Gerardo Raynaud D.
En otros tiempos, cuando la actividad periodística no
se había profesionalizado, era frecuente
que se presentaran situaciones incómodas, tanto entre periodistas como
entre estos y su público, fueran estos oyentes o lectores.
A mediados de siglo, también se presentaba este tipo
de eventos, afortunadamente con desenlaces agraciados, la mayoría de las veces,
no como en estos tiempos donde los resultados no son tan providenciales.
Aún
recuerdo la ocasión en que algo similar le aconteció a mi padre por esa misma
época, cuando los controles a los medios eran laxos o inexistentes y por lo
general, operaba solamente el régimen de censura, más orientada a la
divulgación de opiniones y noticias políticas o que fueran contra la moral y
las buenas costumbres (las de esa época, que eran las impuestas por el clero).
Pues bien, un día, a un periodista muy prestigioso le
dio por despotricar de mi progenitor y éste, ni corto ni perezoso se fue a
enfrentarlo en su propia emisora; luego de unos intercambios verbales y físicos
y la intervención de amistades de uno y otro lado, terminaron siendo amigos,
muy amigos, después de aclarar los malos entendidos.
Luego de esta corta introducción, me remito al tema
del encabezado. Como venía diciendo, en ciertos períodos se despiertan más las
tensiones y los sentimientos encontrados y afloran las pasiones, especialmente
cuando se hace en defensa de lo que se cree es propio.
A veces son celos profesionales y otras, envidias o
inquinas que se manifiestan al calor de los acontecimientos y se generan las
desavenencias que llevan a enfrentamientos inútiles y pérdidas inocultables e
irrecuperables.
En ese tiempo, la cárcel municipal era destino común para
cualquier transgresión, fuera ésta negarse a casarse con su prometida por
haberse comido el ponqué antes de tiempo o haber cometido el crimen más
espeluznante.
A mediados del siglo pasado, en el 53 puntualmente, se
dieron casos muy publicitados, de pugilato
entre periodistas, no de cualesquiera, sino de los más reconocidos y
encumbrados; veamos cómo se sucedieron los hechos. Paso a contarles los hechos que conmocionaron a la
opinión pública y que ameritó la intervención de las más altas
autoridades.
Érase un domingo de fútbol
en el estadio Santander, se enfrentaba con el equipo local, el Magdalena,
nótese que utilizo el léxico propio de la época, para que no haya confusiones
con la terminología actual.
Estaban en sus respectivos puestos de transmisión los
conocidos y populares locutores deportivos Julio Palacios Pérez y Bernardo
Ramírez Pineda y de un momento a otro, los ánimos se exaltaron debido a las
incidencias del encuentro futbolero y ambos se fueron a las manos.
Resultado,
luego de la intervención policiaca, una nariz rota, la de Julio y un detenido,
primero en el Permanente Central y luego
remitido a la famosa cárcel municipal, por agresión y lesiones personales, uno en representación de la Voz del Norte y
el otro por la recién iniciada Radio Guaimaral.
Claro que las
cosas no se sucedieron tan pacíficamente como parecieran, pues cada uno tenía
su ‘hinchada’ y como sucede y pasa en estos casos donde la chispa enciende los
alborotos, los seguidores de cada locutor, al igual que con los hinchas de los
equipos, se dieron a la tarea de arrasar con todo lo que encontraran a su paso
y lo que encontraron fue la camioneta del locutor y fotógrafo Bernardo Ramírez,
la que apedrearon y además lanzaron epítetos canallescos contra su propietario,
hasta que fueron dispersados por la policía.
Ya anochecía, cuando intervino el
alcalde Numa Pompilio quien ordenó la libertad inmediata del locutor detenido y
citó a los involucrados al despacho del secretario de gobierno, así como a los
representantes de las emisoras para que conciliaran y limaran las asperezas
aparecidas en ese desdichado suceso.
Parece que la controversia no se alcanzó a solucionar
‘por las buenas’, pues las protestas continuaron al día siguiente, no solamente
por el hecho mismo de haber sido detenido un periodista cuyo radio-periódico,
Radio Deportes, era uno de los de mayor sintonía, sino también se involucró al
alcalde por el presunto abuso de autoridad, al ordenar personalmente, la
liberación de manera inmediata del detenido.
Todo se aclaró definitivamente, para el alcalde, cuando
se demostró que sus facultades y atribuciones, como jefe superior de la policía
en su jurisdicción, le daban la potestad de abocar el conocimiento de cualquier
caso de policía.
Sin embargo, la atención se desvió hacia el gremio de
los medios, pues el caso suscitó toda clase de argumentaciones jurídicas y
profesionales, toda vez que calificaban el hecho como ‘un caso barato de
policía’.
Los periodistas se preguntaban perplejos ¿cómo se
resuelven las desavenencias y desacuerdos dos periodistas jóvenes, inteligentes
y señores? ¿Por qué se habían ido a las manos y si no habría otro camino por
trajinar? ¿Y si habían sido tan graves las causas que originaron la disputa y
tan profundas las heridas que no pudieran restañarse con el buen sentido, la
cordialidad y la intervención de los amigos de uno y otro?
Todos sus colegas
les aconsejaron, “dense las manos y unas palmaditas en el hombro, pues la vida
es para vivirla y no para hacer de ella una tragedia”.
Sin embargo, la
reconciliación no fue tan fácil como se esperaba, pues adicionalmente a la
posición de unos que propugnaban por el arreglo amigable, los demás se habían
enfrascado en otra discusión, bizantina por cierto, sobre quién y por qué se habría iniciado el
pugilato.
Se argumentaba que la provocación se había tornado recíproca, pues
ambos se habían ofendido de palabra y de hecho, por lo tanto, que debía haberse
sancionado a los dos contrincantes y no a uno solo, quien como se dijo
anteriormente, fue a parar a la cárcel, acto que sólo merecía sanción o amonestación,
al decir de los interesados.
Por otra parte,
los mayores perjudicados fueron los oyentes y seguidores del radio-periódico de
Bernardo Ramírez Pineda, que decían que era serio, ameno, interesante y bien
informado y quienes proclamaron su orfandad en que los había dejado, el bien
servido órgano radial.
Qué culpa tiene Cúcuta, decían, en sus pequeños
conflictos, para que salga del aire Radio Deportes, uno de los más
sintonizados, de los mejores dirigidos y de los mejor conformados.
Al fin de
cuentas, el alcalde en su sabia y salomónica decisión y con miras a dar por
terminado este desagradable evento, concluyó que imponiendo una fianza a cada
uno de los implicados para que ‘en adelante guarden la paz recíproca y se
abstengan de ofenderse de hecho o de palabra por si, ni por interpuesta
persona’, se terminaría el conflicto, como en realidad sucedería.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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