José Luis Maldonado (Seudónimo Luis
Coronado) La Saga
Mi familia –mamá, tíos, tías y la abuela- había
migrado de Venezuela a Cúcuta, cuando los esbirros del dictador Juan Vicente
Gómez habían asesinado al abuelo, militar acusado de conspirar contra el
tirano. En Colombia se vivían y veían, grandes transformaciones con el
advenimiento de la República Liberal. Especialmente en la educación, los niños
que asistíamos a la escuela pública, recibíamos una educación muy personalizada
de maestros con verdadera vocación. Allí se empezaba en la primaria.
En aquellos años no existían los llamados jardines,
pre-kinder o kinder. Había ancianas profesoras, un poco cascarrabias,
instaladas en sus propias casas, que aceptaban grupos de seis a doce niños
entre los 4 y 6 años para iniciarlos en el conocimiento de los números, letras
y palabras. Mi mamá me encomendó a una viejita regañona que había habilitado un
saloncito a la calle, diagonal a la iglesia de San Antonio. Hube de llevar mi
propia banquetita y pizarra con su lápiz de grafito. Ella, la profesora,
manejaba con habilidad perversa una veradita que, cual látigo, castigaba el
lóbulo de nuestras orejas ante errada respuesta o distracción. No la aguanté y
berreé con tal fuerza en mi casa hasta que aceptaron no volviera donde la bruja
feroz. Lamento hasta hoy haber abandonado allí la banquetita que con mucho
cariño me la hizo mi tío Luis Eduardo.
Justamente por él, mi tío Luis Eduardo, trabajador en
el Ferrocarril de Cúcuta, me consiguieron cupo en la escuela El Callejón para
iniciar mi primaria. Las clases eran en la mañana, 7 a 11 y en la tarde, 2 a 5.
Los muchachos que vivíamos al sur, osadamente nos colinchábamos del tren que
salía de la estación en la calle 1ª con la Avda. 6ª hacia la calle 12 con Avda.
5ª, dónde cargaba el café que don Tito Abbo exportaba a Europa. El Ferrocarril
iba a Puerto Santander desde dónde, a través del río Catatumbo, se accedía al
Lago de Maracaibo y desde la capital zuliana, los grandes buques cargueros
llevaban el rico grano que producían las haciendas de Táchira y Norte de
Santander. Al regreso, el Ferrocarril traía mercancías y materias primas que
alimentaban la industria y el comercio de nuestras regiones. El propio don Tito
Abbo, de baja estura, gordito, altruista, siempre de blanco hasta los pies
vestido, era el propietario del grande y lujoso Almacén Abbo de la calle 12 con
Avda. 5ª. (Años más tarde adquirido por almacenes Ley).
Después de cursar mi primer año de primaria en la
escuela El Callejón, fui inscrito en La Central, prestigioso plantel educativo
localizado en la avenida quinta, media cuadra al norte del parque Santander.
Corría el año 40 del siglo XX y en el mes de mayo se conmemoraría el primer
centenario de la muerte de nuestro preclaro Hombre de las Leyes, General
Francisco de Paula Santander. Para honrar tan significativa fecha se
inauguraría el nuevo Palacio Nacional, hermosa edificación levantada en la
antigua plazuela del libertador. Al acto concurrieron el doctor Eduardo Santos
Montejo y el general Isaías Medina Angarita, presidentes de Colombia y de
Venezuela, respectivamente. Todos los planteles educativos de la ciudad se
hicieron presentes en el lugar, en ordenada formación desde las once horas de
la mañana de ese 6 de mayo de 1.940, para un acto que solo se cumplió entre las
dos y las cuatro de la tarde. El inclemente sol canicular, la sed y el
cansancio, ocasionaron unos cuantos desmayos entre la muchachada que debimos
soportar, con verdadero estoicismo, tan dura prueba. Al romper filas, un
nauseabundo olor úrico y algo de fecal, fue testimonio de la incontinencia de
unos cuantos muchos, yo entre ellos, que no pudimos contener la necesidad
mingitoria.
Cerca de la fábrica de licores quedaba la plazuela
Santander y allí nos llevaban de las escuelas a practicar deporte y, dos veces
al año, recibir útiles escolares y equipos deportivos que la generosidad del
Gobierno en Bogotá nos enviaba. Los cuadernos, en blanco para dibujo, rayados
para escritura, cuadriculados para las matemáticas, tenían carátula en papel
kraft esmaltado e impresa por sus caras internas con las tablas de multiplicar
y las estrofas del himno nacional, respectivamente.
Había mucho énfasis en materias tales como Cívica,
Historia Patria, Historia Universal, Escritura y Ortografía, amén de la
Aritmética. No había clases de religión específicas. Nos daban música y canto a
cargo del maestro Otero a cuya familia se les daba el remoquete de Cantabonito.
Una vez por semana nos llevaban a la Granja escolar, allá por los lados de El
Nisperal, donde más tarde se construiría el Barrio Colpet. En la granja
picábamos tierra, sembrábamos legumbres, regábamos y colectábamos. La felicidad
llegaba con el baño en el pozo correntonal ahí, en el Pamplonita. Evoco las dos
veces que el profesor me sacó casi ahogado por dármelas de Johnny Weissmuller,
nuestro héroe peliculero en la serie de Tarzán.
Al año siguiente, logré cupo para cursar tercero de
primaria, con el profesor Montaño, en el Gremios Unidos. Había algunos
muchachos un tanto belicosos que formaban clanes y erigían sus jefes, exigiendo
la sumisión y lealtad a sus adictos. Recuerdo a un chico de apellido González
que demandaba mi adhesión a su grupo pero yo lo esquivaba y, de igual manera,
Zambrano el de cachetes colorados, venido de Pamplona, me urgía para su clan.
La negativa se pagaba con actos hostiles, tales como causar un daño con el
balón a la hora del recreo y achacarme, con sostenida vehemencia, la
culpabilidad del hecho, lo que conducía al inefable par de reglazos frente a
todo el plantel en formación. El cuarto año lo dirigía el profesor Prada,
sub-director de la institución y hombre de gran vocación, severo y exigente
pero ecuánime a la hora de los juzgamientos.
El quinto, ay, Señor!, llegar allí causó a muchos
tembladera en sus extremidades, sudor copioso en el cuerpo y una que otra
diarrea colicuativa. Y, a los que no sintieron esos miedos, por lo menos se les
notaba la sonrisita burlona, pero nerviosa. Era que ahí se llegaba al santuario
y territorio muy bien ganado del señor Director, el temido Profesor Barajas,
hombre de gran valía y vocación docente que siempre supo inculcar conciencia
ciudadana en jóvenes promesas, para un país que los ansiaba para su progreso y
desarrollo.
No Robarás y No apostarás
La escuela organizó un paseo a La Grita, un lugar
desde el cual, según decían, se podía observar a lo lejos el lago de Maracaibo…
La inscripción costaba veinte centavos y esto incluía el transporte,
alimentación y refrigerios; en mi casa dijeron NO y punto. Siempre había el
temor a las desgracias que no faltan en estos paseos. Pero yo quería ir y
hábilmente sustraje los dos reales desde el secretero que mi mamá tenía bajo el
tope de cobre de la cabecera de su cama. Al regreso de la escuela, muy
contento, les dije emocionado que mis buenas notas me habían hecho merecedor al
premio de mi inclusión al paseo proyectado para ese fin de semana. Pero mi mamá
no era de las que tragaban el cuento y, calladamente, se presentó a la escuela
para indagar, con el profesor Hernández, la verdad de mi versión. Yo alcancé a
verla allí y su mirada y su gesto, fueron suficiente para anticiparme la pela
que me aguardaba al regresar a casa. Pero, no, no hubo pela. Si me quemó la
mano, colocándomela sobre las ardientes brasas de la estufa. Bendito castigo
que me abrió los ojos y la mente sobre el verdadero sentido de la sentencia “No
robarás” y que me ha servido en la vida para, jamás de los jamases, tomar algo
material de lo ajeno.
Unos años atrás había recibido merecida fuetera en
razón a que, mi mamá me envió a comprar una libra de sal que costaba dos
centavos y para el mandado me dio una moneda de “medio”; regresando ya con la
sal y los tres centavos del vuelto, me salió al paso un muchacho del
vecindario, invitándome a jugar una puya al “mayor ladrillo”, jueguito
consistente en colocar un centavo sobre la uña del pulgar y dispararla a la
pared que la devolvía al piso, sobre las baldosas de ladrillo. El contrincante
hace lo mismo y el que coloque su moneda más al centro de la baldosa, este es
el mayor ladrillo y es ganador.
Yo era bueno para este pasatiempo y aquel día ya iba
ganando como tres puyitas y la ambición, unida a mi confianza, me instaban a
continuar pero el hada de la fortuna me abandonó y cinco consecutivas veces mi
monedita quedaba en la juntura de las baldosas. Osadamente recogí las dos
monedas y emprendí carrera, no hacia mi casa sino en contrario, zigzagueando
dos manzanas para despistar al retador y cuando ya lo creía perdido, me
encaminé hacia mi casa y, helo ahí, el muérgano nunca me persiguió, el conocía
mi casa y a ese momento ya se había quejado a mi mamá.
Ella me aferró el
brazo, tomó las monedas, se las tiró al hijuepuerca timador y pa’dentro, donde
ya mi acuciosa hermanita le alcanzaba el perrero de tres sogas en trenza que se
marcaría en nalgas y piernas de mi anatomía. Mi madre me espetaba: Aprenda que
el jugar con plata es un vicio que solo lleva a la perdición”. Y nunca volví a
poner monedas en juego alguno, ni siquiera en casinos que, solo por curiosidad,
he visitado en remotos lugares. Otras reprimendas y cuerizas, en mi casa,
obedecieron a castigo por peleas callejeras, palabrotas, descuidos con la
ropita y el calzado pero nunca jamás por actos delictuosos. Así se aprendía la
ética, en el hogar.
Mi Primer Empleo
En las vacaciones del segundo año de mi primaria, un
día vi un cartel dónde, escrito en tiza sobre el hule negro, se ofrecía trabajo
para muchacho en una botica de la avenida sexta. La paga, veinte centavos
diarios; la labor, lavar frascos. Pasé el ligero examen y el propósito
manifiesto de ayudar a mi mamá, convencieron a la señorita Delfina para darme
el trabajo, sujeto a cumplir mi horario de estudio. Recordemos que eran tiempos
de la segunda guerra mundial y por lo tanto necesidad de reciclar los envases.
En los hogares se guardaban el vidrio, el papel periódico, los empaques de
madera, etc., y todo aquello se revendía para el beneficio económico del hogar.
En la botica se compraban todos los envases de vidrio que sirvieran para su uso
farmacéutico.
Yo los colocaba en un tanque de cemento y los ahogaba
en soda cáustica y agua para aflojar el mugre y la grasa. Al día siguiente,
churrusco y jabón de tierra y enjuague en agua limpia. Al secarse, otro
enjuague pero con alcohol y almacenamiento en cajones adecuados. En pocos días
me hice todo un maestro en estas operaciones y mis patrones muy satisfechos,
pero no en mi casa. Mis manos estaban laceradas por el contacto con la fuerte
causticidad. Pañitos de árnica y sobas con sábila, fueron eficaz panacea para
devolver la tersura a mis extremidades superiores.
Curioso, la botica no era solo negocio de farmacia. Al
interior del local funcionaba una imprenta y allí se imprimían, mayormente,
tarjetas conmemorativas para bautizos, cumpleaños, primeras comuniones,
matrimonios, defunciones y otros. Yo, de metido, aprendí a “componer”, montar e
imprimir en las prensas manuales. Lo pesado y fastidioso, era el devolver los
tipos de plomo a sus respectivas casillas, porque al término de la impresión,
al bajar las planchas, se formaban unas “empasteladas” del carajo. Mi maestro,
don Gustavo Santander, orgulloso de su apellido ancestral, supo enseñarme
trucos y detalles de tan interesante arte. Pronto hice galas en altos relieves
(colofonia) y dorados y plateados en la impresión; repujados y dobleces.
Aprendí de fuentes, tamaños, redacción, corrección gramatical, altas y bajas,
etc. Pero me inclinaba más hacia el aspecto farmacéutico del negocio y gané la
confianza y afecto del Regente farmaceuta, encargado del recetario -composición
de las fórmulas magistrales ordenadas por los médicos- . Era todavía la época
en que los doctores en medicina formulaban a sus pacientes recetas que debían
ser procesadas en la farmacia. Jarabes para la tos, Tónicos reconstituyentes, Colagogos
y otros, se prescribían como “cucharadas”. Sedantes y calmantes, como “gotas”.
Se ordenaban mezclas de substancias en polvo que se empacaban en capsulas de
gelatina u obleas. Otras formulaciones en polvo se dosificaban en “papeletas”.
Pomadas con base de vaselina y lanolina, “Ungüentos”. Composiciones para uso
vaginal o rectal, “Óvulos” / “Supositorios”.
Muy pronto me impregné de conocimiento sobre
magistrales, genéricos, galénicos, oficinales y a sacar partido de estos
hallazgos.
Sorprendí a mi familia y amistades con los petardos,
volcanes, buscaniguas y voladores que les hice con la pólvora que me vieron
hacer, mezclando polvo de carbón de palo con azufre y clorato de potasio. Por
la peligrosidad del producto, mi mamá me hizo prometerle no incurrir en
aventuras pirotécnicas. Entonces organicé un fogón en un costado del patio de
la casa para fundir, al baño maría, vaselina y adición de cristales de mentol,
alcanfor y aceite de eucaliptos, un poco de pigmento rojo y, listo! El
menjurje, vaciado en latas de cuarto y media onza, prodigaba ya frio, los
efectos cálidos del rubefaciente que supliría la ausencia del mentolado más
vendido en aquella época, el ungüento Menthol Davis. La etiqueta circular que
identificaba mi producto, rezaba Ungüento Rojo al Mentol. Paqueticos de ½
docena los vendía a las tiendas esquineras de barrios y pueblos cercanos a
veinte y cuarenta centavos. Ellos las detallaban a medio, la de ¼ de onza y a
real, la de ½ onza. Nadie se quejó de mi producto y las ventas se incrementaban semana a semana. Adicioné mi
portafolio de productos con tinturas de Yodo, de Árnica, de Valeriana y de
Ruibarbo, oficinales de buena demanda que se detallaban a un real. Yo aprendí
las fórmulas, viéndolas fabricar en la botica y en la farmacopea que leía en la
Biblioteca Departamental. Compraba las materias primas en la botica Cogollo que
tenía precios de mayorista. Los corchos los bañaba en petrolato fundido. No se
usaban tapas de rosca. Las etiquetas identificaban el producto y señalaban al
fabricante como “Laboratorio Inglés”. Por supuesto, seguía con mis estudios,
trabajaba medio tiempo en la botica y en mi cocina inglesa por la noche y fines
de semana. Ya iba a cumplir mis diez años. Mis ganancias servían a los gastos
de mi mamá y mi hermana. Yo me compraba un pantaloncito de dril por ochenta
centavos -ocho reales- y una camisa de algodón, cuatro reales. Usaba alpargatas
de suela de cuero y tejido de algodón.
Los muchachos usábamos pantalón corto hasta los quince
años. No conocíamos los jeans, pero si los overoles, pantalón corto con pechera
y correa de la misma tela para hombros y espalda. Las niñas, asimismo, solo
hasta cumplir los quince años estrenarían taconcito alto y medias largas con
vena. El corte de cabello para los muchachos era tusados pero con pollina
frontal. La causa, los piojos. El remedio contra los molestos acáridos, era el
“polvo Juan”, nada menos que un compuesto mercurial para mezclar con aceite de
almendras y aplicar sobre el cuero cabelludo. La misma sustancia, mezclada con
vaselina se le llamaba “ungüento Soldado” y se formulaba para matar las
ladillas, comunes en la soldadesca visitante de prostíbulos.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario