucuteño, a todo se le saca punta. La expresión indica, en un sentido bromista, que se está invitando a una persona a beber una cerveza o a tomar un trago.
Muchas de las expresiones usadas en esta ciudad han sido tomadas textualmente de Venezuela. Meterse un palo es una de ellas y significa tomarse un trago de licor.
Así que en Cúcuta no bebemos trago, sino que nos agarramos a palos. Y éstos no dan guayabo sino que dan un ratón (guayabo) del carajo. En las fiestas no se comen pasabocas, sino pasapalos, uno de los cuales, muy apetecido, es el churro de queso, al cual llaman y llamamos tequeño, por Los Teques, una ciudad muy cerca de Caracas. Y aquí no se come lassagna, sino pasticho y los jóvenes son “chamos”. Con lo que no pudimos fue con el cambur: banano; con el jojoto: mazorca; ni con las cholas: pantuflas.
PÍQUEME PA’ QUE VEA
El cucuteño es serio y responsable, cuando la vaina es en serio. Pero a la hora de mamar gallo, pongan a un cucutoche. Le saca pelos a una clavera, decimos aquí. Así que como de sonso no tiene ni un pelo, porque es un avión, un convite lo convierte en una invitación. Y por aquello de que al que lo cogen (violan) es porque se deja, siempre está mosca para sacarle partido al asunto.
En todo parrandón no deja de haber algún goterero que “pone la teja” y descaradamente, con sorna, dice: píqueme pa’ que vea.
Expresión ésta con la que se indica que brinde ahora unas cerveza o unos tragos y una vez tenga dos entre pecho y espalda, se pone botado, se desparrama en pedidas.
Estar picado, en estas tierras, significa, además de otras cosas, estar con deseos de beber licor y, con los calores de esta región, todos son unas esponjas, y esto, probablemente en unos despierta la chispa, el ingenio.
PERSONAJES TÍPICOS
En Cúcuta han habido muchos personajes típicos, pero de ellos recuerdo cuatro de los tiempos cuando éramos jóvenes y bellos: Carlos Julio, la loca María, Siete Machos y Carevieja. Cada uno de los cuales vivía en y por su locura: la de Carlos Julio era la de jugador estrella del Cúcuta Deportivo; la de la loca María era la de reina de belleza; la de Siete Machos era la de abogado; y la de Carevieja era la de empleado municipal.
Desde luego, ni más faltaba, con la mamadera de gallo cucuteña, a cada cual se le tenía su dicho relacionado con su locura: “No canse, Carlos Julio” o “Cansa más que Carlos Julio”, “Más pintada que la loca María”, “Más rápido que Siete Machos”, “Más puntual que Carevieja”.
“NO CANSE, CARLOS JULIO”
Carlos Julio fue y será por siempre el más ferviente hincha del doblemente glorioso Cúcuta Deportivo. Se sabía de memoria la vida y milagros de todos sus jugadores, conocía todas las jugadas hechas y por hacer, conocía todos los esquemas y técnicas y por tanto se creía su jugador estrella.
Andaba siempre metido en el fútbol, vivía y comía fútbol. Por la calle siempre iba desarrollando jugadas, de modo que siempre se andaba tropezando con alguien. Llevaba entre sus pies una imaginaria “número cinco” con la cual driblaba a sus contendores, hacía gambetas, sombreritos, ochos, la bicicleta, los pasaba, se adelantaba, retrocedía, lance aquí, lance allá, quiebre de cintura, impidiéndoles el paso, hasta que la persona le decía: “No canse, Carlos Julio”. Entonces él decía: “A ver, quítemela si puede”. De modo que, “para quitárselo de encima” (de enfrente, más exactamente), había que patear su bola imaginaria, y entonces él remataba la faena diciendo: “Me la quitó, pero tuvo que fauliarme”, y se iba a buscar otro contendor.
