“El mundo era
tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para nombrarlas había que
señalarlas con el dedo”. (Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad.)
Ese “mundo reciente”, al menos para Cúcuta, le llegó
al inicio de la segunda mitad del siglo XX, cuando las cosas del mundo de hoy
no se podían ni siquiera señalar porque, simplemente, no existían.
Si alguna generación ha sido privilegiada a lo largo
de la historia, es la nuestra. La generación de la segunda mitad del siglo XX.
La generación de la “emulsión de Scott”. La generación de la transición. La que
vio el paso del mundo en blanco y negro al mundo en color, la que pasó de la
mula a la súper camioneta, del teléfono de clavijas al celular, del camino de
herradura a la súper autopista, de la pizarra a la agenda electrónica, de la
regla de cálculo a la computadora, del pick up de puntilla al disco CD, de la
calculadora mecánica a la electrónica, del radio de tubos al televisor de plasma.
Y somos privilegiados porque, siendo la generación de
la transición, hemos sido testigos de excepción de todos estos cambios y, la
mayoría de ellos, ha sido esta generación la que los ha propiciado.
En este escrito quiero hacer una pequeña reseña de algunos
de estos cambios que se han surtido a lo largo de los últimos 50 años.
Confrontando los dos mundos, para
conocimiento de las nuevas generaciones; para dejar una constancia ante la
historia y para recuerdo de los de la generación de la “emulsión de Scott”,
pues dicen que “recordar es vivir” y, además, para que no olvidemos que nos
estamos volviendo viejos, pues también dicen que los recuerdos llegan cuando
uno se vuelve viejo. ¿Será por eso?
De aquellos cambios recuerdo que, a Cúcuta, la nevera
apenas llegó en 1950 y era de kerosene (un sistema que, como ingeniero
mecánico, no me he tomado el trabajo de entender). Sólo en los años 60 se
popularizó la de energía eléctrica, lo que nos permitió disfrutar de pocicles y
agua fría. Antes, el agua fresca “se procesaba” en el tinajero de filtro de
piedra. Ah, los alimentos perecederos había que comprarlos en el mercado
diariamente y, como el armatoste de nevera era un lujo, ocupaba el lugar
principal de la sala, desplazando al radio de tubos.
Por esa misma época apareció la cocina de kerosene y
un poco más tarde, la de gas. Antes, nuestras mamás y nuestras nonas tenían que
levantarse a las 4 a.m. a “juntar candela” en el fogón de tres piedras o, en
las familias pudientes, en la “cocina integral” de leña y, como no existían ni
la lavadora ni la secadora, disponían la ropa para “lavarla a mano” en casa, si
a ésta llegaba el acueducto; o si no, se embutía en un costal para llevarla a
lavar al río Pamplonita, que para los niños se convertía en gozadera por su equivalencia
a un paseo con olla al río.
El radio era un armatoste elitista que no servía para
nada, pues lo único que se oía era un fastidioso ruido y el inmamable
bip-bip-bip. Para captar alguna emisora había que instalar la “antena de
techo”, un cable de cobre, extendido, pelado y aislado, y “bajar la señal” por
otro. Por los años 60 mejoró la audición, que era en AM y, como ahora por la
televisión, ya podíamos oír los noticieros del medio día por las cadenas
radiales Caracol (Cadena Radial Colombiana) y RCN (Radio Cadena Nacional) y
llegó el boom de las “radio-bobelas”. También como ahora, la familia se reunía
frente al radio a “verlas”: oírlas. Recuerdo algunas: “Tamakún, el vengador
errante”, “El derecho de nacer”, “Kadir, el árabe”.
No existía el televisor. Al menos en Cúcuta no se
conocía. Algunos arribistas los habían traído en algún viaje al exterior, los
colocaban en la sala y no podían explicar para qué carajos servía, pues, como
no había señal, las explicaciones eran todas misteriosas y nadie se comía ese
cuento chimbo de que era como un radio pero que se podía ver a los que
hablaban.
La televisión llegó a Colombia apenas en 1954 y era en
blanco y negro. La impulsó el general Gustavo Rojas Pinilla como presidente de
Colombia, y sólo cubría un pequeño sector de Bogotá. A Cúcuta llegó apenas por
el año 1964. Fue todo un acontecimiento. El misterio fue revelado. Era cierto
que se podían ver imágenes por el misterioso aparato. Pero como había pocos en
Cúcuta, era una fortuna lograr ser invitado a alguna casa para ver el milagro,
que se convertía en decepción, pues la señal era tan precaria que no se veía
nada más que una lluvia (como cuando el televisor está desconectado), y a
través de ella, una media silueta. Total que quedaba la sensación de que el cuento
sí era chimbo, el misterio continuaba y ahora era un acto de fe creer en ver
algo por el aparatico, pues en realidad las imágenes había que formarlas en la
mente del tele-espectador, como en sueño, y las voces eran un barbullo de
fondo. Los canales que mejor “se veían” eran los dos venezolanos (Venevisión y
Radio Caracas Televisión), pero había que estar moviendo la antena de techo,
esa parrilla que aún persiste, apuntándola hacia el este (Venezuela); o hacia
el sur, para “ver” el único canal de Colombia. Muchos preferían tener dos
antenas conectadas a un swicht interruptor. La señal mejoró pronto y para 1968
pudimos ver con alguna claridad la venida del papa Pablo VI a Colombia y en
1969, la llegada del hombre a la Luna. Tres grandiosos acontecimientos que
marcaron historia, si le sumamos el del milagro que ahora sí se convirtió en
realidad. En 1971 pudimos ver los Juegos Panamericanos de Cali y los reinados
de la menos fea desde Cartagena. Aunque la televisión a color apareció en 1970,
sólo hasta 1979 llegó a Colombia. Pero aún en 1986 sólo había los canales uno,
dos y tres (y éste, el 3, era un canal local de Bogotá). Cúcuta era afortunada,
porque veía cuatro: dos colombianos y dos venezolanos.
