Imaginémonos que nos hemos transportado a esa época, mayo de 1949, que estamos caminando por una de esas calles por las cuales andamos frecuentemente, por los lados del parque Santander, en cualquier dirección.
El alcalde era el conocido hombre de prensa, abogado y periodista, director del diario Comentarios, José Manuel Villalobos, quien había suspendido su actividad para prestarle el servicio a su ciudad, mientras durara su encargo.
El gobernador, médico Carlos Enrique Vera Villamizar, vivía en ese momento las dificultades propias de las tantas crisis políticas que se sucedían desde principios de siglo, máxime cuando se acercaban las elecciones regionales, entonces al Congreso y a los órganos legislativos locales.
Se habían presentado fuertes presiones por los grupos políticos, solicitando la renuncia del gobernador; de hecho, días antes del incendio en mención, había presentado renuncia al cargo de Secretario de Gobierno Departamental, el doctor Luis Alberto Marciales, pero toda la atención estaba centrada en la disposición y el desarrollo de los comicios y por lo tanto, la consideración de las renuncias se dilataban ante la importancia de los diferentes sucesos.
En otro sentido, buena parte de los intereses ciudadanos estaba concentrada en la organización de los preparativos para la celebración, al año siguiente, de los 75 años del terremoto que había destruido la ciudad y que visto desde una perspectiva optimista, había contribuido a proponer una reorganización urbanística que fue acertadamente aprovechada por quien tuvo a su cargo el diseño y la dirección de la reconstrucción, el ingeniero venezolano Francisco de Paula Andrade Troconis.
El trágico incidente, sin embargo, no opacó la celebración de la “semana de la aviación” que, como la mayoría de los actos culturales del momento, se iniciaba con una retreta en la glorieta del parque principal, en esta ocasión, el domingo 22 de mayo, la Banda del Departamento a cargo del maestro Pablo Tarazona Prada, a las 8 p.m. interpretaba las conocidas notas de la música clásica de Offenbach y Tchaicovski, terminando con algunas piezas musicales del folclor popular, entre ellas, algunas del maestro Víctor Manuel Guerrero y la infaltable “Brisas del Pamplonita”.
Por esos mismos días, comenzaron a incursionar en la prensa escrita, los primeros ejemplares de un semanario que se llamaba “La Opinión” con algunos problemas técnicos que tuvieron que comunicar a sus lectores mediante publicación en los diarios de la época.
Pero veamos cómo se presentaron los sucesos del incendio. Según el resultado de las primeras investigaciones, las llamas se originaron en alguno de los locales exteriores, parece que en la bodega de don Víctor Solano, que se llamaba La Surtidora, que estaba ubicada aproximadamente en la mitad de la cuadra de la avenida séptima, entre calles once y doce.
Recordemos que el Mercado Cubierto, el principal de la ciudad ocupaba toda la manzana comprendida entre las avenidas sexta y séptima y las calles once y doce. Sólo un tramo no resultó afectado y fue el sector que estaba ubicado sobre la calle 12.
Probablemente, esa circunstancia fue la que propició la apertura de la calle intermedia, conocida como la calle 11A y que recientemente hoy, a un alcalde le dio por “peatonalizarla” y bautizarla como “Estación Central”, pues el resto de la edificación resultó totalmente destruida por la acción de las llamas, tanto en el exterior como en el interior, a excepción del pabellón de las carnes.
El problema se agravó al comprobarse que por esos días no había agua en la toma pública, debido al verano que venía azotando la ciudad desde hacía varios meses y que además, estaba generando un grave problema de salubridad entre las gentes del común. Los pocos hidrantes que para la época ya existían no tenían el personal especializado para su manejo y lo que es peor, las llaves con que se abrían, estaban en poder de los trabajadores y éstos vivían lejos del lugar de los hechos, uno en Sevilla, otro en Santo Domingo y el más cercano, en Gaitán.
El ejército y la policía municipal y departamental, hicieron todo lo posible para resguardar el orden y encausar el poco tránsito existente en esos días.
Dado el caldeado ambiente preelectoral que mencionábamos al comienzo de esta crónica, rumores de golpe de estado contra el presidente Mariano Ospina eran frecuentes en todo el país, por eso llamó la atención del público la gran cantidad de armas y municiones que estaban almacenadas en los diferentes locales del Mercado y que fueron apareciendo a medida que sacaban de los escombros los pocos elementos y mercancías que sus propietarios alcanzaban a rescatar en condiciones más o menos aceptables.
La solidaridad de las gentes de la ciudad no se hizo esperar. Don Manuel Jaramillo, gerente del Banco de Colombia, encabezó una campaña “Pro damnificados del Mercado Cubierto” y abrió una cuenta en su banco, para que la gente manifestara su generosidad, contribuyendo con sus donaciones y aportes a paliar la difícil situación en que había quedado la mayoría de los inquilinos.
Se constituyó una Junta presidida por el R.P. Daniel Jordán y la vicepresidencia de Manuel Jaramillo, en representación de los inquilinos estaba Félix A. Maldonado.
