Los viejos se visitaban en los antejardines o al pie de las verjas de ladrillo, de poca altura, hablaban de política o se hacían confidencias. Las señoras se esmeraban por llevar casa por casa en el mes de mayo la imagen bien decorada de la Virgen de Fátima y luego de rezar el rosario compartían refrescos y galletas o bizcochos. Los camiones de gaseosa pasaban diariamente dejando las canastas en cada hogar para mitigar los calores soberbios. En fin, honradez y costumbres más sanas no podían existir, ni amistad cordial y entendimiento como aquellos.
Su realidad presente es lastimosa: siendo relativamente central muestra unas calles de horror y los andenes invadidos por talleres de mecánica automotriz; allí pululan los almacenes de repuestos y adornos automovilísticos – o autoperiquitos -, pero a la par de este auge económico campean el desorden, la suciedad y el abandono por parte de la alcaldía y la Policía Nacional.
Puede decirse que el esplendor del barrio La Merced – en términos de paz, solidaridad y demás valores ciudadanos - ya pertenece al pasado.
Se me había quedado en el tintero consignar, al alabar la comodidad de aquellas construcciones, su modelo americano en cuanto al aparcamiento o garaje, perfectamente separado de la entrada a la casa, y no como hoy en día en que el ahorro o una visión egoísta hacia el usuario hacen que el arquitecto ponga garaje y entrada juntos.
Era famosa la fábrica de “vikingos”, unos refrescos helados envasados en bolsitas, de distintos sabores y colores, consumidos con ansias por toda la muchachada de la ciudad. La factoría pertenecía a don Iván y don Alfredo Mattos. Por cierto que un amigo compró en alguna ocasión un bulto para llevar a su pueblo y vender en la tienda, lo dejó en el garaje de la casa de mi padre con la promesa de regresar pronto pero se embolató en otros asuntos y sólo volvió a los ochos días cuando la mercancía, sin congelación, iba saliendo en un hilillo rojo hasta el andén y la calle hasta quedar las bolsas vacías.
Como en el poema de Zalamea, crece la audiencia, así crece la lista, que sería interminable, de las dignas familias que allí residían. La doctora Lucy Villamil muy cariñosamente me entregó el recado del reclamo de su señora madre, de 92 años, quien estaba muy brava conmigo por no haber nombrado a muchos otros apellidos. Sea entonces la oportunidad para mencionar a Julián y Santander Pinzón, a Luis Eduardo Chona, Amelia Cabrales de Franco, Jesús y Julio Ramírez, honrados peseros, a los Barroso y los Villamil Cañizares. Venga a cuento también el noble doctor Álvaro Niño Duarte, ex gobernador del departamento, recientemente fallecido, una enciclopedia de la vida y milagros de cada ciudadano cucuteño, contados con gracia y malicia; su esposa Conchita, también desaparecida no hace mucho, y sus hijos, mi comadre Lucha y Tata, Yolanda y Fabio. También que salgan a relucir en este recuento de los antiguos moradores del barrio La Merced los Hernández Yáñez – Gustavo, Yamile, Gilberto, Alvaro y Gloria-, los Hernández Valderrama - Martha Elena, Tana, Nela, Sergio, Pacho -, los Estévez, Mariana Azula, don Hugo Santos y doña Helena, la familia Casanova cuyo jefe de hogar era sastre, don Jesús Ramírez, los Barreto, don Pablo Mogollón, hermano de don Arturo y la familia Godoy. Uno de los Salcedo Baldión era nuestro vecino pues vivía en Juana Rangel.
No podemos olvidar a don Víctor, así simplemente, don Víctor, el famoso “sereno” – equivalente al celador de hoy –. El santo y seña convenido cuando aparecían los que él llamaba “maripositas” – o ladrones – eran tres pitazos. En anterior columna relaté cómo los dueños de casa tenían todos revólver, de modo que oída la alarma dada por don Víctor desde cualquier esquina, se formaba el plomeo, remedio inequívoco para desterrar del barrio a estos maleantes.
Sin duda que la lista no está agotada pero confío en que figura aquí un buen porcentaje de familias. Si se me escapa alguna, le ruego excusarme.
Gracias a doña María Fernanda Conde Serrano y a los doctores Iván Vila Casado, Lucy Villamil Cañizares, Olga Mantilla Suárez y Martha María Mattos Hurtado por sus aportes para estos apuntes. Ah, y a mi hermana Nora, mi principal fuente, quien reúne unas buenas décadas de vivir allí.
Gracias por llevarme en el tiempo. Llegue por una casualidad a su blog y en la primera entrega buscaba a mi familia;los Villamil Canizares, pero ya hecha la aclaracion quedo tranquila.
ResponderEliminarSolo agregaria que ese barrio dejo en mi ninez lo mas bellos recuerdos y amigos que todavia perduran en el tiempo.
Janeth L Villamizar Villamil
Buen dia Sr. Orlando Clavio.
ResponderEliminarSoy la nieta del señor Jesus Antonio Ramirez. Heramos los que viviamos en esa casota amarilla.
Cai por este articulo buscando el nombre de aquel celador que fue abatido enfrente de mi casa cuando yo era pequeña, y no sabe la alegria que me dio leer su articulo y la añoranza tambien y de paso saber que alguien si recuerda a mi nonno fallecido.
Muchas gracias y besos.