Mientras muestras mamás y nuestras nonas “veían” las
tele-bobelas o seguían oyéndolas por radio, planchaban la ropa con la “plancha
de mano”, de ahí su nombre. Era en realidad una plancha de hierro con una
agarradera, que se ponía al fuego directo de un anafe, se agarraba con un
“alzadero” de trapo y se frotaba muy bien en un “limpiador” para luego
planchar. Luego vino la plancha de carbón, que evitó la limpiada. El anafe se
puso dentro de la plancha. Más tarde llegó la de gasolina. Ahora el anafe se
convirtió en un quemador. Finalmente llegó la eléctrica, donde el combustible
del quemador fue cambiado.
Las fiestas también eran todo un acontecimiento.
Cuando eran en los clubes, eran con la orquesta en vivo, sin tanto aparataje
electrónico, con los sonidos de los instrumentos en directo. El único que
disponía de micrófono era el cantante. Las fiestas en casas eran con “la
orquesta de los negritos y el maestro puya”. Esto es, con radio y pick up
(“picó”, decíamos). Primero fue con el fonógrafo (el aparatico del perro de la
Victor). Después vino el pick up. Un aparato que se conectaba al radio de tubos
como fuente de salida. Era un plato giratorio sobre el cual se colocaba el
disco de acetato, que sólo contenía una canción por cada cara. Eran los de 78
rpm. Después llegaron los de 45 rpm que contenían dos canciones por cara y
finalmente, los LP (de 33 y ⅓ rpm) con 6 canciones por cara.
Pero la gozadera era con los de 78. El discjockey,
quien como también le jalaba a bailar, debía estar pendiente de cuando se
terminara la canción para salir corriendo a levantar el brazo que tenía la
aguja: una puntilla sin cabeza, especial, resistente, fina y lo que se quiera,
pero al fin una puntilla que rastrilla los micro surcos. Cada tres o cuatro
canciones se debía cambiar, con la consiguiente espera del auditorio y desde
luego se debía tener una buena provisión de ellas. Le siguió la radiola: equipo
integrado de radio y puntilla. Ésta fue cambiada por una punta de diamante y ya
no se tenía que cambiar. Ocupó el lugar en la sala que dejó la nevera y
competía con el televisor. Más tarde llegó el equipo de sonido integrado que
traía las tres velocidades y con el cual era una gozadera cuando uno se
equivocaba de velocidad. En 1970 apareció la grabación y reproducción en cinta
magnetofónica y los pesados equipos se cambiaron por pequeñas grabadoras, los
frágiles discos pasaron a un segundo plano. Hoy estamos con el mini componente
de CD en MP3 con música interminable. Misterio que ocurrió igual que con el
televisor. El cuento del disco láser lo oímos por allá en el 70, cuando se
habló de un invento de los alemanes de algo que, en lugar de puntilla, se usaba
un haz de luz. “Otro cuento chino que nos vienen a traer”, dijimos.
Naturalmente, la computadora tampoco existía. La
primera computadora digital apareció en el mundo en 1945 como un experimento
científico, con el tamaño de una habitación bien grande. Apenas en 1980
apareció como PC (“computador personal”, por su abreviatura en inglés) que vino
a revolucionar el mundo (contar este desarrollo nos daría para un libro),
cuando surtió cambios en gran cantidad de actividades que operaban con sistemas
manuales.
La calculadora digital sólo apareció en 1970 y
desplazó nuestra hermosa “calculadora analógica”: la regla de cálculo. Todo
edificio, presa, carretera, puente, estructura, máquina, y demás aparatos de
antes y bastante después de esa fecha, fue calculado por los ingenieros a punta
de esa regla de cálculo. Las primeras calculadoras sólo hacían las cuatro
operaciones básicas y eran unas “panelas” (así las llamábamos, por su peso y
tamaño). También desplazó a la calculadora mecánica “Facit”, una máquina
pesadísima para su tamaño, que sólo hacía las cuatro operaciones por medio de
engranajes mecánicos, un teclado de 10 dígitos y una manivela que se movía a la
derecha, para sumar, y a la izquierda, para restar. Porque multiplicar y
dividir era toda una odisea.