“MÁS PINTADA QUE LA LOCA MARÍA”
María siempre quiso ser reina de belleza y sus deseos se le cumplieron. Salía todos los días al centro de la ciudad ataviada con sus mejores galas, maquillada, arreglada, zapatos de tacón alto y cartera en el brazo, siempre con la esperanza de que alguien “descubriera” sus dotes y su porte de reina de belleza. De ahí que se escucharan algunos dichos que nunca agarraron vuelo: “Más arreglada que la loca María”, “Más pintada que la loca María”.
A María algunas veces le daban sus arranques de locura. Era cuando había que huir, porque empezaba a voliar piedra y, con la mamadera de gallo cucuteña, se decía que era socia de la fábrica de vidrios Peldar, porque siempre le apuntaba a los vidrios de las vitrinas de los almacenes y no era raro que también le cayera alguna al parabrisas de uno que otro carro por ahí mal parqueado. Por lo demás, María era un personaje típico que hubiera pasado desapercibido, a no ser por su atavío y vestimenta de colorines y cara pintoreteada con exceso de colorete, porque siempre andaba con ropa limpia y completa, peinado con cinta y corbatica al frente, que debía ser obra de otras manos.
Pero un día cualquiera a María se le cumplió su sueño de ser reina de belleza.
Algunos lo hicieron posible. Un grupo de cucutoches mamadores de gallo (lo cual es un pleonasmo), entre los que estaban Carlos Delgado y Carlos Cuéllar, vistieron a María con una capa, le pusieron cetro y corona y la llevaron a la Foto Eléctrica (avenida 6ª entre calles 12 y 13) de don Fermín Delgado, padre del periodista homónimo, y allí le tomaron fotos. Luego la bajaron por la avenida sexta hasta el parque Santander, donde le tomaron nuevas fotos: de ellos con la reina, de ella con un grupo de niños, y de la reina saludando y besando a la gente. Más tarde, el grupo, al que se sumaron Plutarco Vargas y Pedro Yepes Ruiz, la montaron en un camión y la pasearon por las calles céntricas de la ciudad con gran algarabía.
El reinado de María duró muchos años porque no tuvo sucesora y, para perpetuarlo, la foto de reina ocupó sitial de honor en la Foto Eléctrica, hasta cuando cerró sus puertas tras la muerte de don Fermín Delgado, su propietario.
“MÁS PUNTUAL QUE CAREVIEJA”
Todos los días llegaba a las 7 a.m. en punto al Palacio Municipal montado en su Vehículo Oficial, como rezaba la placa de su bicicleta, que parqueaba en el patio interior del edificio.
De no ser porque era tan puntual, se habría podido decir que llevaba en su interior la llama del empleado oficial. Y a medias lo fue, pues era “el lustrabotas oficial del Palacio Municipal” y “el primer embolador” del alcalde de turno. Pero además, era el utilitil todero de la administración municipal: “Carevieja, lleve estos papeles para allá”, “Carevieja, tráigame unos pastelitos con gaseosa”, “A mí, unos cigarrillos”, “Carevieja, vaya a ver si están haciendo la nómina”, Carevieja para aquí, Carevieja para allá. De modo que era un empleado a medias con sueldo de nada y de todos: lo que le daban de propinas y por lustrar los zapatos de la fauna municipal.
Ah, pero a Carevieja también se le cumplió su sueño de ser empleado municipal.
Bueno: si no de empleado, sí de jubilado oficial, por la gracia de Dios y del Concejo Municipal de San José de Guasimales de los valles de Cúcuta. Pues en un acto de certera justicia y reconocimiento, el Concejo expidió un Acuerdo otorgándole a Carevieja algo así como una pensión especial de gracia por los servicios prestados al municipio de Cúcuta durante N años ininterrumpidos. De modo que al fin Caravieja entró a formar parte, si no de la nómina de empleados, sí de la de jubilados del municipio de Cúcuta.
“MÁS RÁPIDO QUE SIETE MACHOS”
Quienes personalmente lo conocieron sabían que se trataba del único loco a quien por una decisión de la justicia, fue declarado cuerdo. Y no sólo eso, sino, además, el único que, sin haber dibujado jamás las letras del abecedario, fue graduado de abogado en un acto solemnemente imaginario.
