PARTE I/II
LA SAGA José Luis Maldonado
(Seudónimo Luis Coronado)
La Cúcuta de Antaño
Fabrica de hilados y tejidos de Don Pedro Felipe Lara, quien
fue un pionero de la industria textil de Colombia. Entre sus empresas se
destacan: Telares Cúcuta que producían driles y mantas, los cuales se
vendían en los Santanderes; Una fábrica de mosaicos y tubos de concretos; La
Central Azucarera de Carrillo y el Acueducto Lara que surtía de agua a
varios barrios de la ciudad.
Nuestra bella Perla del Norte, bien trazada y
reconstruida tras el pavoroso terremoto que la destruyó en 1.875, se convirtió
en ejemplo de urbe y fue pionera del desarrollo industrial y comercial. Cuando
Bogotá tenía tranvía de tracción animal, los cucuteños disfrutaban de su
tranvía con caldera de vapor que se desplazaba desde la estación del tren,
pasaba por el centro comercial y continuaba hasta Rosetal en la salida hacia la
frontera. Don Pedro Felipe Lara había montado su fábrica de textiles antes que costeños
y antioqueños hicieran lo propio. Desde el lejano Chocó se despachaba los
racimos de tagua a la fábrica de botones en Cúcuta y, convertidos en los
apreciados adminículos, se enviaban para cubrir las necesidades de
confeccionistas y comercio. Recordemos cuán lejos estaban los desarrollos de
resinas plásticas que vendrían a reemplazar la tagua, el nácar y las perlas
que, en su orden, constituían los materiales para elaborar botonería. Los
cierres de cremallera y el velcro demorarían años en llegar y, entre tanto, el
cierre de las braguetas era de botón y ojal.
En 1939 estalló la guerra en Europa. No tardó mucho
tiempo para que productos y materiales que se importaban, mayormente de
Alemania, Francia e Italia, desaparecieran del mercado local. La industria
cucuteña se fortaleció y conocimos piezas en hierro fundido y hasta cubiertos
de aluminio muy bien hechos allá por el barrio Carora. La forja también
satisfizo la necesidad de repuestos para el ferrocarril y vehículos en general.
La industria del mueble sorprendía a propios y extraños por su diseño y
acabados. El calzado siempre fue algo muy grande en nuestra ciudad. Se decía
que Cúcuta, con más de cien fabricantes en esa época, calzaba a más de la mitad
de la población venezolana, calculada entonces en 4.6 millones y la de Colombia
llegando a los 10 millones. Cúcuta tenía 60.000 habitantes, confinados en
barrios ubicados dentro de un marco, así: Norte, con la estación del
ferrocarril; Sur con el puente San Rafael: Oriente, con la fábrica de Licores;
Occidente con la Columna de Bolívar. Lejos quedaba Los Patios con el aeropuerto donde Camilo Daza se inició
y donde los muchachos, con mucha arrechera frente a los fuertes vientos, íbamos
a elevar nuestros cometones. La hoy Diagonal Santander eran potreros para
pastar ganado pero, eso sí, los mangos y mamones que abundaban por allí, eran
miel para la muchachada, pese a las garrapatas que sacábamos del paseo.
Cúcuta, la bella perla del norte, llamada también la
ciudad de los almendros después que un diligente alcalde erradicó la
arborización de matarratón, sembrando almendros que, por lo costoso del
permanente barrido de su hojarasca, fueron trocados por otro arbusto, que si
mal no recuerdo, llamaban Panamá y que subsiguientes burgomaestres, optaron por
reemplazar definitivamente con las hermosas acacias que trajeron, y mantienen,
frescura y colorido a la ciudad. La bullente urbe de los años ‘30 y ‘40 se
agitaba con el pabellón rojo del partido liberal; pocos godos había por allí
aunque, eso sí, el Departamento era de mayoría azul. La visita de jefes de
partido y altos funcionarios del gobierno, eran motivo de grandes
movilizaciones y ocasión para que los señores y damas de la clase pudiente,
lucieran sus mejores galas en los salones del club de Tenis, Club de Cazadores,
el hotel Internacional o en las casa-quintas de los notables.
Cúcuta siempre fue una ciudad pulcra, limpias sus
calles y avenidas que se barrían con escobas de ramas. No conocíamos el asfalto
y se empedraban las calles con piedras del río. En sus principales avenidas se
fundían, en concreto, dos líneas o fajas centrales, carriles para los
vehículos. La reparación y desyerbado de las calles era labor acometida por los
reclusos de la penitenciaría, bajo el celo vigilante de guardas con fusil, apostados
en las esquinas circundantes. Vecinos al lugar prodigaban jarras con agua fría
para saciar la sed de aquellos vergonzantes.
Cuando la municipalidad emitía Decretos o
Resoluciones, su publicación se efectuaba mediante Bandos a cargo de un
funcionario que los pregonaba en alta voz, previa convocatoria a golpe de
tambor, ejecutada por cuatro agentes de la banda de la Policía municipal.
Seguidamente se pegaba sobre la cartelera, con engrudo de almidón de yuca, el
oficio correspondiente. El grupo se desplazaba a cubrir el periplo de las
cuatro esquinas de la plaza principal.
La mayor diversión en esos años lo constituía el cine
y las salas de entonces se circunscribían al Guzmán Berti y al Santander, los
principales, con balcón y platea a precio de 10 a 20 centavos según el
programa. Los domingos había función matinal para los muchachos, generalmente
series de 25 o 31 rollos que despertaban grandes emociones con Flash Gordon,
Fu-Manchú, El Llanero solitario, Tarzán. La admisión era de 5 centavos, lo que
costaba el periódico llegado de la capital con dos o más días de retraso, según
el estado de la carretera (Cúcuta-Pamplona-Chitagá-Málaga-Duitama-Bogotá).
Compañías de Teatro y Circos, llegaban de vez en
cuando a la ciudad. Las primeras se presentaban en las salas de teatro y, desde
luego, eran la apetencia de los mayores. Los circos armaban su carpa en la
Plazuela Libertador o en campo raso por la zona de Rosetal. También se
organizaban corridas de toros en plaza de varas y palcos que se armaba en la
plazuela Libertador, hasta que se construyó allí el Palacio Nacional. En las
corridas no podía faltar nuestro torero Chucho Lara, espigado varón que vivía
allá por la calle 13, cerca de una tienda de esquina conocida como La Fortuna.
Chucho fue progenitor de otra gloria de la torería cucuteña, Paco, o Curro
Lara, de alternativa en España.
Glorieta del Parque Santander torre de la catedral San José.
Década del 40.
La Banda departamental, dirigida por el maestro Otero,
ofrecía conciertos musicales de mucha amenidad y celebrada aceptación por
centenares de familias que concurrían dominicalmente, al anochecer, en el
parque Santander. Los músicos tenían una hermosa terraza para su interpretación
y los asistentes seguían los acordes musicales caminando, al derredor del
parque, bajo la suave brisa de la noche y el aroma de los mangos en flor. Al
frente, sobre la calle diez, estaban los cafés, salones para deleitarse con
helados de mantecado de leche y chocolate; jugos de zapote, de tamarindo,
limonada y otras delicias en biscochuelos o comidas. El Salón Blanco de don
Miguel Saikali en la esquina nor-occidental del parque, famoso por sus
confituras, vinos y licores, sibaritismos que aunque en tiempos de guerra
mundial, no faltaban para quien los pudiera pagar.
El béisbol era pasión en esos años y se jugaba más que
el fútbol. Había equipos de la pelota caliente que se medían de igual a igual
con novenas venezolanas y cabe destacar el furor que causaban los encuentros
entre Cervecería Nueva de Cúcuta y Cervecería Zulia de Maracaibo. El básquet
era también deporte muy atractivo y casi obligado ejercicio en escuelas y
colegios. Las niñas no se quedaban atrás y los encuentros intercolegiales
congregaban multitudes. El Tenis, obligado juego para la élite en sus clubes.
Los naipes y el dominó para mayores y, casi siempre, la botella del Hennesy
allí presente.
Runcho ó
Zumbador
Los muchachos practicábamos juegos casi todo el año,
dividido en temporadas que nos llevaban del runcho zumbador (botón de tagua
para los pequeños) hecho de tapa de cerveza aplastada por las ruedas del tren,
afilada, perforada y montada en piola doble, accionada por los dedos corazón de
las manos, se convertía en peligroso reto entre galladas de escuelas y barrios.
Seguía la temporada del trompo en que se demostraba la habilidad en la lanzada
y recogida del juguetico de cuerpo torneado de madera y herrón de hierro, con
castigo al perdedor con hachazo a su trompo. Venía luego la temporada de las
metras (canicas) de cristal; La habilidad del jugador se medía por sus
bolsillos repletos de las bolitas conseguidas en franca lid mediante certeros
disparos propinados con los dedos pulgares e índice. Con los vientos de agosto,
en el cielo límpido y azul de nuestro terruño se confundía el vuelo de los
zamuros con el de las cometas multicolores, hechas de verada y papel vejiga,
las pequeñas y de papel de paca del azúcar las mayores. Se adornaban con
bufadores que el viento estremecía y causaban ruido de tamborileo que llegaba
desde las alturas. A las colas hechas de cintillas de trapo viejo,
especialmente en las cometas grandes, se les colocaba, entrecruzadas, medias
hojillas de cuchillas de afeitar de la época y, mediante avezados movimientos
de mando con la cuerda, la cometa corcoveaba y su cola ondulante se sobreponía
a la cuerda más cercana y la cercenaba, ocasionando su caída y pérdida, amén de
la furrusca que armaba el infeliz perdedor. Al ceder los vientos, desaparecían
del cielo las cometas, mas no aquellas que cual mudo testigo, quedaban
engarzadas en las cuerdas de la energía, girando locamente en agonía, por
muchas lunas subsiguientes.
Llegaba la época de las cocas (baleros) y en las
esquinas del barrio y en el patio de la escuela, el enchoclar de las piezas,
despertaba la atención de vecinos y compañeros, en el juego. Como en los
trompos, las cocas también provenían de artesanos del torno de madera,
mayormente de Pamplona, a las que se les conocía por el colorido, franjas
verdes, rojas, azules y amarillas, que daban a sus obras.
Motivo de verdadero orgullo para algunos de nosotros,
era confeccionar nuestras propias cocas utilizando aisladores de porcelana
blanca (utilizados en los postes de la energía para aislar los alambres
conductores) a los que cubríamos un extremo con neme o cera de abejas y sobre esta,
incrustadas, pepas de chochas roji-negras, materiales estos, las chochas, que
nos propiciábamos haciendo paseo al río para conseguirlas en sus vegas y
matorrales.
Hasta antes de la segunda guerra mundial, la
juguetería y adornos llegaban de Europa, los finos y costosos. De Japón los
ordinarios y de bajo precio. Las bicicletas americanas eran el sueño de los
jóvenes; pesadas, con boceles, timbre, luces y llantas blancas. Pero eso era
para niños ricos como Virgilio Barco el hijo de don Jorge, que iba en ella a su
colegio, los Hermanos cristianos, allá arriba por la avenida cuarta. Yo también
estudiaba en la avenida cuarta pero en Gremios Unidos, un plantel oficial y no
costaba nada, ni matrícula ni mensualidad. Pero, ay, que señor colegio, que
calidad de su profesorado, empezando por su director el Profesor Barajas, el
catire, siempre vestido de lino blanco, serio, exigente. Los profesores Prada,
Montaño, Mantilla, entre otros, verdaderos apóstoles. Las faltas se castigaban
con reglazo a la hora de salida en la tarde y en formación total del
estudiantado. Faltas leves, un reglazo en la palma de la mano que quisiera el
alumno. Más graves, dos, uno en cada mano. Había la conseja de colocar dos
pestañas en cruz, pegadas con saliva sobre la palma de la mano a ser castigada
y que eso haría no sentir dolor alguno. Casi me quedo sin mi atractivo ciliar y
juro que siempre sentí el golpe y la calentura que propicia el castigo.
Había ocasiones muy especiales en el colegio, para
celebrar durante el transcurso del año. Una de ellas era el “Día de la Madre”,
tercer domingo de mayo, en que todos los alumnos acudíamos con nuestra familia
y, en el salón de actos, se celebraban ritos en honor y loor a las
progenitoras. Los niños con madre viva llevaban botón de rosa roja en la solapa
del saco y rosa blanca aquellos huérfanos de madre. Justamente, en uno de esos
años, un niño que había perdido a su mamá, recitó un poema elegía a la madre e
hizo llorar a toda la audiencia. En adelante, ese chico siempre tuvo el
remoquete de “El huerfanito”. Los regalos a la mamá se entregaban allí, en la
reunión, con el aplauso de la concurrencia. Generalmente mi regalo a mamá
consistía en una caja de mota Soir de París (Polvo de arroz para la cara), de
gran aceptación y contento para ella. Después de la reunión era costumbre subir
por la avenida quinta a la casa de Pachita, famosa pastelera, a comer pasteles
de harina y chicha (masato de harina de maíz) verdadero deleite a nuestro
insaciable paladar. Años después, por la misma fecha y ocasión, el botón de
rosa ensartado en mi solapa era blanco y la canción que tarareaba fue un tango
que rezaba: “mi madre murió y todo acabó para mí/ soy hoja desprendida de un
árbol otoñal/ soy escarcha perdida que arrastra el vendaval..”
Familias Notables
La sociedad cucuteña vivía y respiraba en paz. Las
familias más pudientes, contadas con los dedos de las manos y quizá sobrando
dedos; traigo a mi memoria a los Barco, don Jorge que heredó del Coronel don
Virgilio Barco la concesión petrolera en Petrolea, Catatumbo y la Cervecería
nueva de Cúcuta, entre otros bienes. Los Abbo; Don Pedro Felipe Lara, Tejidos;
Don Rudesindo Soto, Haciendas; Los Duplat, Electricidad del Norte; Los Pérez
Hernández, Transportes y Gasolineras; Los Cogollo, Ferreteros, importadores de maquinaria
y equipos. Estas familias amén de prodigar empleo a miles de personas,
contribuían a obras sociales y sostenían, con mucha discreción, a familias
necesitadas que periódicamente recibían sus mesadas en dinero o en especie.
Colegio Sagrado de Jesús ubicado
en la Quinta Teresa. Década del 40. Av. 4ª entre Calles 15 y 16.
Sus hijos recibían esmerada educación en colegios
privados conducidos por los Hermanos cristianos, para los varones y las
religiosas del Santa Teresita, para las niñas. Los internados para educación
superior se ubicaban en Pamplona. Para la universidad, esta élite acudía a
Bogotá o al exterior.
Otro grupo de nivel medio-alto lo constituía un núcleo
de familias ejemplares, dedicadas con mucho tesón a las actividades comerciales
e industriales. Aquí estaban inmigrantes como los Abrahim, los Musa Brahim, los
Cristo, llegados del oriente medio, ex colonias de Turquía como Líbano, Siria y
Palestina. Alemanes como los Schumacher, los Salka; Venezolanos, muchos y, por
razones que tocaremos más adelante, los consideramos siempre como propios y así
se sintieron siempre, de la familia.
Los cucuteños raizales, con tres, cuatro y más
generaciones que los antecedieron, siempre fueron corazón abierto para con
aquellos que llegaban a la ciudad para quedarse y contribuir a su grandeza y
desarrollo. Vuelve mi memoria a recordar nombres y facciones y hasta hechos
que, aún de poca significación, quedaron grabados en la memoria del niño.
Los García-Herreros, educadores; Los Santander,
herederos sin fortuna de nuestro Hombre de las leyes. Don Nicolás Colmenares,
gran trabajador y forjador de empresas, formó un hogar con la bella y dulce
hermana de don Azís Abrahim, vidriero y marquetero de óptima reputación; don
Benito Castro, farmacéutico y boticario como don Samuel Estrada, don Víctor
Ruiz, don Numa Guerrero, Los Eslava, Los Navarro, Los Ayala y, muchos otros con
sendas boticas y farmacias, siempre generosos con el enfermo menesteroso y a
quienes evoco con devoción y afecto, dado que fueron inspiración y guía en mi
formación profesional en años subsiguientes.
Don Daniel Durán, fue farmacéutico y boticario. Su
prestigio y virtudes, amén de su lealtad y fervor liberales, le condujeron a la
Gobernación del Departamento. Su hermana, doña Matilde, casose con don Luis
Arámbula y de esa feliz unión vinieron Marcos y Alfonso (militares de alto
rango), Enrique, notable hombre de leyes, Fernando, industrial y gran
taurófilo, Carmen Sofía, Elvia, Delfina, Margarita y Beatriz, familia insigne,
todos ellos, los Arámbula Durán que, en ciertos momentos de mi niñez y
orfandad, supieron brindarme generoso abrigo en su hogar y lecciones de moral
que guardo en mi corazón.
Sería injusto dejar de mencionar otros nombres de
familias, todas ellas notables y dedicadas con mucho tesón a sus respectivas
ocupaciones, ejemplos de honestidad, fieles a sus creencias y aunadas en el
amor a su terruño. Pese a mi corta edad, en esos años ’40, evoco
atropelladamente apellidos que, ojalá, persistan aún aferrados a la urbe y no
hayan engrosado la migración a otros lares. Pacheco, Vergel, Prada, Cacua,
García, Useche, Faccini, Soto, París, Ballesteros, Gelvis, Orozco, Morales,
Ontiveros, Galvis, Mansilla, Caputto, Gómez, Cárdenas, Hernández, Belloso,
Fernández, Osorio, Yáñez, Contreras, Sayago, Donadío, Núñez, Soto, Villamizar,
Vera, Jaimes, Mora, Niño, Pabón, Cuberos, Gonzáles, Díaz, Jácome, Lázaro,
Potes, y muchos más que se escapan a mi memoria, familias a quienes presento
mis más rendidas excusas por la omisión.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
Que bueno que se hubiese seguido con ese empuje. Desafortunadamente el ser frontera hizo que la economía no fuera propia sino que dependiera del comercio con el vecino país. Ha hecho falta ayuda del gobierno para crear empresas y volver a la Cúcuta de antes.
ResponderEliminarGracias por compartir lo que somos, a través de la historia.
ResponderEliminarComparto con Ustedes la marca "Tochadas de mi Pueblo" como un agradecimiento a mi tierra por ser un hijo más. Promuevo lo nuestro y lo que producimos como certeza que somos una raza bravía y emprendedora. Cualquier aporte de nuestra cultura e historia se las recibo con mucho aprecio. Me pueden seguir por redes sociales en @tochadasdemipueblo
Mora...ahora propietarios de la hacienda carrillo, azucarera y se destino el primer ron ..ron Carrillo, hubo una batalla del llano de Carrillo por el Santander..orgullosos norte santandereanos!!
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