Carlos Humberto Africano
(octubre 16 de 2007)
En relación con los peajes instalados en la frontera con Venezuela, los
traumas que se generaron lindaron en la emergencia de la misma y nadie notó
nada, ni dijo nada, como ha ocurrido las demás veces en que nos han asaltado y
atropellado con similar estratagema. Y en el panorama nacional, apenas sí les
valió un par de comentarios en los noticieros televisivos y nada en los demás
medios de comunicación, porque nunca les ha importado, ni la frontera, ni la
integración, ni nada que tenga que ver con Venezuela, como no sea para denigrar
de ella y ahora de su actual gobierno.
En Cúcuta, la situación que deja es dramática. Tal vez más dramática que en
la reciente crisis del agua, que aún padecemos a causa de la negligencia de Ecopetrol,
por la falta de mantenimiento en la línea del oleoducto, lo que ocasionó el
derrame de petróleo al río Pamplonita, deteriorando en materia grave el sistema
ecológico del entorno, configurándose un delito de lesa humanidad, que no
prescribe, por el deterioro del medio ambiente, que perdurará por 20 años más.
Y en ese caso, como en el de ahora, nadie ha dicho “esta boca es mía” para
salir en defensa de esta pobre ciudad ultrajada, mancillada y doliente.
Mucho me temo que los habitantes y los vecinos de la ciudad de Cúcuta,
quienes somos los directamente afectados, no alcancemos a dimensionar la
gravedad de los dos hechos que nos tienen al borde de la emergencia social.
Porque esta vez, como en todas las anteriores, habiendo sido asaltados en
nuestra buena fe, con igual premeditación y alevosía, tampoco nadie dijo “este
rollo es mío”, ni por la contaminación, ni por los peajes. Nuevamente, los
senadores y representantes por Norte de Santander, los salientes diputados y
concejales, los actuales candidatos a estos cargos, las entidades gremiales y
la ciudadanía, habiendo tenido el suficiente tiempo de reacción, metieron el
rabo entre las piernas y callaron como ostras, como siempre lo han hecho.
De remate, llegó un chisme bomba por el O@mail, comúnmente llamado “correo
de las brujas”, antiquísimo pero muy eficiente medio de comunicación en Cúcuta.
Y no es que sea chismoso, sino comunicativo, aunque no me agrada tratar temas vox
populi. Pero en vista de que semejante alboroto ya tiene ribetes de
conflicto internacional y nadie ha dicho ni pío, creí conveniente “socializarlo”,
como se dice ahora.
El O@mail dice que la empresa concesionaria —a la que le adjudicaron el
contrato de los peajes— y de la que sólo sabemos su nombre, una tal “San Simón”, tiene un socio que es tal vez un pichón de cuervo,
buitre o gavilán, de esos que se dan silvestres en Colombia.
A estas alturas del paseo que nos dieron, puede ser que el chisme ya se
haya regado como pólvora; pero no por chisme, sino por simple especulación. Es
que sólo se requieren dos dedos de frente para darse cuenta de que sólo un gran
pichón de cuervo, buitre o gavilán —que no es habitante de Cúcuta ni vecino
nuestro— puede lograr la nada honrosa hazaña de mantener cerrada la frontera
por casi cuatro meses, con altísimas pérdidas económicas tanto para la ciudad
como para el país, parálisis en las exportaciones e importaciones, violación de
acuerdos de frontera entre los dos gobiernos, enfrentamiento verbal entre los
gobiernos de los dos países, amenaza de cierre definitivo de la frontera y, lo
que era un problema municipal, este pichón hace que el gobierno nacional lo
tome para sí y con inaudita terquedad que raya en la contumacia, pasando por
encima de todas estas desventuras, defienda a como dé lugar a la tal “San Simón”, enviando a sus emisarios, el canciller y el ministro
de Transporte, y, a pie junto, juren que los peajes “van porque van”. Y fueron,
porque el objetivo es enterrar definitivamente el fiambre que asesinaron hace
59 años.