(Pablo Chacón Medina, un domingo en el diario La Opinión, rememorando al “doctor” Jacinto.)
Primero ejerció en Pamplona de lotero, lustrabotas y celador nocturno, profesiones que combinaba con la de tinterillo; esto es, aún no “abogado de las ánimas”. Después se trasladó a Cúcuta donde las siguió ejerciendo junto con la de, ahora sí, “abogado de las ánimas”, como se hacía llamar, y hasta llegó a ser miembro auxiliar de la defensa civil, lo que le permitió obtener licencia para portar revólver.
Su nombre era Jacinto Hernández y su apodo, Siete Machos, le viene de su atuendo cuando era celador. Era un auténtico Sheriff del lejano oeste: botas tipo militar (él decía que vaqueras), jean de color negro con bota recogida de 10 a 15 centímetros, sujetado con correa ancha de cuero y hebilla metalizada en la que refulgían, cuidadosamente brilladas, 2 balas cruzadas entre sí, chaqueta negra, cruzada y tallada a la cintura, solapa ancha donde resplandecía la respectiva estrella de hojalata de cinco puntas sobre la que decía Sheriff, pañuelo rojo anudado al cuello y, en el cinto, un auténtico revólver “ocho y medio” de seis tiros.
Por su profesión de lotero tenía contacto con muchas personas. A cuanto abogado conocía lo llamaba “colega” y una día, algunos de ellos, entre los que se cuentan los doctores Pablo Chacón Medina, Rafael Angarita Serpa, Fabio Peñaranda y Miguel Méndez Camacho, hicieron posible el sueño de Jacinto: en una parodia que llevaron a efecto, graduaron a Jacinto Hernández de abogado, advirtiéndole al graduando que su título era el de “abogado de las ánimas” con énfasis en “derecho mortuorio”.
El día que se recibió de abogado, cambió su atuendo texano por un riguroso traje negro de paño inglés confeccionado en España, que había pertenecido a su amigo, el Dichos poeta y ex gobernador Eduardo Cote Lamus, de quien testamentariamente heredó toda su indumentaria. Dicen quienes conocieron el texto del documento que en vida firmó el poeta, que la justificación para declararlo heredero universal de todos sus trajes, camisas, corbatas y zapatos, era que ninguno de los personajes por él tratados, calzaba tanto a la medida de un poema suyo de corte exclusivamente sub-realista.
(Pablo Chacón Medina, en el mismo escrito.)
Graduado ya de “abogado de las ánimas”, mandó a imprimir sus tarjetas de presentación con este texto:
Doctor Jacinto Hernández Contreras,
Abogado en derecho mortuorio.
Defensas ante el Ser Supremo.
Audiencias, rezos y novenarios.
Enfrentamientos con Satanás.
Triunfo absolutamente asegurado.
Tarifas a la medida del muerto. (P.Ch. M)
Su ejercicio profesional era el de asistir a los muertos en el “Último Juicio” ante el Creador, abogando por ellos con rosarios, jaculatorias, credos y oraciones en la noche del velorio y durante las nueve noches del novenario. Seguramente él estimaba que ese tiempo era lo que duraba el juicio.
Ah, ¿pero de dónde viene el dicho: “Más rápido que Siete Machos?”. No es, como muchos pudieran pensar, por lo rápido con el revólver, como cualquier pistolero del lejano oeste. No, sus duelos eran en las salas de velorios y novenarios, a punta de rosarios. Era extremadamente rápido. Un pistolero no alcanzaba a desenfundar, cuando ya Jacinto había terminado un rosario. La primera parte del Avemaría la rezaba así: “Dios te salve, María, vientreee Jesuuús”. Y la segunda parte: “Santa María, muerteee ameeén”.
A este genial personaje, sacado de un mundo sub-realista, como lo anota el doctor Pablo Chacón Medina, desgraciadamente lo mataron unos malvados ladrones cascareros por robarle su también famoso revólver “ocho y medio”.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
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