Se estuvieron recibiendo donaciones, casi al estilo de la “teletón” actual y se logró recaudar la suma de $34.246.25. Para que tengamos una base de comparación acerca de lo que esta cifra representaba entonces, baste decir que el premio mayor de la Lotería de Cúcuta era de $12.000.oo.
Después de muchas discusiones en los entes gubernamentales, el mercado no se reconstruyó, las decisiones se fueron diluyendo y otras propuestas fueron presentadas y aceptadas de las cuales hablaremos.
Las tiendas de barrio, que siempre existieron desde la fundación de la ciudad como parroquia, surtían de productos, digamos que no perecederos y que las frutas y verduras que llegaban, debían venderse o consumirse en el día so pena de dañarse o pudrirse, dadas las condiciones climáticas.
Pasada la euforia del incendio, los poderes públicos locales se enfrascaron en unas discusiones acerca de la reconstrucción del mercado, situación que duró varios años, pues se habían presentado dos posiciones claramente antagónicas que no permitían tomar una decisión que resolviera la difícil situación de los inquilinos del antiguo mercado cubierto.
En el viejo mercado, digamos que había dos tipos de inquilinos, los de los locales exteriores, que eran comerciantes con cierto reconocimiento y de cierta capacidad económica que habían ido adquiriendo a través del tiempo mediante un ejercicio serio de su actividad mercantil y los inquilinos de los puestos interiores, que no eran locales, sino espacios en los que colocaban sus enseres que les permitiera exhibir sus productos con relativa facilidad y en poco espacio, tal como sucede aún hoy en los mercados de las poblaciones más pequeñas y alejadas de los grandes centros urbanos.
El hecho fue que pasaron varios meses y la situación no se resolvía. Sólo en febrero del año siguiente (1950), nueve meses después, el municipio optó por comprar y liderar la construcción y puesta en marcha de una solución transitoria al adquirir los lotes necesarios para la implementación de mercados satélites.
Esta nueva propuesta, idea concebida como solución que había dado resultados exitosos en las grandes ciudades del mundo, comenzaba a mostrar a la ciudad, como la próspera urbe que se había acostumbrado a ser después que, por efecto del terremoto, había aprovechado todos los beneficios de la modernidad y había puesto en marcha y aplicado las más nuevas tecnologías que el mundo moderno disponía, luz eléctrica, telefonía, líneas férreas y tranvía, cuando aún, las grandes capitales del país carecían de estos servicios.
Los locales fueron distribuidos estratégicamente en los cuatro puntos cardinales de la ciudad, de manera que los usuarios tenían la facilidad de acceder a ellos sin el gasto de transporte ni de tiempo, pues quedaban, como se dice popularmente, “a la vuelta de la esquina”.
Claro que la Administración municipal se tardó tres años en perfeccionar los cuatro proyectos, los cuales fueron inaugurados, con todas las de la ley y bendecidos por cada uno de los párrocos de los barrios donde fueron construidos.
De los cuatro mercados satélites, hoy sólo queda el de La Cabrera. Esta plaza fue establecida en ese sitio con el propósito de servir de proveedor a los hogares del sur de ciudad; en El Contento, donde quedaba el segundo mercado satélite, hoy está el edificio, en situación de abandono, inconcebible que el municipio no le haya encontrado utilidad, toda vez que la construcción está en condiciones de ser utilizada para algún proyecto de beneficio para la comunidad. El mercado del Contento estaba localizado estratégicamente para que sirviera a los hogares y a la población de moradores de la región occidental de la ciudad.
Los otros dos, desaparecieron por efecto del avance del urbanismo moderno que fue desplazando las construcciones que no prestaban ningún beneficio.
Recuerden la plaza de mercado del barrio Sevilla, ubicada casi frente a la iglesia de La Candelaria y que surtía de sus productos a la población que residía en la zona norte de la ciudad.
Finalmente, para satisfacer las necesidades de los pobladores de los barrios orientales de la ciudad, aquellos que comenzaban a crecer al amparo de los beneficios de las compañías petroleras y además, como zona de proyección para el desarrollo de la ampliación urbana, se estableció la plaza de mercado Rosetal, por los lados de la avenida cero frente al sitio donde posteriormente se construyó, el hotel Tonchalá.
Definitivamente, el nuevo mercado cubierto no se construyó en el mismo sitio del anterior y durante más de seis años, la ciudad apeló a los mercados satélites como opción de suministro de sus bienes de consumo inmediato para suplir sus necesidades de alimentación, mientras que el lote se había convertido en un basurero, cuando no era alquilado a los circos y “ciudades de hierro”, que de tanto en tanto, aparecían por aquí, cuando venían o iban para el vecino país.
Sólo en el año 55, el 12 de octubre para más señas, se inauguró el nuevo mercado cubierto que fue llamado La Sexta por los cucuteños, puesto que fue construido en la intersección de la calle 6 y la avenida del mismo número.
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