¿Quién es este pichón —de cuervo o buitre o gavilán— tan poderoso que,
además de lograr comprometer al gobierno nacional, logra acallar a los medios
de comunicación? El pueblo cucuteño, de resultar cierto el “mensaje enviado por
el O@mail”, debe desenmascararlo, porque después de cuatro meses del cierre de
la frontera, el país no sabe aún lo que ocurrió en Cúcuta y con la frontera con
Venezuela.
Los oscuros designios y el nuevo asalto alevoso a la ciudad, de que estoy
hablando, es la seria amenaza del cierre indefinido de la frontera, derecho
consuetudinario que podríamos perder por causa de la intransigencia del
gobierno nacional, en quien los gobiernos departamental y municipal descargaron
todo el rollo, ante su incapacidad para manejarlo, dejándolo, una vez más, como
en las anteriores: en manos de funcionarios de altísimo rango, para que dieran
cumplimiento a aquel objetivo y, pese a las idas y venidas de aquellos
funcionarios, “les han mamado gallo”, como dijeron los venezolanos, únicos que
les salieron al paso al cierre de la frontera y de la integración.
El mismo presidente de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, le recomendó a
su homólogo colombiano retirar los peajes y dijo, palabras más, palabras menos,
que: “fueron ustedes quienes crearon el problema y deben solucionarlo y que no
nos vayan a echar culpas a nosotros”.
¿Culpas de qué?, me pregunté. Yo lo interpreté como: “por lo que pueda
ocurrir”.
Y lo que puede ocurrir, según mi interpretación, es que la frontera la
cierren como ocurrió hace 59 años en Puerto Santander y en el puerto de Cúcuta.
Ahora sería su oportunidad, servida en bandeja de plata, de cumplir su oscuro
designio del cierre definitivo de la frontera, dado el antagonismo de los dos
gobiernos.
“QUIEN
NO CONOCE LA HISTORIA, ESTÁ CONDENADO A REPETIRLA”
En 1948 Cúcuta era una ciudad floreciente. Su economía estaba sentada en
las cargas de café, azúcar y cacao, que se cultivaba en esta región y salían
para el mundo por un ferrocarril que se empataba con el Gran Ferrocarril del
Táchira, por Puerto Santander, por el que también entraban los más ricos,
exóticos y exquisitos productos europeos que se los gozaban solamente los
habitantes de esta región.
Fue una época de grandeza y esplendor y, como nunca, de cooperación e
integración de dos pueblos hermanos, libres de membretes nacionales, hermanados
con lazos regionales de estirpe y sangre, formando, como llama el doctor Jaime
Pérez López, “una parábola vital de integración”, hecha con una línea
férrea que trazaba un circuito internacional entre San Cristóbal, Rubio, San
Antonio, Cúcuta, Puerto Santander, Encontrados y Maracaibo, vital para la
región, primero y único en América Latina, configurándose en la frontera más
activa de toda América (en ese tiempo, no ahora). Todo esto se lo tiraron
aquellas aves de rapiña: el cuervo de la sabana, el gavilán de la montaña y el
buitre del valle, que “Se arrogaron los triunfos de la generación del
terremoto, que fue liberal y federalista, para llevar a estas empresas (los
dos ferrocarriles) al centralismo gubernamental y a las nuevas concepciones
de estado de derecho”, dice, con mucha elegancia, el doctor Jaime Pérez en
su libro: Colombia-Venezuela siglos XIX-XX.
Pero, “las desgracias son cobardes, porque no se atreven a presentarse
solas”. Y para Cúcuta, nada más cierto que esto desde el terremoto de 1875,
que no fue su peor desgracia, sino la que le vino después.
Cúcuta, con el apoyo de venezolanos, italianos y alemanes, fue reconstruida
a imagen y semejanza de las mejores ciudades europeas, como la ciudad más
moderna y hermosa de toda Latinoamérica, para ese tiempo. Pero esta fue su peor
desgracia, porque generó la ávida envidia carroñera de los habitantes del
interior y todos a una, le cayeron y le siguen cayendo, cual aves de rapiña
para despedazarla.
En un tiempo atrás, el único café que se cultivaba en Colombia era el de
Norte de Santander y las plantaciones de cacao y caña eran extraordinarias. De
modo que el gobierno nacional, azuzado por los “avichuchos” que se arrogaron
los cultivos para sus cotos, creó la oficina de control de cambios para la
frontera y el estatuto de régimen fronterizo en 1942, que le puso talanquera al
libre paso en la frontera, en el puerto de Cúcuta. Estas medidas empezaron a
entorpecer la relación binacional, el libre tránsito de las personas entre los
dos países, la buena marcha del comercio y exportación de los productos, que
paulatinamente fue decreciendo por esta causa y en 1948 le dieron el golpe
mortal con la compra y nacionalización del Ferrocarril de Cúcuta para
paralizarlo y venderlo como chatarra, e influenciando al gobierno venezolano
para que hiciese lo mismo con el del Táchira y entonces Venezuela cerró el paso
por Puerto Santander, que sólo fue reabierto hará unos 8 años, quedando
cerrados para las exportaciones los dos puertos, Cúcuta y Puerto Santander.
Todo esto desestimuló y paralizó los cultivos y el desarrollo de la región y
por eso estamos como estamos.
Sólo en 1964, con la construcción del puente internacional Simón Bolívar,
se reabrió, de manera muy restringida, el puerto de Cúcuta, quedando como
puerto de segunda categoría. ¿Qué digo? Será de tercera o de cuarta categoría.
Porque son más les restricciones que las libertades.
Siente uno estupor, asombro, dolor profundo y honda pena, que le producen
desolación, angustia, desamparo que lo llevan al rencor y a la ira, leer el
capítulo VIII —titulado: El Ferrocarril de Cúcuta— del mencionado libro
del doctor Jaime Pérez López, donde cuenta de manera pormenorizada, el
crecimiento, desarrollo y esplendor de esta región y de los ferrocarriles de
Cúcuta y Táchira, hechos a base de tesón y esfuerzo propios; y después, su
decadencia, ocaso y devastación, ocasionados con ardides, falacias, mañas y
artimañas, modelados con un sistemático ordenamiento “legal” para reducir
al oprobio a los propios lugareños y al destierro y degradación y remate de los
bienes de los extranjeros lejanos. Aquí sólo les voy a contar el triste final
del cuento:
Ley 26
de 1948. Aprobada el 19 y sancionada el 29 de octubre por el
presidente de la república, Mariano Ospina Pérez.
“Con una redacción torticera”, dice el doctor Jaime Pérez López, la
ley 26 de 1948, “por la cual se adiciona la ley 50 de 1945 sobre compra del
ferrocarril de Cúcuta…”, establece:
“Artículo 1º: El gobierno nacional, al comprar el ferrocarril de Cúcuta,
en cumplimiento de la ley 50 de 1945, procederá a destinarlo, conforme ordena
la citada ley, a construir una carretera, por la banca de dicho ferrocarril.
En este caso, los bienes y elementos que se adquieran por dicha compra,
serán vendidos, y su producto destinado a rembolsar la suma correspondiente a
la adquisición de la empresa, al pago de cesantías, jubilaciones y demás
prestaciones sociales, y a la construcción de la carretera que antes se habló.
Esta ley regirá desde su sanción”. (La verdad es que es bien torticera la
redacción).
El Ferrocarril de Cúcuta como chatarra
Pero es que la tal ley 50 de 1945, por la cual el gobierno nacional
compraba el ferrocarril de Cúcuta, no ordenaba cerrarlo, venderlo y acabarlo,
sino todo lo contrario.
Ley 50
de 1945, en sus partes pertinentes. “Artículo 1º: El Congreso de
Colombia ordena al gobierno nacional adquirir para la nación la propiedad del
ferrocarril que comunica en la actualidad la ciudad de Cúcuta con la frontera
de Venezuela. Para este efecto declárese de utilidad pública esta obra y
su adquisición por el Estado.
”Parágrafo 1º: Adquirido por la nación el ferrocarril a que se refiere
el presente artículo, el gobierno procederá a modernizarlo y a dotarlo
convenientemente”.
Pero además, el artículo 4º de la citada ley 50 de 1945 reza: “Autorizase
al gobierno nacional para que haga las gestiones diplomáticas a fin de que,
adquirida por el gobierno de los Estados Unidos de Venezuela la propiedad del
ferrocarril del Táchira, celebre con dicho gobierno el convenio de tarifas
sobre el ferrocarril internacional que de Cúcuta comunica en la actualidad con
el puerto de Encontrados”. A mi modo de ver, lo que se estaba haciendo, con
el intervencionismo desde el Congreso de la República de Colombia en otro país,
era cumplir los designios de avasallar a una región pujante, como a la postre
se dio.
El doctor Jaime Pérez, en su libro referenciado, lo siente también así,
cuando con fina sutileza, empleando un lenguaje florido, expresa: “Se
pretendía que los ferrocarriles de Cúcuta y el Táchira, que habían sido
construidos y desarrollados por la iniciativa privada, se nacionalizaran y
quedaran sujetos a los vaivenes de la política de cada uno de los gobiernos de
turno. Se arrogaban los triunfos de la generación del terremoto, que fue
liberal y federalista, para llevar a estas empresas al centralismo gubernamental
y a las nuevas concepciones del estado de derecho”.
Esta es sólo una pequeñísima muestra de todas las andanadas que le han
hecho a Cúcuta, tanto el cuervo de la sabana como el gavilán de la montaña y el
buitre del valle, para cobrarse lo que no le debemos a título de nada y para,
con una xenofobia de la que tampoco somos culpables, persigan a nuestro vecinos
—y hermanos de sangre, en muchos casos—, y busquen por todos los medios acabar
con la unión e integración que es la que nos ha mantenido vivos.
No quiero ser yo quien le ponga término a esta triste historia. Aunque
resulte largo este cuento, le cedo la palabra al doctor Jaime Pérez López,
quien con un hermosísimo panegírico, (muy recortado por mí, por razones de
espacio) termina el capítulo VIII de su libro Colombia-Venezuela
siglos XIX-XX:
“Con la ley 26 de 1948, se le dio la estocada y descabello final a la
integración colombo-venezolana. Se nacionalizaron y liquidaron
dos empresas, que habían sido motivo de orgullo y soporte a la integración de
dos pueblos. Se convertían los ferrocarriles en carreteras. Los
andinos de Colombia y Venezuela quedaron, como en la época de la Patria Boba:
gritando «¡Viva el rey, abajo el mal gobierno!». Más parecían borregos
que hombres de frontera. Cuando los abuelos cabalgaban en mulas de paso
fino, ensilladas con aperos chocontanos, zamarros y alforjas en el anca de la
bestia, sombrero borsalino, revólver al cinto y en su cinturón, morrocotas de
oro, que deslizaban suavemente sobre el mostrador al acercarse a cumplir sus
compromisos comerciales en San Cristóbal o Cúcuta, nunca pensaron que su
descendencia para mediados del siglo XX tuviera tal capacidad para claudicar
ante el gobierno central. Ahora: su tercera generación, con una visión
viscosa, mira las montañas que los circundan y se estremecen al calor de una
economía binacional cerrada y de ventas al centavo”.
”Sólo queda de aquella parábola vital, como una especie de protesta, el
faro del Catatumbo que en todas estas noches oscuras expide ráfagas de luz vertiginosa”.
Y remata con esta terrible pregunta: “¿Será que, como en Cien Años
de Soledad, la ciudad de los espejos será arrasada por el viento y
desterrada de la memoria de los hombres, y que después de que Aureliano
Babilonia acabara de descifrar todos los pergaminos, todo lo escrito en ellos
es irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a
Cien Años de Soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra?”.
POST-SCRIPTUM. Ustedes, los de la cuarta generación, son quienes deben responder la
terrible pregunta que deja el doctor Pérez López, sacudiendo y transformando la
situación actual de nuestra región para que nos dejen vivir en este mundo que
nuestros abuelos ya habían globalizado y que, para desgracia nuestra, nos lo
quitaron y ahora no nos quieren dar participación. ¿O será que van a esperar
que la naturaleza lo haga como en 1875?
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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