No puedo dejar de lado la máquina de escribir, también
desplazada por la computadora. Era toda una odisea transcribir una simple
carta; y las secretarias que lo hacían, eran unas artistas consumadas. Estas
expertas mecanógrafas no se podían equivocar. Hacerlo era perder lo escrito y
empezar uno nuevo. Se inventó el corrector de papelito, y una inexperta pero
recursiva secretaria de New York inventó el
liquid paper. Con ese invento se volvió millonaria. Ah, pero la solución
fue a medias. Como no había fotocopiadoras, las copias se sacaban directamente
en la máquina utilizando papel carbón. Si además del original se necesitaban 3
ó 4 copias, por ejemplo, ya era un arte embutir 7 ó 9 hojas en el rodillo y, si
se cometía un error, había que corregirlo en cada uno de los 4 ó 5 textos. El
teclado mecánico era durísimo y, al poco tiempo, a las pobres secretarias se
les ponían los dedos como palos de yuca: puros nudos. Hoy todas ellas sufren de
la enfermedad de “túnel metacarpiano”. Gajes del oficio. Mi saludo y mi voz de
aliento para todas ellas en el día de la mujer, y en el día de la secretaria.
La llegada del computador a la oficina también fue un
acontecimiento. El jefe lo adquiría para él, pero, como no sabía utilizarlo, no
lo usaba; pero en cambio, sí chicaneaba de tener en su oficina “lo último en
guaracha”. Tampoco se lo dejaba a la secretaria porque, como ella tampoco sabía
nada de eso, temía que lo dañara. Pasó bastante tiempo en que el computador en
la oficina no fue más que un lujo que daba prestigio. Sólo después de varios
cursos se perdió el miedo y vino a servir para algo. Lo más, para sacar una
carta.
El inodoro lavable también es un invento nuevo. El de
antes era “el de hoyo”: un cajón de madera que descargaba en un pozo séptico.
Había que estarlo “desinfectando” con kerosene o creolina para disipar los
malos olores y para espantar las cucarachas. El primer adelanto fue “el de hoyo
de porcelana” que reemplazó al cajón. Luego vino el lavable “de cadenita”: el
tanque era elevado y había que tirar de la “cadenita” para escurrir el agua por
un tubo.
En el comportamiento social también se han dado
cambios a causa de estos inventos. Llamar por teléfono era todo un proceso.
Había muy pocos y, por tanto, este aparato era también elitista. Había que
llamar a la operadora para establecer alguna comunicación. Ella lo comunicaba
con el otro teléfono por medio de unas clavijas. Era el teléfono de clavijas.
Todo el vecindario se enteraba del tema, pues se tenía que hablar a gritos.
Llamar a otra ciudad del país, además de ser muy costoso, era otra odisea. No
había comunicación directa. Había que ir a las oficinas a pedir la llamada y
podía demorar horas en establecer la comunicación. Se recurría entonces, con
pago adicional, al mensajero que iba a la casa a avisar cuando “la llamada
estaba lista” y vuelta para la oficina a recibirla.
No existían los pañales desechables. Estos eran hechos
de tela. Las mamás eran unas artistas para embojotar al chino y amarrar el
pañal con ganchos nodriza sin puyar al muchachito. Desde luego que había que
tener una buena provisión de pañales y lavarlos después da cada miada. Ellas
también tenían que lavar “los trapitos” que usaban como toallas higiénicas,
pues éstas no existían. Y para todos, había que recortar el periódico en
rectángulos y ensartarlos en un gancho en el inodoro, pues el papel higiénico
tampoco existía.
Sin embargo, con todo, nos sobraba el tiempo que lo
invertíamos en el paseo con olla al río, en el baile del sábado por la noche,
en la verbena de los domingos por la tarde, en las retretas en el parque
Santander los jueves en la noche, en las partidas de dominó, en disfrutar por
radio los partidos de fútbol, en las fiestas de tres días por un matrimonio o
por un bautizo, en el cine matinal del domingo, en la lectura de cuentos (ahora
les dicen “comics”) en el salón Dollman, en las serenatas a la novia para
“remendar el capote” tras una escachada o una pelea trivial, en la “parqueada”
a las 7 p.m. frente a la casa para departir con los vecinos, costumbre que aún
persiste en los barrios del occidente cucuteño.
Y nos quedó tiempo para presenciar el lanzamiento del
primer cohete espacial; el lanzamiento del primer ser vivo al espacio (la
perrita rusa “Laika”); la primera caminata en el espacio; la llegada del hombre
a la Luna en 1969; el paso cerca de la Tierra del cometa Kohutek en 1973 (que
en realidad no se vio por los efectos de un eclipse ocurrido el mismo momento
del paso), hecho que ocurre cada 75.000 años; el paso cerca de la Tierra del
cometa Halley en 1985, hecho que ocurre cada 75 años; el eclipse total de sol
en 1992 (y hay que esperar 40 años para otro que sea visible en esta zona del
planeta). Fuimos testigos de la guerra fría, del auge y caía del comunismo, de
la perestroika, de la caída del muro de Berlín, de las luchas de clases en los
años 60, del nacimiento del rock and rol, del cinemascope, del tecnicolor, de…
Por eso y por muchas cosas más, somos una generación
privilegiada.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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