Rafael Antonio Pabón
Farid
“Aquí, escondiéndonos de la sociedad”, dijo ‘El Cole’
mientras sostenía un cigarrillo en la mano derecha. Al principio no quería
dejarse ver, no por vergüenza ni por temor a represalias, solo lo hacía porque
jugaba a las escondidas con la realidad que no le pertenece.
Está metido dentro de algo así como un ‘iglú’ rupestre
de verano. No es un rancho, ni nada que se le parezca. No tiene paredes, techo,
ventanas ni puertas. No tiene estructura de rancho.
Es lo que se ha dado en llamar ‘cambuche’ y que la Real
Academia rechaza como palabra que pueda utilizarse para darle nombre. Los
chilenos tienen una acepción parecida, la llaman ‘cambucho’, y significa
“Habitación muy pequeña”. Pero esto tampoco es una habitación.
Saca la cabeza por entre los trapos que sirven de
puerta. Se anima y comienza a asomarse como un ovíparo cuando quiere dejar el
cascarón que lo ha mantenido durante la formación. La calvicie pronunciada, el
pecho desnudo y la dentadura blanca contrastan.
No parece un hombre normal hecho para vivir en estas
condiciones. Otro chupón al cigarrillo y la primera muestra de humor negro,
antisocial, despreciativo por lo que hay más allá de esos plásticos que lo
protegen del sol ardiente cucuteño. “Vivo en mi casa, acá vengo a pescar”.
Emilio es un hombre de estatura escasa. No está mal
vestido para la ocasión, lleva gafas, bluyín y camisa. Habla tranquilo y
responde a las preguntas con serenidad. “No sirvo para vivir entre tanta
gente”.
Por eso lleva largos años metido en el monte, alejado
de lo que ‘El Cole’ llama con ironía “sociedad”.
Estuvo un tiempo en las calles de Cúcuta rebuscándose
el pan diario y de allí pasó a la soledad que ahora lo acompaña en este otro
‘cambuche’.
Tiene afán por dejar este mundo en el que se ha metido
por su condición económica miserable. Es reciclador de profesión y de vez en
cuando consumidor de drogas. De pertenencias no puede hablar, porque no las
tiene.
Si acaso unos plásticos que consiguió en alguna salida
a la ciudad y que se han convertido en el bien preciado. Las nuevas
construcciones usan ‘draivol’ para las paredes, aquí cualquier material sirve
para simularlas.
Fredy estaba dormido y lo despertó la llegada de los
intrusos a su mundo. Tiene los ojos azules, es flaco hasta más no decir, a la
mano derecha le faltan los dedos anular y corazón, la mirada es triste y el
cuerpo débil.
A pesar de esa imagen refleja deseos de continuar con
vida y se queja porque ‘El Muelas’, jíbaro de profesión, le prendió fuego al
monte seco y acabó con el rancho. Actúo en venganza porque no lo dejaron vender
la droga en ese lugar, escondido de la policía y metido entre la maleza para
que los consumidores no sintieran la mirada escrutadora de los transeúntes por
la Avenida del Río.
Sobre unos ladrillos que algún día recogió de una
construcción cercana tiene acomodados, en perfecto orden, los juguetes de los
hijos que no se ven en el lugar. Un transformer rojo y un carrito esperan por
ese niño que no ha de llegar para divertirse juntos. Cerca, el balón
blanco pequeño aguarda por el pie que lo despierte de ese letargo en el que
está sumido y lo haga valer como objeto.
En los brazos, la piernas, el resto del cuerpo siente
que lleva las “secuelas de la vida” en forma de cicatrices que no van a curar a
pesar de estar cerradas y sanas. Ahí, ha pasado las últimas horas de su
existencia que cuenta por décadas.
Lleva 20 años metido entre ese matorral del que no
quiere salir. La bicicleta, recostada sobre un tronco que hace de columna para
sostener los plásticos, lo acompaña en los pocos recorridos por las calles
pavimentadas de la ciudad. Por ahora permanecerá detenida, como tiene detenida
la vida este hombre, al que por el color de los ojos apodan ‘El Gato’.
Farid no pasa de 55 años, pero demuestra 80. Está
enfermo y maloliente. Así como perdió las ganas por volver a ver a su hermana
perdió la dentadura. En medio del dolor causado por las caries decidió
arrancarse, uno a uno, dientes y muelas.
La cara la cubre con una barba de meses sin cortar, los
labios se pegan al querer hablar y las palabras salen con dificultad. Está
acabado, tiene apariencia de tuberculoso.
El ranchejo está dividido en dos ‘habitaciones’. Una
para el hijo, que no está, y otra para Farid.
En esa especie de ‘dormitorios’, la cama es un colchón
viejo, deteriorado, roto, recogido en alguna andanza en busca de material
reciclable. La cocina no parece serlo y a las dos jarras que cuelgan de un
tronco no les cabe una gota más de tizne.
La apariencia es lastimera. Son cuatro hombres que han
perdido la vida mientras viven en este ambiente inhumano.
El papa Juan Pablo II en una ocasión acabó con el
misterio de la existencia del infierno. Dijo que no existe y muchos lanzaron
cohetes en señal de alegría, porque, seguro, no irían a parar allá. Si estos
seres humanos hubieran escuchado con atención las palabras del ahora santo las
habrían refutado, porque el infierno es justo donde viven.
Aquí, entre la maleza, a un costado de la Avenida del
Río, cerca al Pamplonita, permanecerán ‘El Cole’, Emilio, Fredy y Farid
escondiéndose de la sociedad, no por vergüenza, sino porque a la sociedad es a
la que le da vergüenza reconocer que estos hombres existen y que no los tiene
tabulados, ni registrados, ni inscritos como ciudadanos en las extensas listas
oficiales.
(Farid murió a los pocos días en el hospital Erasmo
Meoz. No aguantó más el sufrimiento y el alma decidió separarse del cuerpo
mortal que le correspondió en suerte. Hoy, hace parte del recuerdo y de
esta historia sacada de la vida real).
Es otro día. El sol abraza. Es un poco más del
mediodía. El recorrido comienza cerca del lugar donde terminó la primera
parada. El patinadero, por la hora, está solo.
Los trabajadores de la construcción que en poco se
convertirá en moderna clínica no tienen problemas con el calor.
Al otro lado, dos hombres le sacan los últimos peces al
río Pamplonita, los arreglan y los llevan en un recipiente, quizás, para
venderlos en el mercado; quizás, para consumirlos en casa.
La corriente del río baja lenta. Años atrás abundaba y
la costumbre de los cucuteños era pescar panches.
Una parte de la población, residente en el barrio San
Luis, se ganó el remoquete de ‘los pancheros’, justo por ese oficio. La tarea
se cumplía a mano limpia y piedra por piedra, hasta despegar los panches. Esta
era una manera de sobrevivir.
Ahora, la contaminación, la escasa fuerza del agua y el
poco cuidado por parte de las autoridades ambientales no permiten que haya
estos peces. Hasta el apodo desapareció.
En este punto termina el recorrido de El Malecón,
aunque la avenida Los Libertadores continúa hacia el aeropuerto Camilo Daza.
Socialmente, es un lugar signado como estratos 4 y 5.
De la vía pavimentada hacía allá hay una ciudad que se mueve al ritmo de la cotidianidad.
Las familias tienen la comodidad que da el trabajo,
gozan de las prebendas que ofrece el bienestar, disfrutan con las ganancias
ocasionales y aprovechan las oportunidades para vivir como lo han planeado.
Son vecinos de los agentes que cuidan el CAI de la
Policía, de los estudiantes de la Universidad Francisco de Paula Santander, de
los comensales en los restaurantes, de los bebedores en los bailaderos, de los
asistentes los viernes a las veladas culturales en el Puente de Guadua y de quienes
transitan a velocidad por la avenida.
De la barda que separa a esa ciudad con el río, hacia
adentro, hay otro mundo. Es el mundo de hombres que decidieron entregarse en
cuerpo y alma al consumo de las drogas.
Es el mundo de unos seres que no parecen humanos. Es el
mundo de mujeres que prefirieron la soledad en compañía de sus semejantes tan
miserables como ellas.
Es el mundo que en el ‘exterior’ se desconoce, porque
para quienes no pertenezcan a este mundo está prohibido asomarse, y más si van
con el simple objetivo de fisgonear para salir a contar.
Es el mundo que reina debajo del puente ‘Jorge Gaitán
Durán’.
‘El Soldado’ y otros están sentados o acurrucados en el
piso. Una tapa plástica de gaseosa, un pedazo de bolígrafo y un trozo de papel
aluminio sirven para armar la pipa artesanal con la que continuarán el consumo
de bazuco.
El hombre de mayor edad mueve las manos con
nerviosismo. Hay intrusos en el lugar y sin saber con qué intención. No habla,
continúa la labor de preparar la dosis, hasta que termina.
Sin decir palabra alguna pide prestado el encendedor,
lo acerca a la boquilla, se lleva la pipa a la boca, aspira y comienza otro
viaje hacia ese sitio imaginario donde el estupefaciente lo trasporta.
La mujer delgada, morena, joven entre los demás
miembros del grupo, no levanta la cabeza. Viste de negro, para hacer juego con
ese presente que vive.
Tampoco habla, como señal de conformismo con lo que
vive, solo musita algunas palabras con quien tiene al lado. Quizás conversan
acerca de la inesperada visita que interrumpió ese sagrado momento de elevarse
con ayuda del bazuco, o quizás reflexionan sobre lo que podría ser una
aparición imitable.
Está inquieta, no se halla, los movimientos delatan
ansiedad, tal vez quiera que la dejen sola o que la rescaten.
Arriba, escondido entre los espacios que ofrece la
estructura de cemento, se asoma otro habitante. El personaje enigmático no se
deja ver. Consume agua y vuelve a la clandestinidad.
Así, puede haber otros seres metidos en las cavidades que
los diseñadores dejaron como protección del puente y que con el tiempo se
convirtieron en ‘habitaciones’ para quienes en la vida real no tienen un techo
seguro.
Francy es la veterana del grupo. Pasa de los 60 años, o
al menos eso es lo que aparenta. Reparte bendiciones a diestra y siniestra,
está cuerda en medio de esta locura que comparte.
No se sabe de quién es mujer, pero cumple con las
funciones de una mujer normal en una casa normal. Es la más habladora, no teme
expresarse y lo hace con el vocabulario aprendido en este ambiente.
El vestido que lleva, seguro, algún día perteneció a
una ‘dama’ de las que viven afuera y que no sabe dónde anda aquella prenda que
regaló.
En una silla pequeña, de madera, está Diego. Permanece
agazapado. Está ido. Mueve la cabeza en busca de orientación. Los ojos no
tienen el objetivo fijo. Los brazos no responden a las órdenes cerebrales para
ponerse el saco y taparse el abdomen flaco, marcado con una herida fresca.
Pareciera ser el jefe, pero en esas condiciones cualquiera
puede sublevársele a una orden. Su mundo no es de este mundo.
Aquí no hay pertenencias. Hay basura, desechos,
cartones, piedras, hambre, miseria. El rancho no tiene forma de casa. Una
columna del puente sirve como pared principal.
Lo demás, es tan frágil como la vida de estos seres que
se apartaron de la ‘sociedad’ para crear un universo, hacerlo propio y
soportarlo en medio de la total carencia material.
‘Vida de perros’ podría decirse; pero, seguro, hay
perros que viven en mejores condiciones.
Alejandra tiene varios meses de embarazo. Su marido ‘El
Caleño’ no era el mismo con el que vivía en la ciudad. La mujer es flaca, la
barriga se asemeja más a la de un niño con lombrices que a la de una mujer en
estado de gestación.
Causa admiración, porque ¿cómo en esa condición en la
que vive queda preñada? No hay respuestas, ni explicaciones, ni vergüenzas.
Ocurrió y está decidido que la criatura nacerá.
Viven debajo del puente ‘Elías M. Soto’, paso sobre el
río pamplonita que nació como puente ‘Lucio Pabón Núñez’, en homenaje al
político nortesantandereano. Al pueblo no le gustó y lo trasformó en el ‘puente
Judas’, hasta que el alcalde Enrique Vargas Ramírez (1956) lo bautizara con el
nombre del músico. Y así quedó para la eternidad.
Ahí, sin conocer esa historia, hacen vida esos seres
humanos que los gobernantes han desplazado y postrado en el estado de miseria.
La ‘casa’ no dista de la de Faride, ‘El Cole’, Fredy y
las otras que no alcanzó a quemar ‘El Muelas’. Una de las columnas del puente
es la pared principal y sostiene las cabuyas que unen los cartones con los que
se protegen de otros residentes de esta zona.
El agua del Pamplonita corre lenta. Los recuerdos traen
a la memoria los días en los que a ese sitio acudían mujeres cargadas de
costales en los que llevaban la ropa, propia y ajena, para lavar.
Para los hijos ese era un buen paseo cada mes y lo
disfrutaban, porque había baño, sancocho y pesca. Tres programas en uno, con
todo incluido.
Ahora, los matorrales adornan el otrora profundo pozo y
las piedras planas que servían de lavadero no existen. Ni pensar en un día de
río, porque la soledad es dueña del espacio y la inseguridad reina a sus
anchas.
‘El Caleño’ tiene muchas quejas acerca de las promesas
incumplidas. Las manifiesta con el acento propio de quienes han ganado una
entonación para las palabras como consecuencia del consumo de drogas.
Todas apuntan a la carencia de atención médica, a la
falta del techo digno, a la escasez de oportunidades para trabajar “en lo que
sea”, a la privación de oportunidades para ofrecerle a ese hijo que
nacerá y que vivirá en el mundo desgraciado que comparten sus padres.
‘Dios, perdóname, no quiero más drogas’. Es la plegaria
pintada en la tapia del puente, a manera de grafito. Quizás, el autor la
escribió con sinceridad, con remordimiento por la vida que lleva, con necesidad
de salir de ese ambiente oscuro y hostil al que fue arrastrado por ignorancia.
Quizás, la copió a manera de lamento para alcanzar la
ayuda divina, para desahogarse del sufrimiento que lleva a la espalda, para
clamar por una mano amiga.
Lo irónico es que para leerla hay que llegar hasta
debajo del puente y agudizar la mirada, observar el panorama y detenerse en ese
cuadro inhumano que se ve. Y hasta allá no llega la ayuda gubernamental, ni
bajan los agentes del gobierno local, ni pasan los funcionarios, ni se atisban
los programas oficiales.
Ni Dios se apiada de esos hombres y mujeres que mueren,
lentamente, mientras le dan otro ‘chupón’ a ese cigarro artesanal que arman en
minutos y consumen en segundos.
Arriba, está el puente al que le han invertido millones
de millones de pesos para adecuarlo, para ampliarlo, para ponerlo bonito,
porque es el ingreso a la ciudad. Los vehículos pasan raudos y los conductores
ni saben que abajo hay otro universo, que también forma parte de la entrada a
la capital de Norte de Santander.
No son, ni se sienten, culpables de la situación que
afrontan esos otros seres humanos. Llevan afán como para detenerse a pensar
¿qué habrá debajo del ‘Elías M. Soto?’.
Alejandra se agarra la barriga, como lo hacen las
embarazadas, no para acariciar la criatura próxima a nacer, sino para sostener
el peso de ese ser que está por venir. Da la sensación que quisiera detener el
nacimiento, porque en el rostro no hay la alegría que otras mujeres expresan en
este estado.
La incertidumbre por el futuro y la melancolía por el
presente se reflejan en la mirada perdida, en la voz cansada y en el caminar
lerdo por sobre las piedras del otrora pozo donde las cucuteñas de mediados del
siglo pasado lavaban sus trapos y la ropa ajena.
Arriba, la ciudad continúa la vida acelerada.
Tal vez ‘El Cole’ haya salido de la covacha en busca de
otro pitillo para continuar el sueño de tener casa con piscina, televisor de
plasma y otras comodidades que impone la vida a quienes son la alta sociedad.
Quizás Fredy recorra las calles en busca de material
reciclable para cambiar por esa droga que lo tiene enjuto, llevado y lejos de
cualquier estrato digno para vivir.
Faride no existe, a lo mejor pasó a mejor vida. O por
lo menos no sufre el desprecio humano.
(El teléfono
celular de Martín Manzano repicó. Quizás no hubiera querido que ocurriera. Al
otro lado de la línea una voz masculina le da la infausta noticia. “Murió
Calixto”.
Martín hace un
gesto de dolor y comenta lo sucedido. Calixto llevaba muchos años en la calle,
estaba enfermo y había escapado del hospital Erasmo Meoz.
Minutos atrás llegó
al parque Colón, en pleno centro de Cúcuta, tendió un cartón y se acostó. Esa
fue su última morada. Tenía cirrosis hepática. Los curiosos aparecieron de
inmediato y formaron el corrillo de siempre).
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario