Gerardo Raynaud
Antes de finalizar la primera mitad del siglo 20,
tanto en Venezuela como en Colombia la agitación política era recurrente y los
gobiernos de ambos países trataban de mantener la calma ante los embates de las
fuerzas oscuras que trataban de desestabilizarlos.
En Cúcuta, como siempre
sucede en estos casos, sufrimos las consecuencias de ambas partes, pero esa
misma situación nos alienta a mantener un equilibrio que con el tiempo
contribuye y se traduce en beneficios intangibles ayudándonos a no tomar partido en ninguno de los dos territorios.
Pues bien, a mediados del siglo pasado sucedió un
acontecimiento bastante singular, tanto por sus características como por las
consecuencias que se esperaba se produjeran como resultado de los hechos, al
parecer delictuosos.
La representación diplomática del hermano país, siempre ha
mantenido relaciones muy amigables en esta ciudad, razones por demás obvias ya
que los parentescos que existen en ambos costados se confunden en los confines
del tiempo.
Ya lo expresaba en alguna oportunidad un dirigente
local, a raíz de una de las tantas crisis que se han presentado en los últimos
sesenta años, “que nos vamos a pelear con los sanatoñeros y ellos son cucuteños
trasplantados y viceversa".
Pues bien, por la época de esta crónica, el Consulado
General de Venezuela quedaba en la avenida quinta entre calles catorce y
quince, metros arriba de la Gobernación y a escasos metros de la casa de Felice
Torre, el gerente del almacén Tito Abbo y Hno, que estaba a escasa cuadra y
media del lugar, en la esquina de la quince con quinta.
¿Por qué hago esta
presentación?
Debido a que años más
tarde, por los años sesenta, la sede del mismo Consulado se trasladaría a esa,
una de las mansiones más lujosas y ostentosas de la ciudad.
El sábado 24 de enero de 1948 en las horas de la
tarde, cuando el encargado de las operaciones de aseo llegó a la casa del
consulado, Luciano Márquez, se le hizo extraño que la puerta principal
estuviera abierta y sin los candados que tradicionalmente exhibía cuando el
inmueble estaba cerrado.
Sorprendido procedió a ingresar al local con las
precauciones que consideraba debía tener para no arriesgarse a encontrarse con
algo desagradable, pues notó, a medida que avanzaba, que las cerraduras que
protegen las puertas estaban violentadas; pudo constatar además, que una
pequeña puerta del zaguán que comunicaba con el despacho del señor cónsul,
igualmente había sido violada.
Pero ese no fue su mayor desconcierto, pues al
continuar con su avance comenzó a olfatear los olores de los humos que salían
del salón donde se encontraba el Departamento de Archivo, que adicionalmente
servía de despacho del Oficial encargado de Pasaportes y facturas comerciales.
Estaba en presencia del comienzo de un incendio que
cada vez tomaba mayores proporciones así que sin dudarlo un instante, inició
prontamente el traslado de los muebles y útiles que estaban a su alcance y
lejos del fuego, para ponerlos a buen resguardo y tan pronto pudo, se comunicó
telefónicamente con los bomberos y la policía nacional y municipal así como a
sus superiores el cónsul, Antonio José Romero Espejo y el vicecónsul José
Amílcar Fonseca.
Tanto las autoridades y encargados sólo tardaron unos
minutos en hacer presencia y es justo reconocer que lograron dominar y aislar
el incendio que amenazaba con extenderse al resto del edificio y a las casas
vecinas.
La oportuna intervención del portero del consulado y de los bomberos evitó
una catástrofe que fue reconocida por las autoridades del vecino país y por
toda la ciudadanía honrada y amiga del gobierno venezolano.
Sin embargo, las investigaciones no giraron en torno
al incendio, toda vez que se tenía como sentado que éste había sido producido
como distractor de las actividades ilícitas que se querían encubrir con el
hecho.
¿Qué era lo que realmente había sucedido?
Veamos qué escribieron los encargados de la
investigación; los asaltantes violentaron las seguridades de la entrada
principal, ya en el zaguán, forzaron la puerta de madera y vidrio que da al
despacho del cónsul, forzaron las gavetas de su escritorio y esculcaron todos
los cajones y archivos.
Lo curioso es que los escritorios y demás muebles de
los otros funcionarios, el vicecónsul, los oficiales y el representante del
Ministerio de Agricultura y Cría fueron abiertos y que las chequeras y el
dinero en efectivo que se encontraba en el escritorio del cónsul no fueron
sustraídos.
Dicen las autoridades que “se podía apreciar que los
asaltantes obraban sin deseos de llevarse
dinero, ni objetos ni joyas y cabe preguntarse, si obraban por su propia
cuenta o estaban obrando por intermedio de terceros?”
Las dudas eran cada vez mayores pues no
sustrajeron nada aparentemente, no se llevaron los revólveres, ni las máquinas,
ni menos el efectivo, entonces qué buscaban o anhelaban localizar los
malhechores?
Se dieron cuenta, posteriormente, la pérdida de una
máquina de escribir portátil de propiedad del cónsul, que utilizaba esporádicamente
pero que no correspondía al inventario de la sede.
De todo lo anterior, cada
día se robustecía la idea que buscaban un documento comprometedor, ¿pero cuál
documento?
Los cronistas de la época, trataron de profundizar en
los hechos pero cada vez que llegaban a un determinado punto, las autoridades recalcaban
que esa información pertenecía a la reserva del sumario y hasta ahí llegaban.
Las autoridades locales así como, la dirigencia en pleno, rodearon a los
diplomáticos en manifestaciones de apoyo, incluso las cancillerías de ambos
países hicieron una declaración conjunta en la que declararon que “este hecho
aislado en nada menoscababa las relaciones fraternales de amistad que desde
tiempos lejanos unen a las dos naciones”.
Tal vez lo más insólito de todo este suceso haya sido
el comunicado oficial expedido, algunos días después por el gobierno de
Colombia que dice textualmente: “… al tener conocimiento de que se había
producido anoche un incendio en la casa del vicecónsul de Venezuela, ordenó que
el juez militar, en compañía de la policía nacional, se trasladara al lugar de
los acontecimientos con el fin de comprobar los hechos y efectuara una
inspección ocular, dando como resultado que solo se encontró quemado el techo
de una de las oficinas, sin que se hubieran sustraído elementos de ninguna
clase, según afirmación del mismo vicecónsul.”
El mismo comunicado informaba sobre la designación del
juez militar doctor Gómez Mariño para que iniciara y adelantara la respectiva
investigación.
Las reacciones que produjo ese comunicado fueron
variadas toda vez que no se ajustaba totalmente a la realidad de los hechos y
los conocedores de los mismos no se explicaban, cómo es que el gobierno nacional
dijera que el incendio se produjo en la casa del vicecónsul y no mencionan la
destrucción del archivo, que era lo más importante a destacar por parte de
quien hizo la ‘inspección ocular’ y como siempre en estos casos asoman los
chascarrillos, no hubo quienes dejaran de insinuar que el “inspector ocular
debía ser tuerto” pues no parece haber visto lo realmente ocurrido.
Mientras se desarrolló la investigación, las oficinas
y todos los asuntos consulares fueron suspendidos y se esperaba localizar a los
autores responsables de este atentado criminal que tanta zozobra creó, en una
época en que este tipo de acciones maquiavélicas no eran usuales.
Aunque este suceso generó toda clase de expectativas y
mantuvo a la opinión pública en ascuas durante un tiempo prudencial para ver si
se lograba dar con los responsables del hecho, al parecer, ningún resultado
exitoso se dio y el hecho continúa en la más absoluta incertidumbre hasta el
día de hoy y nos quedamos sin saber qué buscaban con tanto afán aquellos
lejanos delincuentes.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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