En todos los países que hoy configuran la América Latina, la Iglesia Católica ejerció una asfixiante autoridad sobre todos los estamentos del poder, fuera civil o militar. Durante años o más bien siglos, los representantes de la Iglesia eran el verdadero poder y quienes, en últimas, tomaban las decisiones y ejercían sus atribuciones de manera intransigente, aún después de eliminada la famosa Inquisición, tribunal que tenía todas las atribuciones para ejercer la mas despiadada justicia si no se ajustaba a los cánones y los procederes establecidos por la Santa Madre Iglesia, de los cuales los párrocos eran sus supremos ejecutores.
Superado el ciclo colonialista de la madre patria y adentrado el siglo XX, el rezago de las pretensiones clericales continuó imponiéndose, aprovechando la ignorancia popular y las necesidades de detentar un poder que venía en decadencia paulatina y que no se resignaban perder. En las ciudades colombianas, en todas ellas, el párroco era durante la primera etapa de la llamada República, quien mandaba, muy por encima de las autoridades civiles locales, quienes debían someterse a sus designios, so pena de verse rendido al escarnio público, mediante homilías mordaces y cáusticas lanzadas desde los púlpitos, cuando consideraban que actos o actitudes contrarias a las enseñanzas católicas se producían o eran patrocinados por los mandatarios.
El primero de ellos es el sacerdote eudista José Demetrio de Jesús Mendoza Rueda, a quien cito con todos sus nombres, pues sus merecimientos fueron muchos a pesar de su recia personalidad y de una que otra acción, que no podemos catalogar propiamente como ‘cristiana’. Nacido en el ‘Pueblo de Cúcuta’, llamado así, el conocido hoy como barrio San Luis, en aquel entonces corregimiento, el 3 de enero de 1872 y bautizado en la parroquia del lugar doce días después, hijo legítimo, había que decirlo así, de Rafael y Clemencia. Fungieron como padrinos Facundo Pineda e Isabel Rueda, su tía; impartió el sacramento, el párroco de entonces Cruz Alejandro Sierra. Puede decirse que era de familia de la clase media, dueños de una estancia o finca que les producía lo suficiente para el sostenimiento de las necesarias obligaciones sociales y le permitía un modesto vivir.
Huérfano a temprana edad, quedó al cuidado de un hermano medio de quien aprendió el oficio de alfarero, mientras estudiaba en la escuela primaria y fue precisamente allí, donde encontró su vocación, gracias a los buenos oficios de su maestra Margarita Granados quien, además de prepararlo, le consiguió el apoyo necesario para que el Vicario Capitular de la diócesis de Pamplona, monseñor Antonio María Colmenares lo acogiese en su casa y lograra el patrocinio de su tío Francisco Mendoza y de Juan Antonio Carvajal para que fuera aceptado en el Seminario Mayor de esa ciudad, regentado por la comunidad de los Padres Eudistas. A la edad de 21 años recibió la consagración como “cura de almas”, el día de la Virgen, 8 de diciembre de 1894.
A Cúcuta llegó como Vicario de la Parroquia de San José, el 5 de noviembre de 1905 y su principal acción fue la de reconstruir el templo que permanecía en estado deplorable desde el día del terremoto ocurrido treinta años atrás.
Hombre corpulento debido en gran parte al trabajo físico que ejerció durante sus años jóvenes en el agro, fue uno de los atributos que más le ayudó en la dura tarea de imponer su respeto y autoridad. Los cronistas de la época argumentaban que añoraba no haber vivido en el tiempo del fraile Savonarola, Prior del Convento de San Marcos en la Florencia medieval, “para imponer su ley y convertirse, como en efecto lo consiguió, en el jefe de la Iglesia y de la Administración Municipal, cuyos funcionarios nombraba y removía a voluntad y les imponía sus normas de conducta en todos los órdenes, ya fuesen personales, familiares o de cualquier otra índole”.
De la misma manera se decía, que “de haber vivido en tiempos de Isabel la Católica, tal vez hubiera sido o su confesor o por lo menos, secretario de Fray Domingo de Torquemada y el más estricto y eficiente asesor de este impávido, desalmado y memorable personaje”. Pero así como lo elogiaban por sus capacidades físicas o intelectuales, también ponían en duda ciertos saberes, cuando se comentaba, que “en honor a la verdad, no era un hombre de conocimientos enciclopédicos” y que “su biblioteca debía ser muy raquítica”.
En lo personal era un fiel o más exactamente, un fanático cumplidor de sus juramentos, de sus votos y de su palabra. Por consiguiente, “nada de ‘Curindios’ que es como llaman en el Huila a los hijos de cura e india. Era inconmovible en su fe y en sus convicciones políticas, así como de temperamento genéticamente intransigente.
Muchos enemigos se ganó por no querer bautizar infantes que no fuesen fruto de matrimonio católico o por no pertenecer al partido político que capitaneaba este ministro de Dios, razón por la cual, muchos colombianos nacidos de este lado de la frontera debieron ser bautizados como venezolanos en Ureña, San Antonio o San Cristóbal. Pero fuera de estos ‘minúsculos detalles’ es necesario reconocerle que ejercía severa vigilancia sobre su grey y que no escatimaba esfuerzos ni miramientos contra los pecadores, incluidos sus propios copartidarios, como José Rafael Unda, el general Agustín Berti y otros políticos de las brigadas azules, quienes competían en lides donjuanescas y pretendían ejercer el ‘derecho de ‘pernada’ en los dominios de su parroquia.
Don Agustín quien era un hombre afable y de indiscutible simpatía, inteligente, sutil y de una sagacidad profunda, cualidades que le permitían esquivar o por lo menos lidiar las andanadas que muchas veces, le propinaba el padre Mendoza en sus homilías de los domingos. Era don Agustín, senador vitalicio, cuando esa figura aún existía en el ordenamiento político del país y lo más importante, era el presidente de la compañía del Ferrocarril de Cúcuta, una de las empresas más importantes del país, la tercera ferrovía del país, que había entrado en funcionamiento el 30 de junio de 1888, después de los ferrocarriles de Panamá y de Antioquia. Además, propietario de El Casino Berti, establecimiento de rancho y víveres, no casa de juego como lo creen algunos, lugar donde se vendían “los mejores manjares del mundo”, como los quesos holandeses, los dulces abrillantados de España, turrones italianos, chocolates suizos, vinos franceses y los famosos dulces de platico de ‘donde los Berti’.
En el teatro Guzmán Berti, también de su propiedad, se dice que mandó grabar, en el pórtico del escenario aquella memorable frase latina, que todos quienes asistimos algunas veces recordamos y que, al parecer fue una réplica al padre Mendoza, por las constantes amonestaciones contra la exhibición de algunas películas, decía la frase, ‘Canendo et Ridendo Corrigo Mores’, que traducida significa ‘Cantando y Riendo corrijo las Costumbres’.
Quiero aclarar que como era de norma en ese entonces, el teatro tenía su Junta de Censura, con principales y suplentes y como es de suponer, el padre Mendoza era miembro principal en compañía de Jorge Ferrero, Rodolfo Faccini, José Rafael Unda, Elías M. Soto y Andrés B. Fernández. No figuraba, ni siquiera entre los suplentes, don Nicolás Colmenares por la sencilla razón de su filiación política, era liberal.
Para ilustración de mis lectores, transcribiré algunos fallos de esta Junta; “Pueden exhibirse las siguientes películas:… Peces Diminutos en el Mar, Perico el Travieso,… En cuanto a la película, Un Drama en el Fondo del Mar, puede exhibirse, siempre y cuando se supriman las escenas en que hay besos de novios”.
Como los roces entre estos dos personajes eran frecuentes, los fieles asistentes a las misas dominicales estaban siempre atentos a los sucesos de la semana y cuando se presentaban situaciones de discordia entre ambos, era sermón seguro, así que ese domingo la asistencia se multiplicaba, sólo para escucharle la lengua al cura.
En una oportunidad y producto de una discordia, el padre Mendoza comenzó su homilía haciendo alusión a la parábola del sembrador escrita en el evangelio de San Mateo. Cuando menciona que las semillas cayeron entre espinas y éstas las ahogaron, miraba directamente a don Agustín. Más adelante continuó diciendo, “alguien que me escucha” y miraba a don Agustín, “es terreno enmalezado y lleno de espinas que pretende, simultáneamente servir a Dios y dar satisfacción a sus pasiones”. Acabado el sermón y la misa, fue don Agustín a la sacristía y le dijo al religioso: “Padre, estoy verdaderamente conmovido por el sermón tan maravilloso. ¡Qué elocuencia, padre! Goza, su reverencia de ese don que hizo tan irresistible la palabra de otros iluminados y que repercute y conquista la inteligencia y el corazón de quienes la oyeron. Déjeme felicitarlo con toda sinceridad”. No sabemos cómo asimiló el sacerdote estas palabras, sólo se sabe que los ánimos se calmaron, por lo menos durante un tiempo, hasta que algún otro suceso se presentara.
La importancia del padre Mendoza podría llenar páginas enteras, sin embargo no es mi intención extenderme en sus ejecutorias, todas meritorias, entre ellas algunas que ya mencionamos en otras crónicas, como lo fue su participación en la presencia de la comunidad de los Hermanos Cristianos, en la ciudad y su gran contribución a la creación del Colegio del Sagrado Corazón de Jesús. Durante toda su gestión al frente de la Parroquia de San José, se protagonizaron hechos, algunos de ellos escandalosos como el ocurrido el 22 de julio de 1923, cuando los jefes del Partido Liberal solicitaron al gobernador Víctor Julio Cote, el permiso para efectuar un Bazar Liberal en el Parque Colón, con el fin de recaudar fondos para las campañas políticas que se estaban programando. El permiso fue concedido por el mandatario, pero el padre Mendoza, consideró inconveniente la actividad y de inmediato organizó una manifestación en el atrio de la iglesia, con tanta gente que se llenó el Parque Santander. El tumulto se dirigió a las instalaciones de la gobernación, dos cuadras más arriba, a exigir la suspensión de dicho acto. Las directivas liberales, conformadas por los generales Emilio López P. y Leandro Cuberos Niño decidieron abstenerse de realizar el bazar y así resolver el problema, tanto al padre Mendoza como al gobernador.
Otro de los actos bochornosos que causó consternación, no solamente entre la población sino a las autoridades mismas, se suscitó el primero de enero de 1924 cuando anunció ante las autoridades civiles y militares y los fieles que llenaban la iglesia para asistir al Te Deum (que es una plegaria de agradecimiento) que éste no se cantaría y que sería remplazado por un Miserere (una invocación de compasión, que usualmente se acostumbra a rezarle a los difuntos) debido a los constantes y reiterados ‘ataques de la prensa liberal a la religión y sus representantes’. A regañadientes, unos y otros, permanecieron en el templo y entonaron la función litúrgica del Salmo 50, en la práctica, pidiendo perdón por los desafueros que el padre Mendoza consideraba, ofendían a la Religión y a la Iglesia.
A partir de este momento, comienza la decadencia del levita, por cuanto el malestar generado comenzó a generalizarse entre las gentes de las distintas condiciones y sus actuaciones futuras terminarían condenándolo al ostracismo.
Para la divulgación de las actividades de la parroquia, el 8 de diciembre de 1914, el padre Mendoza había organizado un periódico semanario que llamó El Granito de Arena, al parecer, porque no le gustaba la forma cómo los periódicos de la época informaban, especialmente las actividades desarrolladas por él o por la Iglesia en general. Tal vez, lo que más incidió en esta decisión, correspondió a la noticia de la inauguración que se hiciera de la estatua de la heroína Mercedes Ábrego, en el parque que lleva su nombre, el 13 de marzo de 1913 y que se develó el busto con una fervorosa y patriótica oración que fue muy aplaudida por los asistentes y comentada muy favorablemente por los periódicos de la ciudad, en especial por Sagitario, que era el más leído y que muy a su pesar, no gustó al sacerdote. Mientras tanto, otros diarios y semanarios fueron apareciendo, como La Tarde, Comentarios, Sarcasmos, de carácter humorístico salpicado de críticas mordaces a los gobernantes locales y regionales, Bandera Liberal, que solamente duró tres años, pues Sixto Epiménides Sarmiento, su fundador, tuvo que clausurarlo por las presiones del gobierno conservador pero que no se dejó amedrentar y al día siguiente reapareció con el nombre de La Mañana y que vino a constituirse en la causa del desplome de nuestro personaje, el padre Demetrio Mendoza.
La pelea interna en el partido de gobierno auspiciada por Laureano Gómez en contra del presidente Marco Fidel Suárez, tuvo una amplia repercusión en el periódico de don Sixto y que al parecer no le gustaba al padre Mendoza, razón por la cual, La Mañana venía siendo particularmente agredida, desde el púlpito, en los sermones dominicales y desde las columnas de El Granito de Arena.
La Mañana había bautizado, desde hacía algunos días, al padre Mendoza como ‘el Amo de la Parroquia’ y este calificativo no le gustaba en lo más mínimo al sacerdote y para colmo de males, en su edición del 25 de marzo de 1925, decidió publicar una caricatura, que fue la gota que rebozó la copa, pues el padre Mendoza resolvió tomar las vías de hecho para resolver, de una vez por todas, la desagradable situación.
Después de una agitada deliberación interna y de una extensa consulta con los libros sagrados, encontró el camino de la liberación de su espíritu en la epístola de San Pablo a los Efesios, Capítulo 6, v. 10, 13 y organizó la que llamó la Expedición Punitiva. La incursión fue planeada de manera milimétrica por los componentes de su Confederación Obrera de San José, quienes eran sus ‘soldados’ en el resguardo de la religión y que defenderían a su director espiritual a quien los impíos habían convertido en ‘rey de burlas’. Reunidos en su sede de la calle 10 entre avenidas 4 y 5, estaban a unos doscientos metros de la imprenta de La Mañana, ubicada en la calle 10 entre las avenidas 6 y 7.
Uno de los acontecimientos más tristes lo constituyó la noticia doliente y melancólica del deceso del padre Demetrio Mendoza. La nueva se esparció como una gota de aceite que enlutó el espíritu de la ciudad y saturó de angustia el alma de la sociedad, porque el sacerdote se destacó como un hombre combativo, de solvencia moral y trayectoria luminosa por sus brillantes virtudes cívicas y religiosas y por sus plurales atributos éticos que le dieron lucidez al clero y por sus preclaras excelencias de ministro del Señor. Aquejado por una cruel enfermedad de tiempo atrás y recluido en el ancianato a la misma hora de la muerte de Cristo, expiró el sacerdote y de inmediato la gobernación y la alcaldía expidieron sendos decretos honrando la memoria de quien fuera orador brillante y ejemplo de bondad apostólica. Por disposición del alcalde, sus restos fueron trasladados a la iglesia de San José (todavía no era catedral) donde se le rendirán solemnes honras fúnebres, En desarrollo de estas ceremonias concurrirán los grupos corales de música gregoriana, así como los grupos orquestales de la Escuela de Música dirigidos por el maestro Pablo Tarazona Prada.
El párroco de la iglesia de San José, Daniel Jordán, ordenó la inhumación del combativo sacerdote en esa iglesia, en cuya lápida, de color gris pálido, sólo se lee su nombre Demetrio Mendoza. Apóstol de Cúcuta.
El padre Mendoza, como veníamos diciendo, era de carácter fuerte y de posiciones intransigentes, pues tenía la convicción propia de los representantes de Dios en la tierra, en los tiempos en que éstos eran los amos y señores de todo aquello que deambulara por el ancho y amplio mundo conocido de entonces. Baste recordar que, hasta no hace mucho, la Iglesia o mejor el levita, había establecido que en el templo no debían mezclarse, tal vez por inconveniente, hombres y mujeres, pues a los ojos de Dios o mas bien de los hombres, constituía tentación, como aún hoy subsiste en algunas religiones extremistas del mundo.
En la iglesia de San José, hoy elevada a la categoría de catedral, como en todos los templos importantes del cristianismo, su distribución física había sido construida sobre la base de tres naves, cada una con su correspondiente puerta y su altar mayor emplazado hacia el oriente. Es la constante en todas las catedrales de la edad media, que se dice basaron su construcción en el conocimiento que los maestros constructores del templo de Salomón, aplicaron y que posteriormente originó, en las postrimería de la edad media, la aparición de la francmasonería.
Así pues, era la norma que en la iglesia de San José, en los tiempos del padre Demetrio Mendoza, los hombres se situaban en la nave norte y las mujeres del lado sur, muy seguramente para seguir los antiguos consejos de algún jerarca que había establecido coloquialmente aquel dicho que rezaba ‘entre santa y santo, pared de calicanto’. Las señoras y señoritas debían llevar la cabeza cubierta con una mantilla y vestidas con trajes de mangas largas hasta la muñeca y falda hasta el pie o a media pierna, a lo sumo. En las procesiones, iguales recomendaciones debían observarse pues cada uno de los géneros debían ir por la acera correspondiente, separados por el ancho de la calle y por los altos dignatarios del Clero, del Gobierno, de los colegios y del ejército que eran quienes cerraban el desfile.
La figura del padre Mendoza, se antojaba imponente a la vista de sus feligreses. Dicen sus biógrafos que el sacerdote tenía una estatura aproximada de un metro con setenta y cinco centímetros y debía pesar unos ciento diez kilos. Por su vida muelle y sus gustos exquisitos por las finas y delicadas viandas, había ido adquiriendo una cintura exuberante y voluminosa que era aumentada por el ancho cinturón pastoral y la sotana negra distintiva de los sacerdotes de la época, ajustada al cuello, cuidadosamente almidonado y que hacía resaltar su voluminosa papada y su abultado cogote. Así había ido descuidando su silueta que en sus años jóvenes era atlética y robusta, debido a la práctica de las labores que ejercía desde antes de su ingreso al seminario, donde olvidó que el cuidado constante del cuerpo y no solamente de su alma, era sinónimo de salud y de larga existencia, algo que lamentaría en el ocaso de su vida.
Y fue, precisamente por esa razón, que apareció la caricatura que originó la principal desavenencia con sus contradictores, pues, a pesar de tratarse de una viñeta sin mayores críticas, la que pudiéramos decir que representaba la figura del prelado mostrando sus facciones más destacadas, no fue así interpretada por él y que en últimas, generó el pleito que originó la que sería, tal vez, la más grave de sus ofensas.
La caricatura, que no tenía ningún objetivo específico, salvo la de ilustrar el artículo que don Sixto E. Sarmiento había escrito sobre el padre Mendoza, en el que lo califica de ‘amo de la parroquia’ fue dibujada por don Francisco Lacruz de quien se afirma era un agudo, hábil, discreto y ocasional dibujante al que eventualmente le publicaban sus bosquejos, por solicitud del director mismo. Para evitar suspicacias y salvar entuertos firmaba sus dibujos con el seudónimo de Lacroix, traducción al francés de su apellido, que dicho sea de paso, no le quedaba difícil a la poca audiencia del periódico suponer de quién se trataba.
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